Konchalovsky y Grlic abrieron la sección oficial tras presentarse fuera de concurso 'Gran bola de fuego'

El certamen comenzó a ritmo de 'rock' y 'boogie'

Lo mejor, y quizá lo peor, que puede decirse de Gran bola de fuego, de Jim McBride, película que inauguró fuera de concurso, la noche del pasado viernes, la 37ª edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián, es que cuenta con una extraordinaria banda sonora. A ritmo de rocking boogie con el fondo de las más célebres canciones de Jerry Lee Lewis, grabadas por él mismo, comenzó un certamen en el que ayer, dentro ya de la sección oficial, se proyectaron dos películas irregulares, Aquel verano de rosas blancas, de Rajko Grlic, y Homer y Eddie, de Andrei Konchalovsky

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Lo mejor, y quizá lo peor, que puede decirse de Gran bola de fuego, de Jim McBride, película que inauguró fuera de concurso, la noche del pasado viernes, la 37ª edición del Festival Internacional de Cine de San Sebastián, es que cuenta con una extraordinaria banda sonora. A ritmo de rocking boogie con el fondo de las más célebres canciones de Jerry Lee Lewis, grabadas por él mismo, comenzó un certamen en el que ayer, dentro ya de la sección oficial, se proyectaron dos películas irregulares, Aquel verano de rosas blancas, de Rajko Grlic, y Homer y Eddie, de Andrei Konchalovsky

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Gran bola de fuego deleitará a los amantes del rock and roll, sección hagiográfica. No encontrarán en la película el lado oscuro de Jerry Lee Lewis, el músico que, de los cinco grandes que en 1955 grabaron para Sun Records —los otros eran Elvis Presley, Carl Perkins, Johnny Cash y Roy Orbison—, mayor rastro temperamental ha dejado como bebedor, inmoral, juerguista y sin escrúpulos.

McBride ha preferido proyectar una mirada inocente y poco comprometida sobre el asesino —"soy el asesino, tío, y nadie corta al asesino"—, en concreto sobre el período de su ida en el que le llegó el éxito, hasta que se le fue, en 1959, tras el escándalo que se produjo en Inglaterra al conocerse la personalidad de su tercera esposa, Myra Gale, una adolescente de 13 años, prima lejana suya.

McBride ha construido un retrato de época lineal, entre lo pop y lo naif y pese a contar con una música de fondo tan enérgica, la película carece de aliento y de dimensiones, fuera de las que puedan mover a nostálgicos y aficionados al rock. A éstos, posiblemente, les encantará que muchas de las tomas sean esclavas de la banda sonora, lo que también acaba restándole mordiente a la película, como si McBride hubiese concluido que, ya de encontrarse con las manos atadas debido a que, entre muchas cosas, muchos de los personajes que se retratan están todavía vivos, mejor sería dibujar el panegírico de un Jerry Lee Lewis de hornacina, siguiendo al pie de la letra el en cargo de filmar el libro de Myra Gale, que introducirse de forma menos plana en las dimensiones más oscuras de la personalidad del intérprete.

El actor Dennys Quaid realiza un gran esfuerzo para dar verosimilitud al personaje, y, eso sí, hay algunas escenas en las que Lewis es recreado con gran fuerza, como aquella famosa en la que incendió su piano, durante un espectáculo organizado por Alan Freed, porque tuvo que tocar de telonero de Chuck Berry. "Me gustaría ver qué hijo de puta podrá superar esto", comentó después de la quema.

La sección oficial se abrió ayer con la muestra de las dos primeras películas presentadas a concurso. La producción yugoslavo-británica Aquel verano de rosas blancas, de Rajko Grlic, y la norteamericana Homer y Eddie, del soviético Andrei Konchalovsky. Ambas cuentan como protagonistas con personajes deficientes mentales, y ambas tienen en su contra la falta de naturalidad cinematográfica, y el que, pese a contar la vida de dos potencialmente literarios idiotas, nada nuevo del mundo se descubre a través de sus ojos.

Grlic demuestra que le sobra oficio pero también espontaneidad. Su solvencia para recrear con pulcritud situaciones con muchos personajes —la película se sitúa en un lago encantado, lleno de bañistas, en la Yugoslavia ocupada por los nazis— y para dirigir a los actores —Tom Conti realiza una entrañable interpretación— se resiente cuando de lo que se trata es de introducirse en las honduras de los personajes, tarea que en el filme parece haber sido delegada en un vulgar compositor. Es de ese tipo de películas en las que la música percute insistentemente cuando va a aparecer la estela del monstruo del lago y se afina en el momento en el que comienza a salir niebla del fondo del paisaje.

En Homer y Eddie, por el contrario, la música no hace aflorar el tópico circundante, pero la película, en la que Whoopi Golberg y James Belushi representan a una asesina enferma en fase terminal y a un joven cuyo crecimiento mental se detuvo en la infancia a raíz de un accidente, no alcanza el movimiento pese a tratarse de una historia de carretera. La razón está, de nuevo, en el esquematismo que define a los personajes, con la inclusión de una escena final que deja al espectador abochorno.

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