Editorial:

Todo cambia

EL FIN de los regímenes comunistas en Europa oriental y la tormentosa transformación que está viviendo la URSS -sometida por la eclosión de los nacionalismos encubiertos a un real peligro de desmembración que, por el momento, sólo parece poder ser conjurado por la intervención militar, como es el caso de la República de Azerbaiyán- no sólo provocan cambios profundos en nuestro continente, sino que modifican el equilibrio internacional, tal como se estableció después de la 11 Guerra Mundial. Es cierto que la OTAN y el Pacto de Varsovia seguirán existiendo con toda probabilidad durante ci...

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EL FIN de los regímenes comunistas en Europa oriental y la tormentosa transformación que está viviendo la URSS -sometida por la eclosión de los nacionalismos encubiertos a un real peligro de desmembración que, por el momento, sólo parece poder ser conjurado por la intervención militar, como es el caso de la República de Azerbaiyán- no sólo provocan cambios profundos en nuestro continente, sino que modifican el equilibrio internacional, tal como se estableció después de la 11 Guerra Mundial. Es cierto que la OTAN y el Pacto de Varsovia seguirán existiendo con toda probabilidad durante cierto tiempo, y ello puede sugerir un continuismo de la bipolaridad. Pero las instituciones tienen la curiosa capacidad de perder su razón de ser aun conservando nombre y estructura. Si examinamos las corrientes que dominan la marcha de la historia, salta a la vista la caducidad de la concepción de un mundo dominado por dos superpotencias.Los datos objetivos no permiten ya hablar de la URS S como de una superpotencia. Aunque su poderío militar no haya sufrido fuertes disminuciones, no está en condiciones de desempeñar ese papel mundial que fue el suyo en épocas anteriores. Y por razones no coyunturales: muchas de las mutaciones impulsadas o engendradas por la perestroika son irreversibles. Y concretamente el hundimiento de los sistemas de socialismo real en cinco Estados europeos. Eso es así -como ha dicho con acierto Adam Miclinik- independientemente de la suerte de Gorbachov: si éste supera sus actuales dificultades y la reforma sigue adelante, tendrá que ahondar las mutaciones en marcha, asumir el mercado y la democracia de manera efectiva, y por tanto impulsar también el proceso transformador en los países de su entorno. Pero incluso en la hipótesis de un cambio en el Krenilin, ningún Gobierno soviético podría hoy retrotraer Europa del Este a la situación anterior. Las causas internas que determinan la debilidad soviética y la tendencia defensiva de su política exterior -económicas, luchas interétnicas, tendencias centrífugas, pérdida de influencia del aparato comunista- no podrían ser remediadas ni por un retorno al comunismo duro, ni por otras eventuales soluciones, como un intento militar o un resurgir de nacionalismo gran-ruso.

Hace falta, pues, reflexionar sobre las consecuencias que tendrá, en la escena mundial, esa desaparición de la URSS como superpotencia. Una posibilidad es que EE UU se convierta en la única superpotencia y que entremos en una pax americana, en la que EE UU pueda decidir, en último extremo, sobre todos los grandes problemas mundiales. No cabe duda que existe una querencia en ese sentido en la Administración norteamericana. Y el caso de Panamá demuestra que, en una zona que EE UU considera como su jardín interior, ha hecho uso de la fuerza, violando el derecho internacional, con una protesta internacional escasa.

Quizá lo primero que haya de considerarse, para enfocar la nueva etapa de la política mundial, sea revisar el concepto mismo de superpotencia. Hasta ahora su significado ha sido sobre todo militar. Pero en ese plano, la URSS seguiría siendo superpotencia. El fondo del problema es que la capacidad de un país de influir sobre la política mundial va a depender, cada vez más, no tanto de la acumulación de armamentos superdestructivos, sino de su potencial económico, tecnológico, científico. Por eso hoy nadie duda que un país como Japón está llamado a desempeñar un papel considerable, no ya en el terreno comercial y financiero, sino en la solución de los problemas políticos del mundo.

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En esa perspectiva se plantea el problema, decisivo para nosotros, del futuro de Europa. Con acierto ha pedido Jacques Delors en términos apremiantes en su discurso en Estrasburgo que la CE se dote de órganos políticos que le permitan actuar como tal en la escena mundial. Urge, además, preparar -como ha propuesto Mitterrand- una "confederación" que ofrezca una estructura, estable y permanente, a los intercambios paneuropeos (es decir, también con los países del Este) en los más diversos terrenos, desde ecología hasta educación y cultura. Ese paso, sin duda dificil y poco preparado hasta ahora, es, además, indispensable para encuadrar la unificación alemana y para crear nuevas formas de acción política conjunta susceptibles de frenar un resurgimiento extremista de los nacionalismos.

En realidad, hay bastantes razones para pensar que el mundo bipolar de las últimas décadas va a ser sustituido -y en todo caso es la evolución que interesa a Europa- por un mundo más bien pluripolar en el que desempeñarán un papel fundamental diversas grandes potencias, además de EE UU. En todo caso, se está acabando una era en la que el destino de la humanidad parecía depender de la pugna universal entre comunismo y democracia.

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