Medellín intenta sobrevivir en una guerra despiadada

El trabajo, el placer y el desarrollo han quedado postergados; la única prioridad en Medellín es la supervivencia en medio de una guerra despiadada a la que nadie le ve un fin inmediato. Como escenario de esta lucha entre el poder establecido y el oculto poder de la mafia de las drogas, Medellín corre el peligro de ser barrido por las bombas diarias, y su población abandona la ciudad en un éxodo doloroso que se incrementará tras el asesinato de uno de los notables de la localidad, el ex alcalde Pablo Peláez.

Con la impotencia que produce el miedo a un ejército invisible y, al parece...

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El trabajo, el placer y el desarrollo han quedado postergados; la única prioridad en Medellín es la supervivencia en medio de una guerra despiadada a la que nadie le ve un fin inmediato. Como escenario de esta lucha entre el poder establecido y el oculto poder de la mafia de las drogas, Medellín corre el peligro de ser barrido por las bombas diarias, y su población abandona la ciudad en un éxodo doloroso que se incrementará tras el asesinato de uno de los notables de la localidad, el ex alcalde Pablo Peláez.

Con la impotencia que produce el miedo a un ejército invisible y, al parecer, todopoderoso, los amigos y colegas de Peláez dudaban ayer de si acudir al entierro del querido empresario antioqueño.

En esta violencia ciega desatada por los narcotraficantes contra el Estado cabía el peligro de un atentado contra el cortejo que se decidiese a acompañar los restos del último asesinado. Los principales periódicos de Medellín eran ayer la mejor muestra de hasta qué punto la muerte es la principal noticia aquí: tres cuartos de la primera página y toda la tercera estaban ocupadas por esquelas de lamento por la muerte de Peláez.

Sobre la tumba del ex alcalde, dirigentes empresariales y políticos se preguntaban ayer calladamente quién será el próximo, quién rezará el próximo responso y qué será de Medellín cuando ya no quede una sola persona que quiera pronunciar las siguientes palabras de adiós. El miedo, es tal que nadie se atreve a que su nombre aparezca en esta crónica con opiniones sobre la situación.

Huida precipitada

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Los directores de los principales periódicos, abogados, intelectuales y, sobre todo, hombres de negocios abandonan precipitadamente Medellín con rumbo a sus fincas en alguna parte de Colombia o al extranjero. En muchos casos las víctimas potenciales de los atentados han comenzado por poner a salvo a sus familiares.

Hace ya un década que Medellín sufre de cerca la violencia del narcotráfico y su efecto en la degradación general de los valores y la moral. Esta ciudad había alcanzado en los últimos años el triste promedio récord de un asesinato cada cuatro horas. Pero era una violencia que respondía a una cierta, aunque peregrina, racionalidad: los ajustes de cuentas entre las mafias y las consecuencias de sus borracheras y actividades nocturnas.

Ahora es peor, porque la violencia actual parece responder a un concebido plan para acabar con Medellín. Los escombros, los restos de las bombas, empiezan ya a ser paisaje frecuente en una ciudad orgullosa siempre de tener un aspecto urbano más parecido al de Miami o de Washington que al de cualquier ciudad de América Latina.

Lujosos edificios de pisos, algunos con un coste próximo a los 100 millones de pesetas, habían crecido en los últimos años al lado de mansiones de ensueño, gigantescas estatuas de bronce de dudoso gusto y tiendas de muebles y de ropa carísimas. Era conversación habitual aquí referirse a una torre de apartamentos con piscina en cada uno de los pisos o a otras viviendas con grifos de oro.

No toda esta riqueza está en manos de la mafia, aunque sí ha sido el narcotráfico el que disparó los precios y trastocó el mercado. Medellín ha sido históricamente el principal foco industrial de Colombia.

En esta ciudad se ha forjado una clase empresarial poderosa con influencia tradicional en la dirección política del país y en el control de los negocios nacionales. No era extraño, pues, que fuese entre esta gente con empuje y carácter donde surgiesen los patronos del mayor negocio de este siglo.

