Tribuna:

El referéndum

En un clima de guerra, los soviéticos van a participar hoy, por primera vez en su historia, en un referéndum. Gorbachov les pide que se pronuncien sobre el nuevo Tratado de la Unión, que otorga a cada. república el derecho a una gestión independiente y a una presencia autónoma en la escena internacional. Está claro que el Kremlin no va a renunciar a dirigir de forma global la diplomacia soviética, la defensa nacional y determinados sectores de la economía que no pueden compartirse (desde las comunicaciones hasta la política energética). Con todo, los progresos respecto al vigente Tratad...

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En un clima de guerra, los soviéticos van a participar hoy, por primera vez en su historia, en un referéndum. Gorbachov les pide que se pronuncien sobre el nuevo Tratado de la Unión, que otorga a cada. república el derecho a una gestión independiente y a una presencia autónoma en la escena internacional. Está claro que el Kremlin no va a renunciar a dirigir de forma global la diplomacia soviética, la defensa nacional y determinados sectores de la economía que no pueden compartirse (desde las comunicaciones hasta la política energética). Con todo, los progresos respecto al vigente Tratado de 1922 son tan gigantescos que el profesor Denísov, diputado in dependiente de Leningrado, no duda en afirmar que "sólo los locos pueden votar no".En un plano jurídico, su argumento parece más llamativo teniendo en cuenta que el rechazo del nuevo Tratado de la Unión lejos de garantizar la independencia de las repúblicas que la deseen, las obligaría a seguir el antiguo procedimiento establecido en 1922. Pero este proceso de separación es infinitamente más aleatorio que el del tratado gorbachoviano. Sin embargo, seis pequeñas repúblicas (Lituania, Letonia, Estonia, Moldavia, Georgia y Armenia), que representan alrededor del 7% de la población de la URSS, se niegan a participar en el referéndum, mientras que en la séptima, Rusia, la mayor de todas, con 147 millones de habitantes, algunos querrían simplemente aprovechar la ocasión para hundir a Gorbachov. Borís Yeltsin, líder de esta república, ha entrado en guerra, según su propia expresión, ocho días antes del escrutinio, contra el presidente de la URSS. Al día siguiente, en Moscú, en Leningrado, en SvérdIovsk y en ocho o 10 ciudades más, imponentes masas de gente se han echado a la calle para apoyar su desafío.

Los dos principales protagonistas de este conflicto están de acuerdo en reconocer que las cosas van mal en la URSS, muy mal incluso, pues las condiciones de vida se deterioran constantemente. Para Gorbachov, está claro: "Hemos salido del sistema anterior, pero vamos con retraso por lo que respecta a la creación (del nuevo. Nos falta experiencia, y somos incapaces de sincronizar nuestras medidas económicas y políticas". Por ello propone abreviar el periodo de transición, buscando la unión en torno a una plataforma "centrista", la suya. Su meta es alcanzar una sociedad de economía mixta, pero que garantice una fuerte protección social a las capas sociales más débiles (familias numerosas, jubilados, estudiantes) y los mismos derechos a todas las nacionalidades del país. La crisis, que no ha dejado de agravarse desde 1988, ha desembocado en una descentralización salvaje: cada región, e incluso cada empresa, se aprovecha de la democratización y arrima el ascua a su sardina sin preocuparse de los demás.

Precisamente por esto, Gorbachov ha dado prioridad al Tratado de la Unión, que se supone que va a permitir que las repúblicas puedan coordinar sus políticas, una vez que cada una de ellas haya restablecido el orden en su propia casa. Y ha anunciado, asimismo, que se, ha dado un año y medio para poner fin a la delincuencia económica que se ha ido desarrollando a causa de las reformas. Sin todo esto, la política de desmonopolización y de privatización parcial de la economía acabaría siendo para el pueblo "un fraude a gran escala", en beneficio de los sectores privilegiados. La oposición de Borís Yeltsin a este programa -que recibe el apoyo de todos los interlocutores occidentales de Gorbachov- se basa sobre todo en su desconfianza hacia este último. Yeltsin está convencido que sería posible encarrilar más rápidamente la economía soviética si se optase por un tratamiento de choque a la polaca -pese a que los resultados de esta política en Polonia son descorazonadores- Pero, a decir verdad, Yeltsin no ha presentado ningún pro grama, aunque sea poco elabora do, y, por otro lado, no ha dado muestras de talento innovador en la República Rusa, de la que es presidente. A lo largo de los ocho meses de su mandato sólo ha tomado medidas destinadas a aumentar su popularidad (subida de las pensiones o del precio de compra por parte del Estado de los productos agrícolas), sin preocuparse de su racionalidad económica. Su demagogia hacia el Gobierno central no hecho sino agravar las tendencias inflacionistas que desde hace tres años minan la economía.

