Tribuna:

En busca del tiempo perdido

Cuando termine la actual legislatura, los socialistas llevarán gobernando España una década. Tiempo suficiente para establecer un modelo y una forma de gobernar; tendrá sentido entonces hablar de felipismo, especie de analo-ía interna del thatcherismo, el reaganismo o el mitterrandismo. La España de 1992 será muy distinta de la de hace 10 años, la que cogió y transformó el PSOE con su administración. Será el momento de hacer un balance político y sociológico, no marcado por la coyuntura y la pasiones.Los cinco equipos liderados por Felipe González podrán presentar entonces un resumen glo balme...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Cuando termine la actual legislatura, los socialistas llevarán gobernando España una década. Tiempo suficiente para establecer un modelo y una forma de gobernar; tendrá sentido entonces hablar de felipismo, especie de analo-ía interna del thatcherismo, el reaganismo o el mitterrandismo. La España de 1992 será muy distinta de la de hace 10 años, la que cogió y transformó el PSOE con su administración. Será el momento de hacer un balance político y sociológico, no marcado por la coyuntura y la pasiones.Los cinco equipos liderados por Felipe González podrán presentar entonces un resumen glo balmente positivo -con algunas zonas oscuras- de su paso por el Gobierno y de su reflejo en la sociedad, aunque siempre cabrá la duda de si su praxis ha tenido que ver estrictamente con el so cialismo o se entiende como una etapa modernizadora de la revo lución burguesa.

Pasa a la página 11

En busca del tiempo perdido

Viene de la página 1Pues bien, cuando falta poco más de año y medio para cumplir ese periodo histórico convencional -una década-, el modelo da síntomas de agotamiento. El ejemplo más palpable se ha producido estos días, en el debate sobre el estado de la nación en el Congreso. No hay que sorprenderse del aburrimiento letal de los diputados (falla la metodología) ni de la desideologización manifestada: no ha habido alternativa global al Gobierno, sino deseos o voluntades de hacerlo mejor dentro del mismo sistema. Es decir, se ha discutido de la íntendencia, no de los grandes principlos. Lo auténticamente inquietante es que la total coincidencia de la oposición (y la aceptación implícita del hecho por parte de muchos socialistas) de que se han perdido los últimos 16 meses de vida política no haya implicado elementos reactivos inmediatos. Los políticos españoles necesitan que una corriente eléctrica los sacuda y genere la tensión necesaria para llegar en la mejor forma a la meta comúnmente aceptada: la Europa de 1993.

Del debate se ha safido con la misma languidez con la que se entró en él: con los buenos deseos de pactar las medidas imprescindibles para ser más modernos. Como si 1993 fuese un año mítico en el que, al iniciarse, Clark Kent devendrá en Superman mediante una mera transmutación del ropaje. No se trata de esto. De lo que se haga en el resto de la legislatura dependerán en buena parte las condicionales vitales cotidianas de los españoles.

Hace varias semanas, el corresponsal de The Financial Times en Madrid, con la frescura de quien ve las cosas desde la distancia, dio un severo toque de atención sobre el agotamiento del modelo. En resumen, el diario británico escribió cosas como éstas: el debate sobre el estado de la nación lleva un retraso de más de un mes sobre las fechas habituales; el Gobierno no informó sobre la presencia de los B-52 norteamericanos en España en el periodo de la guerra del Golfo; no se ha explicado la dimisión del vicepresidente Guerra; no se está haciendo la reconversión española hacia el mercado único; el auge económico acabó en el primer trimestre de 1990 (la producción industrial y los ingresos por turismo se han ido reduciendo con rapidez; la peseta está sobrevalorada; los tipos de interés son altos; la batalla contra la inflación está paralizada); el Ejecutivo está dividido por Alfonso Guerra; el Banco de España rebaja las previsiones de crecimiento, ya moderadas, del Ministerio de Economía; queda poco tiempo para reaccionar; la industria española es poco competitiva, pero los empresaríos están firmando los convenios por encima del 5%, prefiriendo la paz laboral a la coherencia, etcétera.

