Crítica:TEATRO

Un eco lejano

Se vislumbra una lejana belleza extranjera. El escenario la evoca, o la invoca. En el viaje, la esbeltez de las dos piezas de Mishima ha ido siendo recubierta de capas superpuestas: traducción, coreografía, tiempos muertos o mudos, interpretación; en todo hay un deseo de imitar el original: todo el trabajo, sin duda largo y minucioso, se ve. Se nota que es una copia y que resulta un poco burda. El programa contiene abundantes notas, y Fernando Sánchez Dragó salió previamente a escena para explicar más: el teatro no debe tener más aclaración que la de su propio texto.El escritor cosmopolita con...

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Se vislumbra una lejana belleza extranjera. El escenario la evoca, o la invoca. En el viaje, la esbeltez de las dos piezas de Mishima ha ido siendo recubierta de capas superpuestas: traducción, coreografía, tiempos muertos o mudos, interpretación; en todo hay un deseo de imitar el original: todo el trabajo, sin duda largo y minucioso, se ve. Se nota que es una copia y que resulta un poco burda. El programa contiene abundantes notas, y Fernando Sánchez Dragó salió previamente a escena para explicar más: el teatro no debe tener más aclaración que la de su propio texto.El escritor cosmopolita contó la muerte de Mishima -el suicidio a la manera tradicional en el Cuartel General del Ejército- y dio su interpretación: el escritor japonés estaba asqueado de la sustitución de las tradiciones por una mediocridad impuesta por los americanos vencedores de la guerra; y esa mediocridad, y la prevalencia de lo material, es la misma que hoy advertimos en Europa y produce un suicidio metafórico de los escritores.

Amor y muerte

Dos piezas de Mishima (La vieja y el poeta y La loca del abanico). Versión de Luis Federico Viudes. Intérpretes: María Paz Ballesteros, Ramón Pons, Javier Garcimartín, Maite Merino, Aria Hurtado. Escenografía y vestuario: José Blanco Gil. Dirección: José Blanco Gil. Festival de Otoño. Teatro Albéniz, 17 de octubre.

Hay otras explicaciones: los americanos hablaron de Mishima como de un nazi que quería dar un golpe de Estado. También es una simplificación. Su grupo era militarista, de lo que se puede llamar extrema derecha; pretendía el regreso a un Japón agresivo, samurai. Sentía la vergüenza de la rendición militar y moral. No entendió la suma del pueblo a sus vencedores como un deseo de dejar atrás un mundo que para ellos fue cruel. Toda su obra está impregnada de esa nostalgia del imperio perdido; nostalgia activa. Pueden estarlo estas dos obras: en principio, dos apuntes escuetos. Puede haber en ellas la tradición del teatro noh que el autor proclamaba. Y un alto lenguaje poético, rico de vocabulario y de escritura. Aquí se nos van las claves, se escapan por todas partes. Parecen inaccesibles. El idioma es otro, y largo y moroso. Las actitudes de los intérpretes son imitaciones de estampas japonesas: estudiadas, bien trabajadas, pero no se puede evitar ver el esfuerzo de imitación, y en él se va el trabajo de María Paz Ballesteros; el de Ana Hurtado -que en la segunda pieza lleva gran parte del peso escénico-, el de sus compañeros.

El vestuario es equívoco, sobre todo en los hombres: blando y ambiguo. El lenguaje y la versificación de los dos poemas añadidos es distinto al contexto. Los tiempos vacíos, la coreografia, la lentitud, crean el malestar de que están añadidos por el director para aumentar el tiempo del espectáculo; hasta al interminable descanso y al retraso en empezar -el día del estreno- se le atribuye esa molesta intención. Se sabe lo difícil que es conseguir lo que se ha conseguido. Pero se pregunta uno si era necesario, en vista de lo imposible. A quienes basta la evocación, les gusta, les satisface, y la mayoría del público aplaudió; el trabajo hecho lo merecía.

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