Tribuna:

Chodowiecki, por ejemplo

Cuarenta y siete años había alcanzado cuando, transcurridos decenios, su madre le rogó que volvieran a verse. Puesto que viajar en carruaje no le sentaba bien, dado el estado de las carreteras de entonces, el dibujante y grabador Daniel Chodowiecki compró un caballo, recibió un pasaporte, y el 3 de junio de 1773 salió a caballo de Berlín en dirección al Este, y nueve días más tarde veía ya, allá a lo lejos, las torres de su ciudad natal, Danzig.A este viaje del artista y a la larga estancia en la ciudad le debemos un detallado diario y más de cien dibujos que dan testimonio de la vida miserabl...

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Cuarenta y siete años había alcanzado cuando, transcurridos decenios, su madre le rogó que volvieran a verse. Puesto que viajar en carruaje no le sentaba bien, dado el estado de las carreteras de entonces, el dibujante y grabador Daniel Chodowiecki compró un caballo, recibió un pasaporte, y el 3 de junio de 1773 salió a caballo de Berlín en dirección al Este, y nueve días más tarde veía ya, allá a lo lejos, las torres de su ciudad natal, Danzig.A este viaje del artista y a la larga estancia en la ciudad le debemos un detallado diario y más de cien dibujos que dan testimonio de la vida miserable en los pueblos de Pomerania y de Kaschuba -una campesina quiere regalar al viajero su último hijo- y de los negocios y actividades en las casas burguesas e iglesias, en las rúas y en las plazas de la ciudad portuaria. Eran los tiempos del rococó. Los dibujos no están, sin embargo, afectados por cursilería alguna. Su encanto realista les da más bien un aire inusual. Viven de la percepción.

De origen polaco por parte paterna, marcado por parte materna por el calvinismo suizo, Chodowiecki escribió las notas de su diario en francés. El que sería después presidente y reformador de la Real Academia Prusiana de las Artes era un seguidor de las ideas ilustradas y no se dejó atar a ninguna vara nacionalista. Durante su estancia en Danzig retrató al primado polaco en batín; a Humbert Gros, maestro de coro de la Iglesia francesa reformada; a un comerciante inglés con su elegante bastón; al señor Conradi, alcalde de la ciudad; a las damas de Danzig vestidas de calle; al gobernador Ledikowski en el momento en que besa la mano a la condesa Podowska; a polacos que rezan fervorosos y a balseros polacos llamados schimky; también la casa paterna con el hermoso frontispicio, en la rúa del Espíritu Santo, e incontables predicadores, frailes, monjas, sin tener demasiado en cuenta la clase de confesión.

Tan varlopintamente mezclada, tan bien alimentada por las distintas culturas, tan europea se mostraba la ciudad al artista poco antes de volverse prusiana y uniforme. ¡Cuánta pérdida desde entonces! Frente a tanta riqueza, hoy resultamos pobres. Nunca como en la actualidad se ha repetido tanto ni tan satisfactoriamente la palabra Europa, pero por todas partes se infiltra un nacionalismo alevoso, y a veces, como e fi la zona fronteriza entre Polonia y Alemania, incluso golpea.

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No causa sorpresa, por tanto, que el dibujante y grabador Daniel Chodowiecki, que a pesar de toda la lejanía territorial nunca se distanció de Polonia, no haya logrado hasta hoy un verdadero reconocimiento en Polonia. Mezquinos chovinistas le toman todavía a mal que en los últimos años de su vida se convirtiera, como director de la Academia, en funcionario prusiano. En Gdansk, ninguna calle ni plaza alguna lleva su nombre. En la hermosa casa reconstruida con su hastial en la rúa del Espíritu Santo falta la placa de recuerdo. A mí, sin embargo, esta breve intervención me ofrece la oportunidad de ponérsela bajo el título "Chodowiecki, por ejemplo", pues la más que probada incomprensión frente al artista, basada en la ignorancia, es válida también en otros ámbitos: el catálogo de prejuicios germano-polacos y polacogermánicos se lanza al mercado en una nueva edición. Podría hallar compradores, pues es más fácil vivir con clichés como orden alemán y economía polaca.