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El intento de llegar a un compromiso entre ambos dirigentes no ha dado ningún fruto. Gorbachov ha comprendido, desde el pasado otoño, que su rival sólo quiere cabalgar el tigre del descontento popular con el fin de echarlo del poder. La actitud de Yeltsin consiste principalmente en decir que el padre de la perestroika no es más que un "totalitario" que aspira a preservar el sistema anterior. Pero olvida que hasta el verano pasado él mismo fue uno de los más conspicuos miembros de la nomenklatura comunista -y Pravda no deja de recordarle sus elogios a Breznev en su día- "Hay que destruir el imperio soviético y reconstruir a continuación un sistema totalmente diferente", se grita en sus mítines. Pero ¿adónde se quiere llegar?, ¿en qué puede desembocar la voluntad de hacer estallar a un país que posee el segundo arsenal militar del mundo? Y ¿no se está jugando con fuego al enarbolar la bandera de la Rusia zarista, que no dejó ningún buen recuerdo entre los habitantes de las otras repúblicas ni, tampoco, entre muchos rusos?

En la URSS existe, como existía también en las democracias populares, una tendencia perfectamente legítima a pedir cuentas al partido comunista por su fracaso en la gestión del país. Pero para Gorbachov, con todo, el partido de hoy no es el mismo que el de ayer. Por el contrario es la única fuerza capaz de llevar a cabo ordenadamente la política centrista, evitando una ruptura que traería consigo la desestabilización total del país. El día de mañana, si otro partido tan bien organizado y dispuesto a actuar en el marco constitucional obtuviese la mayoría, Gorbachov ha prometido marcharse. Pero también ha repetido mil veces que Moscú no es Praga ni Berlín Oriental, y que los radicales que apuestan únicamente por las manifestaciones callejeras para provocar la caída del régimen no van a alcanzar su meta. Según él, el cambio debe hacerse en el marco de las instituciones legales. En caso contrario , el Estado soviético dispone de fuerzas suficientes para defenderse.

Tales afirmaciones, que se limitan a referirse a una situación de derecho, le han valido hasta ahora -incluso en debates parlamentarios- salvas de insultos inconcebibles en las democracias occidentales, en las que no se trata así a un presidente. Es decir, la glasnost no ha muerto en absoluto en la URSS, pero está claro que se practica de un modo que muestra la muy mediocre cultura democrática del país. El referéndum de hoy, domingo, va a ser una prueba importante a este respecto, en primer lugar en lo que se refiere a la participación electoral. Desde hace meses, los soviéticos recelan de las urnas, e incluso en Moscú, en un distrito muy yeltsinista, el candidato por él propuesto no consiguió ser elegido por falta de quórum. Sólo el 60% de los electores, según los sondeos, votará. Así pues, bastaría un 11% de defecciones adicionales para que el referéndum fuera invalidado.

Lo que sí es cierto es que Gorbachov, si obtiene una victoria amplia, podrá intentar acelerar la realización de su programa de reformas. Si pierde, se intensificará la guerra de líderes, y el mundo tendrá nuevas razones para alarmarse por la inestabilidad de la URSS.

Occidente debería tener el máximo interés en apostar por Gorbachov y en ayudarlo en sus planes económicos. El conflicto interno de la URSS no opone a los comunistas, a quienes se tacha de conservadores, con los buenos demócratas antitotalitarios. No hay que dejarse engañar por las etiquetas: Gorbachov ofrece más garantías de construcción de un Estado de derecho democrático -y viene dando muchas pruebas de esto desde hace seis años- que sus opositores, la mayoría de ellos comunistas que cambiaron de chaqueta precipitadamente para acoplarse a los nuevos tiempos, sin demasiada coherencia, inspirándose sin más en la frase de Napoleón: "Nos metemos y luego veremos". Pero ese luego puede ser ya demasiado tarde para la URSS, para todos nosotros.

K. S. Karol es periodista francés especializado en temas del Este. Traducción: C. A. Caranci.

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