Tribuna:

Fidel y los demócratas

Es la hora más dura para la revolución cubana. El fallido golpe de Estado en la URSS, la pérdida de poder real de Mijaíl Gorbachov y la disolución del PCUS marcan el inminente fin de la ayuda masiva soviética.¿Qué pasará de ahora en adelante? A juzgar por la actitud de Estados Unidos y las grandes democracias, Cuba quedará librada a su suerte. Proseguirá el implacable bloqueo económico y la presión política sobre el régimen. Si, como todo parece indicar, éste continúa cerrándose sobre sí mismo, lo peor es lo más probable. La revolución cubana fue democrática, en el original sentido de ...

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Es la hora más dura para la revolución cubana. El fallido golpe de Estado en la URSS, la pérdida de poder real de Mijaíl Gorbachov y la disolución del PCUS marcan el inminente fin de la ayuda masiva soviética.¿Qué pasará de ahora en adelante? A juzgar por la actitud de Estados Unidos y las grandes democracias, Cuba quedará librada a su suerte. Proseguirá el implacable bloqueo económico y la presión política sobre el régimen. Si, como todo parece indicar, éste continúa cerrándose sobre sí mismo, lo peor es lo más probable. La revolución cubana fue democrática, en el original sentido de libertad, igualdad, fraternidad, durante un breve periodo, hasta que el mundo capitalista decidió que eso era inadmisible y la obligó a echarse en brazos del socialismo real. Desde entonces, la ayuda soviética permitió al castrismo construir el país cultural y socialmente más avanzado de América Latina. En cuanto aquélla comenzó a flaquear aparecieron en el sistema político y productivo cubano las mismas lacras que están acabando con ese modelo en todo el mundo.

Pero Cuba es otra cosa. Treinta años después de bahía Cochinos, todo lo que las democracias capitalistas ofrecen a Fidel Castro es una humillante rendición. Los delicados reparos diplomáticos, las negociaciones políticas, la ayuda económica y humanitaria están fuera de cálculo: Castro debe morir. La alternativa que se le ofrece no es la transición española, chilena o soviética, sino el sumiso destino caribeño y centroamericano. Han pasado ocho años desde la invasión norteamericana de Granada, pero "las inversiones privadas prometidas por Ronald Reagan nunca llegaron y las ayudas gubernamentales fueron congeladas; los pueblos y ciudades siguen siendo sucios y pobres, el desempleo es del 25%..." (Edward Cody, The Washington Post, 7 de agosto de 1991). En Nicaragua, que fue invadida gota a gota hasta que el sandinismo cedió, ocurre otro tanto. Las inversiones y los créditos no llegan, la crisis económica es igual o peor, pero en cambio la situación social ha empeorado y aumentan los peligros de enfrentamiento debidos al revanchismo económico y político. No hay que ser experto ni adivino para imaginar lo que ocurriría en Cuba si los cubanos de Miami aterrizaran sobre un campamento revolucionario abandonado.

Pero, en medio de una situación gravísima, las bazas de Castro siguen siendo importantes. En primer lugar -y a pesar del creciente descontento-, cuenta con el apoyo de una porción mayoritaria de los cubanos, "pobres, prudentes, orgullosos y socialistas", como reconoció in situ la propia prensa norteamericana durante los Juegos Panamericanos (véase EL PAÍS del 15 de agosto de 1991). Luego, la eventual -aunque remota- ayuda china y, sobre todo, el apoyo que algunos países latinoamericanos podrían prestar a una transición digna y pacífica, con el objeto de mantener la estabilidad regional y equilibrar de alguna manera el peso de Estados Unidos. El ejemplo de México, que acaba de anunciar su disposición a suministrar petróleo a la revolución cubana, podría ser imitado por otros países.

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La reunión de presidentes iberoamericanos de Guadalajara, que tuvo lugar antes del definitivo desmoronamiento del régimen soviético, fue sintomática en ese sentido. Gracias a la firme actitud mexicana, resultó un encuentro de iguales en un momento particular de la historia común y concluyó en el reconocimiento de la singularidad del caso cubano. Fidel Castro obtuvo un tratamiento igualitario, a pesar de las presiones para convertir Guadalajara en un juicio internacional a su régimen.

