Crítica:TEATRO

La vanguardia histórica no ha terminado

Stanislaw Ignacy Witkiewitcz (también firmó Witkacy) venía del siglo pasado (1885-1939) y fue una figura de las vanguardias históricas de entre guerras. Viajó en las expediciones del antropólogo Malinowski, fue soldado en Rusia en 1917 y contempló la revolución. De todo esto sacó la consecuencia de que este mundo occidental estaba podrido, incluso en las raíces de la civilización. Malinowski pretendía por entonces que los rasgos de las sociedades mal llamadas primitivas que habían quedado aisladas eran más racionales, más humanos, más sanos que los nuestros en materia de organización, p...

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Stanislaw Ignacy Witkiewitcz (también firmó Witkacy) venía del siglo pasado (1885-1939) y fue una figura de las vanguardias históricas de entre guerras. Viajó en las expediciones del antropólogo Malinowski, fue soldado en Rusia en 1917 y contempló la revolución. De todo esto sacó la consecuencia de que este mundo occidental estaba podrido, incluso en las raíces de la civilización. Malinowski pretendía por entonces que los rasgos de las sociedades mal llamadas primitivas que habían quedado aisladas eran más racionales, más humanos, más sanos que los nuestros en materia de organización, política y relaciones. Hasta hace poco duraba esa sensación (Toynbee, Margaret Mead, Lévy-Strauss), que hoy se pierde. Cuando Witkiewicz regresó a su sociedad, insatisfactoria y mentirosa, la denunció por medio del teatro. No se le hizo mucho caso, la mayor parte de sus obras quedó sin representar y cayó en el olvido. Después de muerto -se suicidó en 1939, tras el principio de la II-Guerra Mundial y la amenaza nazi- le rescató Gombrowicz, en su Teatro Laboratorio, donde rebuscó en la vanguardia histórica; algunas de sus obras fueron prohibidas, y eso aumentó la atracción de las que quedaron.Una de ellas, El loco y la monja, viene ahora a España por el Teatro Estable de Navarra y dirigida por el también polaco Jaroslaw Bielski. Está llena de la acracia propia de su tiempo (es de 1923), y es blasfema contra todo. La representa en una situación límite: un manicomio. Era una idea que abundaba en Europa por esas fechas (en España, Sínrazón, de Ignacio Sánchez Mejías, en 1928): la imposibilidad de determinar dónde está la cordura. Pero la locura no es más, en esta obra, que una metáfora. El supuesto o real loco es, naturalmente, un artista, un poeta, quizá una versión íntima del propio autor, al que los loqueros y la psiquiatría oficial le encamisan y le inyectan cuando quiere expresarse, y el psicoanalista se convierte en un mono absurdo cuando le quiere liberar por la palabra y el recuerdo. Hoy es un viejo chiste el del psiquiatra loco y el psiquiatrizado normal. Se le aparece algún recuerdo, pero se le aparece sobre todo una monja en carne y hueso; los dos se identifican, presos ambos y marginados o recluidos contra su espontaneidad. La liberación de los dos es el sexo -que practican de una manera acrobática-, y, liberado, el artista. mata al psiquiatra oficial -todo sigue siendo de influencia del combatido Freud: la muerte del padre por celos de la monja, a la que no en vano hay que llamar madre-, y puede que se suicide o que le ahorquen los loqueros -el oportuno oscuro impide saberlo-, quienes, al final, piensan si los locos no serán ellos. Sea del propio autor o del sello de Gombrowicz, traducida por el director Bielski, todo ello es tragicómico, una secuela del grand guignol, un grotesco amargo.

El loco y la monja

(1923), de S.I. Witkiewitcz. Versión y dirección de Jaroslaw Bieiski. Teatro Estable de Navarra. Sala Mirador, 18 de abril.

Es teatro de cámara en toda la acepción de la palabra: esce.nario y asientos forman un todo cerrado, blanco y aséptico, con la intención de que el espectador se identifique. No acuden tantos a la sala Mirador como para producir algún fenómeno colectivo. Una decena de actores de este grupo navarro transportan las reflexiones y las acciones, y tienen el valor de enfrentarse con una obra difícil.

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