Tribuna:

Democracia y racionalidad

Bajo el trasfondo de una desustanciada celebración del 50º aniversario del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, las autoridades de la institución están tratando de imponer a su personal un reglamento verticalista. Invocando criterios de racionalidad, pretenden dar carpetazo al reglamento vigente desde 1977, de carácter más abierto y participativo, aunque evidentemente perfectible, que fue logrado mediante un consenso del que ellos participaron.La antinomia entre democracia y racionalidad se ha planteado en contextos y siempre para encubrir, bajo el señuelo de la eficacia, la incapa...

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Bajo el trasfondo de una desustanciada celebración del 50º aniversario del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, las autoridades de la institución están tratando de imponer a su personal un reglamento verticalista. Invocando criterios de racionalidad, pretenden dar carpetazo al reglamento vigente desde 1977, de carácter más abierto y participativo, aunque evidentemente perfectible, que fue logrado mediante un consenso del que ellos participaron.La antinomia entre democracia y racionalidad se ha planteado en contextos y siempre para encubrir, bajo el señuelo de la eficacia, la incapacidad de la Élite en el poder para lograr el consenso. En el caso de la comunidad científica, la antinomia es falaz como ha demostrado Merton, el ethos de la ciencia moderna (ese complejo de valores y normas que se considera obligatorio para el científico) es consustancial al espíritu democrático. El universalismo -contrapuesto a primacías de atributos personales, sociales, nacionales o étnicos-, el comunismo -en el sentido de que los hallazgos de la ciencia son un producto de la colaboración social-, el desinterés -que remite a la existencia de una responsabilidad de los científicos ante sus pares-, y el escepticismo organizado -contrapuesto al respeto acrítico hacia los dogmas particulares de las instituciones-, son imperativos de la ciencia moderna que repelen cualquier forma de antirracionalismo y centralización del control institucional.

Merton se sitúa del lado internalista en el análisis sociológico de la ciencia; aquel que deriva de Polanyi en su consideración de la comunidad científica como un colectivo autónomo. Esta concepción tradicional en la cultura occidental hizo crisis en el Congreso Internacional de Londres en 1931 ante el ímpetu de la delegación soviética de historiadores de la ciencia, que mostraron cómo los factores económicos y técnicos conforman no sólo la dirección del flujo de la indagación científica, sino también el carácter intrínseco de la ciencia: la mecánica newtoniana -según la tesis de B. Hessen- fue desarrollada en respuesta a las necesidades de la incipiente burguesía británica del siglo XVII.

Aunque la delegación soviética sucumbió a las purgas estalinianas, el impacto de su visión externalista de la ciencia entre un grupo de científicos británicos (Needhan, Huxley, Haldane) habría de dejar honda huella con consecuencias en la organización de la ciencia, que son pertinentes para el tema que nos ocupa. De entre ellos destacamos a J. D. Bernal y su obra magistral The Social Foundatión of Science, que ha contribuido de manera sustancial a la institucionalización de la ciencia.

Basándose en la experiencia de la movilización de los científicos durante la Segunda Guerra Mundial y en argumentos de oportunidad, por la escasez relativa de recursos humanos y materiales para satisfacer las crecientes demandas de conocimiento científico y técnico, Bernal se convirtió en el gran apóstol de la organización estatal de la ciencia y de la política científica como instrumento para su planificación, elementos ambos que han pasado a ser piezas fundamentales en la organización de las sociedades avanzadas.

El externalismo defendido por Bernal no contrapone eficacia y participación; antes bien, sitúa a ésta como condición para que aquélla se produzca, puesto que no basta con suministrar dinero y personal para la ciencia; el esfuerzo científico no tendrá éxito a menos que esté democráticamente organizado... La única alternativa que existe, la única manera de unir la libertad (del investigador) a la planificación es la democracia".

Vemos que tanto desde la perspectiva liberal de Merton como en la concepción marxista de Bernal, democracia y participación aparecen como condición para dotar de eficacia al sistema de ciencia. Así se entiende en nuestro entorno más próximo, especialmente el francés, del que tanto se ha nutrido la organización de nuestro sistema de investigación. Allí, la revolución tecnológica emprendida por el Gobierno socialista de 1982 condujo a la reforma democrática de organismos públicos de investigación, especialmente CNRS e INSERM. En el CNRS, organismo semejante a nuestro CSIC, esta reforma condujo a la creación de un parlamento científico, subdividido en 45 comités consultivos, en el que sus dos terceras partes son de elección directa. En cuanto al INSERM, organismo especializado en el área biomédica, su parlamento científico consta de un consejo general y nueve comisiones específicas, cuyos 180 miembros-elegidos son las dos terceras partes del total de los asesores.

Listas cerradas

Así lo entendieron también los artífices de la pequeña revolución del CSIC en el año 1977, que en el preámbulo al decreto de reglamentación del organismo lo justifican como "cauce apropiado para la instauración de una efectiva participación del personal, tanto en los órganos de gobierno y gestión como en las unidades básicas de la investigación, reconociéndose así como elemento esencial de una comunidad científica la prioridad de los criterios y la responsabilidad de los investigadores en la organización, orientación y funcionamiento del organismo, presupuestos inexcusables para la creación y potenciación del ambiente más favorable para el desarrollo de la labor investigadora".

Ahora, en el nuevo termidor que pretende convertirnos en una democracia autoritaria, basada en el rito cuatrienal del voto a listas cerradas, los epígonos del poder pretenden empaquetar al consejo en una estructura altamente politizada y jerarquizada. Ante los ímpetus de eficacia desarrollista con que se pretende justificar la nueva orientación del CSIC, cabe pensar si nuestras autoridades científicas no estarán haciendo suyo el informe de lord Rotschild al Gobierno conservador británico de 1972, basado explícitamente en el principio de que la I+D (investigación orientada al desarrollo), debe organizarse exclusivamente sobre las relaciones cliente-contratista. El cliente dice lo que quiere, el contratista lo hace (si puede) y cobra su servicio. Por el bien de la ciencia española esperemos que estas tendencias sean contrarrestadas. Los directores de institutos del CSIC estamos en ello.

Ángel Pestaña es director del Instituto de Investigaciones Biomédicas del CSIC.

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