¿Pero ambos pueblos pueden seguir permitiéndose estupideces interior, zadas de ese jaez? Como poco, desde que el marco alemán -cierto que no con las armas, pero sí con la acostumbrada dureza- llegó hasta el Oder, alemanes y polacos están llamados a demostrar su capacidad de vecindad no sólo por medio de acuerdos contractuales bien formulados, sino también por el trato diario. ¿Puede esto ir bien? ¿Irá bien?

Los comienzos no fueron especialmente prometedores. Hace sólo dos años, el actual ministro de Economía alemán cumplimentó con su visita a la reunión anual de silesios que se celebraba bajo el lema Silesia seguirá siendo alemana; la palabrería de entonces de Walgel es repetible. Inolvidables, por permanentemente vergonzosos, siguen siendo los subterfugios y torpezas del canciller general, las cuales, cuando llegó la hora del reconocimiento definitivo de la frontera del Oder-Neisse, permitieron ver al hombre de Estado KohI. Y para los viejos polacos, liberados por primera vez a partir de abril de este año de la obligación del visado, fue poco acogedor el recibimiento que se les hizo en la agrandada República Federal; ningún político de rango, ningún obispo de una u otra confesión se encontraba en la frontera; el saludo a los entusiastas viajeros polacos se dejó a la extrema derecha.

Ese fracaso esclarece el estado actual de Alemania tras la unidad consumada exclusivamente a nivel jurídico estatal. Próximamente se conmemorará por primera vez el día de la unión monetaria. Pero ya ahora es posible decir que las consecuencias de ese acto insensatamente apresurado, es más, carente de cualquier concepción o guiado solamente por cálculos electorales, tiene ahora, después de la caída y desaparición del muro y las alambradas, como resultado la enésima división del país. Se ha consumado una división social sin precedentes. La tutela se transformó en tutelaje: no ha cambiado más que la jerga. Wessis y ossis, alemanes de primera y de segunda clase, se sienten entre sí más extraños de lo previsto. Sancionada por una estafa electoral, se consuma la segunda partición de Alemania, presuntamente según las leyes de la economía de mercado. Se consuma un juego desvergonzado con personas, a las que el coro de los altaneros niega el derecho a lo vivido, lo que quiere decir a su vida dañada. Han salido de una dependencia para entrar en otra. Sólo la astuta y permanentemente diligente figura del acomodaticio, el tipo del ministro Krause, tiene futuro. En sus autopistas sólo se hace praxis aquella libertad que se limita al lema de la locura calculada, el vía libre a los ciudadanos libres.

Y a todo lo largo y lo ancho no se ve un solo político que sea capaz o esté dispuesto a pensar y actuar más allá de lo que se puede contabilizar en marcos y céntimos. El filisteo debate sobre la sede futura del Gobierno ilustra e1,0acío de contenidos de esa unidad, apuntalada de forma exclusivamente política. De esa manera, el actual estado anímico de los alemanes se caracteriza por el embotamiento propio de la incapacidad política: ni siquiera estamos en condiciones de hacer una nueva Constitución, como exigía el artículo final de la Ley Fundamental.

Y ésa es la imagen que ofrecemos a los vecinos polacos; ellos, que con demasiada frecuencia y excesiva prisa están dispuestos a conceder a los alemanes capacidad, genio organizador, laboriosidad hasta la autonegación y puntualidad en todo momento -lo que les procura espanto y admiración, alternativamente-, ven con asombro que lo único que aumenta al otro lado de la frontera es la pereza de pensamiento, si prescindimos del crecimiento de las cadenas comerciales, bancos, multis de seguros y energía germano occidentales. ¿Pero en dónde más queda demostrado el legendario espíritu empresarial alemán? Las cuentas de la lechera de Waigel y las fatuas chapuzas verbales de Kohl no son precisamente documentos deslumbradores de las tan evocadas virtudes secundarias alemanas. Los polacos no se habían imaginado al temerosamente admirado gigante tan indolente y al mismo tiempo tan hastiado.

Puede,que en Polonia se es

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Chodowiecki, por ejemplo

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