Tribuna:LA MUERTE DEL GENIO DE PORT LLIGAT

El cinismo y la agudeza

Creo que ahora, a tenor de los confusionismos propiciados por la posmodernidad, Dalí se pondrá de moda como el primer posmoderno. Todo depende, claro, de cómo se interprete ese dichoso vocablo y concepto que tantos ríos de tinta hace correr últimamente. Para simplificar, digamos que no es lo mismo un retorno pasadista y mecánico a la tradición que la integración. inteligente de elementos del pasado.Pablo Ruiz Picasso es el primer posmoderno en esta segunda acepción del fenómeno, en cuanto toma de todos los autores y estilos sin dejar de ser él mismo y anunciando nuevas soluciones formales. Los...

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Creo que ahora, a tenor de los confusionismos propiciados por la posmodernidad, Dalí se pondrá de moda como el primer posmoderno. Todo depende, claro, de cómo se interprete ese dichoso vocablo y concepto que tantos ríos de tinta hace correr últimamente. Para simplificar, digamos que no es lo mismo un retorno pasadista y mecánico a la tradición que la integración. inteligente de elementos del pasado.Pablo Ruiz Picasso es el primer posmoderno en esta segunda acepción del fenómeno, en cuanto toma de todos los autores y estilos sin dejar de ser él mismo y anunciando nuevas soluciones formales. Los expresionistas abstractos norteamericanos (Pollock, De Kooning, Gorky, Rothko) también lo fueron, releyendo a Picasso, Matisse, Mondrian y el surrealismo.

¿Pero qué sucede con el arte de Dalí? No me estoy refiriendo a su éxito popular, basado en las excentricidades del personaje, que obviamente fascinan porque marcan la diferencia con nuestra llana realidad y porque alientan aquella antigua creencia en el pintor-genio-chalado. Y porque el gusto popular, ya lo sabemos (al menos en nuestro país), se ha detenido en las Madonas de Rafael.

Familia, religión, sexo

Sucede, en cambio, que tras sus escarceos ya muy eclécticos con las vanguardias , Dalí se propone hacer justamente lo contrario que todo el mundo. Es lógico que conectara con el espíritu surrealista en lo que éste tenía de subversivo en contra de las normas establecidas, pero rápidamente topa con otras normas, las surrealistas. Desde que leyera de joven a Nietzsche, Dalí quiere emular al superhombre y sobre todo superar a su padre, a quien había de enfrentarse en seguida. Pero al hijo rebelde se añade la particular (por tan racional) locura ampurdanesa y decide llegar al final de sus boutades: "Por eso", escribe en el Diario de un genio, "me esforzaba para que el grupo surrealista aceptara una idea o una imagen que estuviera en completa contradicción con el gusto surrealista (...). "Al entusiasmo por Matisse y las tendencias abstractas oponía la técnica ultrarretrógrada y subversiva de Meissonier. Para arrinconar a los objetos primitivos, lanzaba los objetos ultracivilizados del estilo moderno (...)". Lo mismo sucedió con el marxismo de la mayoría de los componentes del grupo, a los cuales responde con su cuadro de Lenin de nalgas de tres metros sostenidas con muletas y con su ama de cría nazi haciendo calceta (El espectro y el fantasma, 1933-1934), o con sus delirios sobre Hitler, al cual gustaba de imaginar como una mujer de blandas caderas embutida en un uniforme.

Ya en 1936, sin embargo, tras una depresión nerviosa, y al parecer alentado por Gala, decide incorporar el surrealismo a la tradición. "Mi imaginación tenía que volver a ser clásica", diría, aunque aún nos ofrece cuadros tan alumbradores sobre el presente como aquella Premonición sobre la guerra civil. ¿Pero cómo hemos de interpretar su "fe recobrada" en 1949, su manifiesto místico de 1951, la comparación de sus bigotes alzados, "afilados y apuntando hacia el cielo", con los sindicatos verticales españoles, su defensa del imperio y del conservadurismo a ultranza? ¿Como una reacción frente al existencialismo entonces reinante en el ámbito intelectual? ¿Y en el arte, su defensa apasionada de los valores clásicos como la reacción al arte moderno, también ya entonces dominante? "El arte moderno, residuo polvoriento del materialismo heredado de la Revolución Francesa, se alzaría contra mí durante por lo menos 10 años", decía Dalí. "Por lo tanto, me tocaba a mí pintar bien, cosa que no interesaba en absoluto a nadie". A cualquier defensor de la democracia, las declaraciones de Dalí le caen francamente mal. Pero su conservadurismo artístico no puede desligarse de su imagen como showman, como excéntrico, y seguramente ahí vio, impulsado por Gala, la mina de un fabuloso negocio. Y además, ¿cómo no iba a subyugar a los nuevos ricos norteamericanos, en plena expansión económica de los sesenta, un ampurdanés de extraordinaria rapidez mental, de un bagaje cultural mucho más amplio y pletórico de ocurrencias sorprendentes?

Y si nadie le puede negar la magia, la evocación y el misterio de sus cuadros de la etapa surrealista -por otro lado de escaso interés en cuanto a innovaciones formales-, cierto es que no pudo repetir la calidad pictórica de sus añorados Velázquez, Vermeer o Meissonier.

Su personalidad fue más fuerte que su obra última y ha muerto, en parte, víctima de ella. Su narcisismo, su agudeza, su travestismo y su afán por fascinar lo caracterizaban, y por eso afirmó: "Salvador Dalí iba a convertirse en la más insigne cortesana de su tiempo". De ahí que me recuerde a Louise Brooks en La caja de Pandora: un final lúgubre para una vida en la que en el fondo se juega hasta la muerte con uno mismo.

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