LA DAMA DE LA TONADILLA

El último tatuaje

Nació Concha Piquer un claro día de diciembre, hace 82 años, en el barrio de Sagunto, en Valencia, y esa misma mañana, durante el parto, un rayo mató al campanero mayor de la torre del Miguelete. Así vino al mundo pegando, en medio de una tormenta, la niña Concha, hija de una costurera y de un albañil cirrótico que se hacía rizar el bigote los sábados en la barbería.De aquella primitiva furia de vivir, cuando la conocí a última hora, ya sin gloria, a la diva le quedaba aún el andar jacarandoso con el puño en la cadera y una forma especial de herir con los tacones el pasillo de su piso de la Gr...

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Nació Concha Piquer un claro día de diciembre, hace 82 años, en el barrio de Sagunto, en Valencia, y esa misma mañana, durante el parto, un rayo mató al campanero mayor de la torre del Miguelete. Así vino al mundo pegando, en medio de una tormenta, la niña Concha, hija de una costurera y de un albañil cirrótico que se hacía rizar el bigote los sábados en la barbería.De aquella primitiva furia de vivir, cuando la conocí a última hora, ya sin gloria, a la diva le quedaba aún el andar jacarandoso con el puño en la cadera y una forma especial de herir con los tacones el pasillo de su piso de la Gran Vía mirando con ojos encampanados, como lo hacen los animales invictos. Se arrancaba a la primera y siempre remataba hasta el burladero. Su marido, Antonio Márquez, que fue matador, se lo decía: "Concha, si fueras toro, te cortarían siempre las dos orejas". Pero a mí me recordaba aquella Valencia de los tranvías sardineros, cuando el sexo olía a heno y las acequias regaban todavía, junto con las cebollas de la huerta, las plantas de bronce de Luis Vives en el claustro de la Universidad Literaria, y más lejos todavía su voz la llevo asociada sin falsos jipíos de dolor a los vergeles de la adolescencia.

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En la radio Telefunken que aún tenía forma de capillita, Concha Piquer era la reina de los discos dedicados, en los tiempos del aceite de ricino, en mitad del mundo del boniato, de los correajes, de los turbios amores. En las fiestas llenas de polvo y mirto de los años cincuenta sus melodías ya se reflejaban en las botellas talladas de menta y de licor de café, de las cuales los jornaleros bebían en los bautizos, bodas y Onomásticas.

No sé si cantaba según las reglas de Andalucía, aunque ella tenía en la garganta ese extraño terciopelo que se crea en el fondo de los arcor es del pueblo, donde el vicio esta aromado con albahaca y el dolor siempre es morado. No obstante, Concha Piquer era una valenciana brava, atemperada por los saxos dolientes de Nueva York que bordó la canción popular con un timbre abrasado, aunque para mí ella siempre será el gasógeno alimentado con astillas de naranjo y la dolencia de una pubertad llena de granos que soñaba con ser el marinero de Tatuaje.

Ahora esta mujer tótem se ha ido, y para ello igualmente ha elegido un día claro de diciembre. En Nueva York ya no existen garitos en las trastiendas de las funerarias con los féretros llenos de whisky; tampoco en Valencia quedan tranvías con jardinera, donde uno cabalgaba con el texto de romano bajo el brazo mientras los panaderos en camiseta de imperio tarareaban las melodías de su diva. Ella ya no está. Una hembra tan limpia y tan dura se ha llevado consigo el último tatuaje, aquel que varias generaciones llevaban grabado en el hambre. Ella cantó para alegrar la penitencia de cada día con la voz más limpia que recuerda cualquier memoria.

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