Tribuna:LAS APARIENCIAS

Tan sólo algunas veces

Separados casi por tres cuartos de siglo, cada uno en su torre altiva de reflexión y soledad, Montaigne y Pascal lo anotan: los hombres no suelen vivir en el presente; como bustos de Jano, pasan una parte del tiempo mirando al pasado, y otra esperando o temiendo el porvenir. El presente es una incómoda estación de paso donde nadie habita sino como transeúnte. Los historiadores reunidos en el congreso que acaba de celebrarse en Madrid obtienen, según este periódico, una conclusión aún más radical: el presente no existe. Lo que ha ocurrido hace cinco minutos se encuentra ya tan lejos de nosotros...

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Separados casi por tres cuartos de siglo, cada uno en su torre altiva de reflexión y soledad, Montaigne y Pascal lo anotan: los hombres no suelen vivir en el presente; como bustos de Jano, pasan una parte del tiempo mirando al pasado, y otra esperando o temiendo el porvenir. El presente es una incómoda estación de paso donde nadie habita sino como transeúnte. Los historiadores reunidos en el congreso que acaba de celebrarse en Madrid obtienen, según este periódico, una conclusión aún más radical: el presente no existe. Lo que ha ocurrido hace cinco minutos se encuentra ya tan lejos de nosotros como la edad en que unos hombres que inexplicablemente son nuestros antepasados untaban sus dedos en arcilla roja para dibujar en la gruta de Lascaux contornos de animales salvajes destinados no a la admiración sino a los rituales secretos de las cacerías y la fertilidad; la cita ansiosamente deseada que un hombre y una mujer fijaron para dentro de dos horas o de dos días tardará tanto en suceder como el próximo advenimiento del cometa Halley. El ahora mismo que señalan los relojes, el hoy preciso y numerado de los calendarios, es una ligadura muy frágil y un gozne o eje invisible en la puerta giratoria que empujan las manos no para avanzar sino para volver a un invariable punto de partida, el presente perpetuo y acuciado por la nostalgia, el miedo, la voluntad de permanencia y el instinto de deserción. En el primer minuto de un encuentro feliz comienza la cuenta atrás hacia el adiós: como esas dunas móviles que cambian en unas horas el paisaje del desierto, el apetecido porvenir se transmuta sin advertencia en pasado, la víspera en postrimería, la espera en desengaño y rememoración.Dos milenios después de que la poesía lo formulara, el carpe diem es una invitación tentadora e inútil a la que nadie hace caso. Para esa mujer solitaria y nerviosa que fuma a mi lado en la parada del autobús, para el viejo ensimismado que se sienta un poco más allá y ya tiene dispuesto en la mano insegura su carnet de pensionista, el presente es una burbuja de vacío y un ámbito estéril que la conciencia no percibe, aturdida por la ansiedad de lo inmediato o por la pesadumbre tiránica de la memoria. Cuando llega el autobús, la mujer tira el cigarrillo y se apresura a subir, abriendo nerviosamente el monedero: en alguna parte un porvenir urgente la reclama. El viejo tarda en levantarse y luego sube delante de mí con lentitud y desgana, como si un viaje cuyo itinerario no puede conducirlo a la ciudad de su pasado careciera de todo interés. Minutos baldíos y horas muertas socavan el tesoro del tiempo como pulveriza la polilla los volúmenes de una biblioteca. Minutos mezquinamente perdidos esperando que venga el autobús, que aparezca alguien tras los cristales de una cafetería, que una enfermera diga nuestro nombre en la consulta del médico; minutos imperceptibles como limaduras, horas y días empantanados por una dolorosa expectación que da a los hechos reales una turbiedad de mirada alcohólica. Anquilosado por el hábito de esperar siempre, el que ha obtenido una tregua de presente y de felicidad sólo desea degradarla lo más pronto posible en recuerdo. En un bolero, el amante se desprende del abrazo de la mujer tendida junto a él y le dice: "Voy a cerrar los ojos para pensar en ti". Hay un poema de Borges en el que un hombre jura que lo daría todo por estar con su amada en Islandia: pero en ese mismo instante está con ella en Islandia y la estrecha en sus brazos.

En vano las calles de la ciudad y las habitaciones de las casas están pobladas de relojes que laten también como corazones portátiles en el pulso sedentario de los fugitivos. El gesto más frecuente que uno observa en la calle es una mirada que busca un reloj: en la mufleca, en lo alto de una torre, en esos indicadores digitales de la temperatura en los que la hora exacta se esfuma y cuando vuelve a aparecer unos segundos más tarde ya no es la misma que miramos la primera vez. Hacia las dos y media, en las esquinas de las avenidas, hombres de traje y corbata y mujeres de gafas oscuras y elocuente maletín adelantan sin sosiego el cuerpo sobre el filo de la acera y miran a lo lejos hacia el río lento del tráfico, en busca de la carrocería blanca de un taxi, alzan la mano derecha cuando vislumbran uno y se muerden los labios, han visto en el asiento trasero la silueta de alguien que tuvo más suerte y no se quedó varado en ese presente angustioso y vacío del que ellos aún no pueden huir. En Nueva York, enloquecidos, empujados por esa prisa carnívora que goza de tanto prestigio en nuestras clases cultas y viajeras, se arrojan en mitad de la calle y hacen a los taxis aspavientos de náufragos, como si reclamaran desesperadamente auxilio para un moribundo o gravitara sobre ellos la sombra de ese anciano esquelético de las alegorías que lleva una guadaña y un reloj de arena para medir las horas de los hombres y segarles la vida cuando les llegue la última. Enmedio de la agitación todavía inexperta de la mañana de septiembre, nadie más que un mendigo sentado en la acera con las piernas y los brazos cruzados como un harapiento samuray posee una actitud de soberanía sobre el tiempo. Las monedas que los transeúntes tiran a su caja de cartón sin pararse a mirarlo parecen una limosna, pero tal vez son el misterioso tributo que rinden al descaro de su haraganería y su inmovilidad.

"Hoy es ayer", dice Quevedo, "mañana no ha venido". Entre el ayer sin mañana posible y el mañana que al convertirse en hoy habrá dejado de existir se busca uno azarosamente la vida, no la soñada ni la recordada, ni tampoco la que se desquicia en el vértigo doble de la temeridad y la amnesia, en el delirio del conductor que enfila el punto de fuga de la carretera y no mira el retrovisor ni la aguja del cuentakilómetros. En los últimos años hemos tenido ocasión de aprender que la tierra prometida es tan mentira como el paraíso ,originario, pero también sabemos que los dos, de cuando en cuando, tan sólo algunas veces, pueden volverse simultáneamente verdaderos y ofrecernos no un dudoso refugio ni una sala de espera con un reloj tan lento que parece detenido, sino un tranquilo lugar donde vivir, una casa hecha de tiempo y perseverancia en la que la avaricia de las horas no significa nada y la memoria de las cosas pasadas y el vaticinio de las que vendrán enaltecen los dones ciertos de un presente cuya singularidad es más poderosa que el terror a la pérdida o el deseo neurótico de la perduración. Puede ocurrir, por falta de costumbre, que uno haya estado en el paraíso y no lo sepa, que en la tierra prometida siga creyendo que su peregrinación no ha terminado. Sólo sabrá que estuvo en ese modesto edén donde algunas veces se remansa el presente cuando no acierte a recordar el día en que vive ni cuánto tiempo ha pasado sin mirar el reloj.

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