Desde el principio, los narcos quisieron ser admitidos en el círculo restringido de la oligarquía tradicional antioqueña, pero fue imposible. Jorge Luis Ochoa tuvo que contratar a un cuadro privado de educadores ingleses porque a sus hijos no los admitían en los colegios buenos de Medellín.

Pablo Escobar tuvo que sentir reiteradamente herida su dignidad cuando se le rechazaban sus solicitudes de admisión en el exclusivo Club Unión.

No fue por casualidad que una de los primera bombas que estallaron en esta guerra hubiera sido colocada en el Club Campestre, otro de los habituales centros de reunión y diversión de la clase alta antioqueña. Los bancos, las industrias y los empresarios son foco prioritario de la acción violenta de las mafias, que han desatado una lucha feroz entre el capital negro, procedente de la cocaína, y el capital blanco, al que los capos consideran como símbolo del odiado establishment.

Dos lujosas fincas de otros tantos empresarios y políticos fueron incendiadas el lunes en lo que son apenas las primeras escaramuzas de esta guerra.

El pánico, sin embargo, se extiende por toda la ciudad, a excepción, curiosamente, de Envigado, un pueblo integrado en el área urbana de Medellín donde los narcotraficantes tienen la mayor parte de sus propiedades y de su apoyo popular. Este es el único pueblo de toda Colombia donde la población dispone de un seguro de desempleo, pagado por los narcos; la educación es gratuita y la salud está subvencionada por los productores de drogas en cerca de un 90%.

Fuera de este mini Estado de la cocaína, todo el mundo en Medellín es presunta víctima o presunto terrorista. Cualquiera que lleve en su mano una bolsa extraña puede ser retenido en uno de los múltiples controles, militares instalados en la ciudad.

El miedo ha paralizado la actividad comercial, que se ha reducido a la mitad, e incluso amenaza la salud mental de los niños, que se ven obligados a abandonar repetidamente sus aulas por amenazas de bomba, y de miles de mujeres a las que sus maridos han prohibido salir de casa siquiera para hacer la compra.

Llamadas anónimas

Las continuas llamadas anónimas, la ola de rumores sobre amenazas y muertes están a punto de desequilibrar emocionalmente a un pueblo que se siente además observado desde el exterior como un laboratorio de violencia.

El toque de queda -imperante entre las once de la noche y las cinco de la mañana y que, según anunció ayer el alcalde de la ciudad Juan Gómez Martínez, se mantendrá por tiempo indefinido-, está arruinando los negocios que vivían de la noche.

La grandiosa discoteca Kevins, donde hace algunos años Raphael cantara para una audiencia de conocidos narcotraficantes a 15.000 pesetas la entrada, está cerrada, así como la mayor parte de los centros de diversión.

Los restaurantes, cuando no están desiertos, se vacían por la llegada de periodistas, a quienes la gente considera uno de los grupos de alto riesgo y, por tanto, del que hay que alejarse,

Los corresponsales extranjeros se han hecho dueños del hotel Intercontinental, donde han sido canceladas todas las reservas de los meses de septiembre y octubre. También han sido suspendidas seis exposiciones internacionales previstas para estas fechas, y en general las autoridades aprecian una caída del número de visitantes del orden del 80%. Solo, en su museo, el alma de Carlos Gardel, que se quedó aquí desde el accidente aéreo en el que el cantante de tangos perdió la vida, es la más apropiada para cantar la tristeza de estos días en la ciudad de la eterna primavera.

[Los embajadores de los doce países de la Comunidad Europea en Bogotá se reunieron esté fin de semana en la capital colombiana para proceder a un análisis de la situación en el país andino a raíz de la ofensiva contra la droga decretado por el Gobierno que preside Virgilio Barco, según informa la agencia France Presse. Los miembros de la Comunidad Europea prepara una "medida importante" para ayudar a Colombia en su lucha contra el narcotráfico].

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