Crítica:DANZA

Emoción y forma

Lanónima Imperial -que, con su segundo espectáculo, Cástor y Pólux inauguró el ciclo Fronteras del Teatro en la sala Olimpia- se ha convertido, en sus tres años de existencia, en el grupo de danza contemporánea más interesante y más sólido de cuantos han surgido en los últimos años en el país. Compuesto exclusivamente por seis hombres y dirigido por Juan Carlos García (Bilbao, 1957), trae a escena casi todo lo que se echa en falta en la mayoría de los jóvenes grupos españoles: interés por la composición coreográfica, profundización en la relación espacio-temporal propia de la dan...

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Lanónima Imperial -que, con su segundo espectáculo, Cástor y Pólux inauguró el ciclo Fronteras del Teatro en la sala Olimpia- se ha convertido, en sus tres años de existencia, en el grupo de danza contemporánea más interesante y más sólido de cuantos han surgido en los últimos años en el país. Compuesto exclusivamente por seis hombres y dirigido por Juan Carlos García (Bilbao, 1957), trae a escena casi todo lo que se echa en falta en la mayoría de los jóvenes grupos españoles: interés por la composición coreográfica, profundización en la relación espacio-temporal propia de la danza y un cierto distanciamiento y bastante humor en el tratamiento del material que se maneja.Lamentablemente, también, una sala medio vacía de espectadores. No importa, ya vendrán. Lanóníma -que tiene su base en Cataluña- se ha abierto ya camino en Francia, anda firmando contratos por toda Europa y pronto volverá con los avales debidamente legalizados del éxito en el extranjero, únicos capaces de movilizar ya a una afición que se ha ido haciendo cada vez más escéptica. El espectáculo toma como pretexto la dualidad humano/divina de los gemelos espartanos Cástor y Pólux para organizar un juego de oposiciones que García aprovecha con talento.

Lanónima Imperial

Cástor y Pólux. Coreografía y dirección: Juan Carlos García. Sala Olimpia. Madrid, 1 de diciembre.

Dividido en dos partes, en la primera aparecen bailarines de blanco que, sobre una música minimalista y monótona, van tejiendo movimientos en el estilo aséptico y frío del formalismo americano -con el que el coreógrafo tiene lazos evidentes y saludables- que, en la segunda, sobre un fondo rojo y figuras en negro, van ganando intensidad y libertad a base de una energía dinámica explotada como carga emotiva, ahora ya sobre una música -Schumann, Brahins, Wagner y desgarrados cantos próximo-orientales- apasionada y romántica en sentido amplio.

Esta tensión entre la belleza formal y la expresión de la emoción domina la obra, como ha dominado la historia de la danza, y aunque los bailarines no exhiben un nivel técnico homogéneo, logran, mediante un trabajo pulido y cuidado, hacer inteligibles las líneas, sugerir imágenes a menudo ambiguas, pero al tiempo claras, y mantener el interés creciente durante los 60 minutos del espectáculo.

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