No sólo no hubo juicio a Cuba: Castro fue, junto a Carlos Salinas de Gortari, el presidente que recibió más muestras de adhesión popular. Tampoco resultó un obstáculo, porque es el único latinoamericano que, a falta de democracia formal, puede exhibir progresos sociales tangibles y una tenaz defensa, que dura más de 30 años, de la soberanía de su país. Si se le respetó no fue sólo por garantizar el éxito de la reunión, sino porque se le teme: ninguno de los presentes hubiera resistido con la mirada alta un contraataque cargado de datos económicos y sociales o un repaso a la vigencia del derecho internacional.

En México se reunieron dos jóvenes democracias europeas que tienen la suerte de vivir tan lejos de Dios como de Estados Unidos, 18 jóvenes democracias latinoamericanas sumidas en el caos y la miseria, y una dictadura marxista-leninista. Detrás de los presidentes democráticos latinoamericanos hay 80 millones de miserables y 100 millones más que viven en el umbral mismo de la pobreza absoluta establecido por la Organización Mundial de la Salud. Detrás de Fidel, una sociedad ansiosa de cambios, cansada de luchas, privaciones y opresión, pero sana, culta, igualitaria hasta donde lo permiten las circunstancias, consciente de su identidad y orgullosa de todas sus batallas. En el fondo, lo que los cubanos le piden a su régimen es que les permita ser lo que la revolución ha querido que fueran. El problema de Fidel es cómo dar un paso al costado que no se convierta en un salto al pasado cubano... o al presente de América Latina.

Cuando Castro, encorsetado por el tiempo y el protocolo, recordó en su discurso que era la primera vez que los iberoamericanos se reunían por su propia iniciativa y que ese encuentro debía servir de base "para resolver en el futuro problemas concretos" (preguntó por qué no se había logrado antes la unidad ante uno tan tangible como el de la deuda externa), no hizo más que poner las cartas sobre la mesa. Si Cuba se asfixia, el resto de los países latinoamericanos intenta meter la cabeza allí donde, en el actual orden mundial, sólo respiran unos pocos. Con la particularísima excepción de México, una década de economía liberal no ha hecho más que agravar la situación social y las perspectivas latinoamericanas. Basta dejar de lado el pueril entusiasmo neoliberal de moda y leer los informes de la CEPAL o el Banco Mundial para comprobarlo.

Los países latino americanos deben cambiar, modernizarse, pero con ese pretexto les están vendiendo un burro al precio de un pura sangre, mientras se acentúan las desigualdades con los países ricos, aumentan la pobreza, el analfabetismo y la criminalidad, se degradan las ciencias y la ecología, reaparecen epidemias olvidadas, explota la demografía y quizá, pronto, las sociedades. Fidel siempre lo supo y trató con todas sus fuerzas de construir una alternativa, pero el fin del maná soviético y el cinismo de las democracias aliadas de Estados Unidos lo ponen ahora ante la opción de cambiar la utopía revolucionaria por la de este liberalismo engañoso y sin porvenir. Nadie puede pedirle a un hombre de su trayectoria que se entregue sin luchar ante un enemigo que sólo promete humillación, venganza y exterminio.

¿Y España? ¿Permitirá la más joven de las democracias europeas y el más antiguo de los países que pusieron pie en América que en Sevilla se festeje el V Centenario mientras en el Caribe tiene lugar un drama? ¿Seguirá el Gobierno socialista español presionando unilateralmente a Fidel Castro si n encabezar en Europa la demanda de negociaciones serias sobre la base del fin de], bloqueo y las amenazas? En Míami hay importantes grupos de cubanos opuestos al régimen pero que reconocen, sus logros y su arraigo en la población, dispuestos a participar en una transición pacífica, ordenada y plural. Hace tiempo que mantienen contactos con el Gobierno de La Habana y tienen apoyos en Estados Unidos, pero su disposición se ve frustrada por la actitud oficial norteamericana, la frívola intencionalidad de la prensa internacional y la ausencia de iniciativas diplomáticas de peso que representen una verdadera alternativa democrática para Cuba.

En este contexto, cabe la tentación de creer que Fidel tuvo razón al enfadarse con Jruschov en 1962: a falta de petróleo, sí en Cuba hubiera unas cuantas cabezas nucleares, los demócratas del mundo entero mostrarían ahora otro tipo de preocupación política y moral hacia su situación interna.

Carlos Gabetta es periodista y ensayista argentino.

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