La biblia de los inversores europeos daba así un capón a la política del Gobierno, lo que tiene su significación si se recuerda que hasta ahora The Financia¡ Times casi siempre ha apoyado a Felipe González. Aunque en los últimos días ha cambiado algo el panorama, conviene enumerar la etiología de esta coyuntura. En primer lugar, la provisionalidad de los ministros, ya que González ganó las elecciones de octubre de 1989 pero no sustituyó el Gabinete hasta ahora; las expectativas alimentadas de cambios en las carteras ministeriales (en las que participaron la mayoría de los titulares de las mismas), la introducción de savia nueva y la salida, de los ministros más gastados, cansados o quemados en sus puestos se vieron así frustradas. Después vinieron las dudas sobre la legitimidad del proceso electoral, a raíz de la suspensión judicial de los resultados en algunas provincias, lo que hizo bailar el juego sobre la mayoría absoluta de los socialistas; más adelante se abrió un debate sobre el derecho de autodeterminación (¿quién lo recuerda?), localizado insospechadamente en Cataluña y no donde suele ser más tradicional este tipo de iniciativas, es decir, en Euskadi.

Paralelamente nació la polémica sobre el tráfico de influencias y sobre la presunta corrupción política, centrada sobre todo en los casos Naseiro y Juan Guerra. Como consecuencia del segundo se produjo el deterioro de la imagen y la dimisión de Alfonso Guerra. Por último, el conflicto del golfo Pérsico y sus secuelas retrasó decisiones urgentes y añadió incertidumbre a la incertidumbre. Sólo cuando tocó fondo la fase aguda de la crisis en Oriente Próximo y dimitió Guerra, Felipe González se decidió a buscar otros colaboradores para abordar los retos pendientes. Ha aprovechado para ello también un giro en la opinión pública: según todas las encuestas, la actitud del Gobierno español en la guerra del Golfo ha sido valorada positivamente por la rnayoría de la población.

A partir de ahora, el Ejecutivo tiene que recuperar el tiempo perdido y afrontar de una vez algunas de las cuestiones básicas para el futuro de este país: equilibrar la ecoriornía (inflación, paro, déficit exterior...) para que las empresas españolas lleguen al mercado interior único el 1 de enero de 1993 en igualdad de condiciones con sus homólogas europeas, y no en situación de subalternidad; impulsar la política exterior para estar presentes en las decisiones de la unión política, económica y monetaria europea, y tomar nuevas iniciativas en el entourage que nos es propio: el Magreb y América Latina; acelerar la construcción del Estado de las autonomías, dando nuevas competencias a las comunidades y profundizando en la estructura federal; poner en calendario o en estado de revista las infraestructuras de los acontecimientos del año 1992, esto es, los Juegos Olímpicos de Barcelona, la Exposición Universal de Sevilla y hasta la capitalidad cultural de Madrid; las reformas de política interior más urgentes, entre ellas las del servicio militar y la fiscal, etcétera.

Para ello, el presidente del Gobierno ha demandado el consenso de la oposición, de los empresarios y sindicatos y de los Gobiernos autónomos. Es decir, de la sociedad. La política de los pactos es la más consecuente en un país desvertebrado como éste, pero adolece de falta de crédito. González ofreció lo mismo en el debate parlamenta rio de investidura en diciembre de 1989 y en el de la moción de confianza en abril de 1990, sin que el ya tópico pacto de progreso se haya movido un milímetro. Seguramente a los ciudadanos les interesa poco saber quiénes son los culpables del inmovilismo (sólo el 10% confiesa haber seguido el debate sobre el estado de la nación), y en cualquier caso se expresarán electoralmente pronto sobre él, Pero ha llegado el momento en que el Ejecutivo, sin más disculpas, reforme su práctica política y gobierne, asumiendo en solitario si es preciso el coste de los sacrificios que implica conducir a España hacia una Europa sin fronteras, más competitiva.

Lo que no se haga en lo que resta de esta legislatura deter minará la siguiente. Las gran des palabras como competitivi dad, modernización, progreso Europa... deben concretarse; los ciudadanos han de saber que o hay pacto o hay ajuste, y ello implica, por ejemplo, que las rentas del trabajo y del capital no aumenten por encima de la productividad. Sólo así se eliminarán las diferencias y los déficit que separan a nuestro país de los de la comunidad a la que queremos pertenecer. El Gobierno tiene que liderar este cambio, aun a costa de ser impopular en el corto plazo e incluso de perder el poder si fuera preciso. El reto lo merece.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Archivado En