Tribuna:IDEAS CONTRA LA TIRANÍA

El mundo del señor de La Brède

Hoy se cumple el 300º aniversario del nacimiento del barón de Montesquieu

Charles-Louis de Secondat, señor de La Brède y barón de Montesquieu, es un típico representante del Siglo de las Luces, en el que se encarnan las ambigüedades, contradicciones y limitaciones de la Ilustración. Pero, ¿qué fueron las Luces?Kant, en su respuesta de 1784 a esta pregunta, definía la Ilustración como la mayoría de edad del hombre que le permite servir se de su propia razón. Liberación, autonomía, independencia son ciertamente términos que describen ideales ilustrados, al igual que razón, tolerancia, confianza en la capacidad humana fe en el progreso, etcétera. Sobre estos pilares se...

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Charles-Louis de Secondat, señor de La Brède y barón de Montesquieu, es un típico representante del Siglo de las Luces, en el que se encarnan las ambigüedades, contradicciones y limitaciones de la Ilustración. Pero, ¿qué fueron las Luces?Kant, en su respuesta de 1784 a esta pregunta, definía la Ilustración como la mayoría de edad del hombre que le permite servir se de su propia razón. Liberación, autonomía, independencia son ciertamente términos que describen ideales ilustrados, al igual que razón, tolerancia, confianza en la capacidad humana fe en el progreso, etcétera. Sobre estos pilares se yergue el pensamiento ilustrado que representa Montesquieu.

Pero la visión monolítica de las Luces ha sufrido modificaciones desde Kant. Autores como Jean Deprun prefieren hablar, frente a Cassier, de filosofías de la Ilustración en plural, para recalcar el sinfín de variantes existentes y las matizaciones que es necesario introducir. Así, en el siglo del optimismo y de la razón, del progreso y de la tolerancia, coexisten las luces con las sombras. Y Montesquieu, hombre de su época a la vez que inmerso en las tradiciones, aúna el pasado con el presente y refleja la multiplicidad de aristas y facetas que entraña la Ilustración: progreso y tradición, modernidad y pasado, tradicionalismo y progresismo, optimismo y pesimismo, deísmo y ateísmo, etcétera.

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El señor de La Brède -que de la generación ilustrada es el de mayor edad- pertenece a esa primera mitad del siglo XVIII en que el racionalismo de Descartes y Spinoza se alza aún victorioso, y en que el sentimiento no ha lanzado todavía sus dardos contra la razón. El escepticismo se justificaba en la oscura época de principios del XVII, cuando reinaba la metafísica, pero no parece tener razón de ser en la era ilustrada, en la que el progreso de las ciencias ha barrido las razones que cuestionaban la capacidad del conocimiento humano.

Sin embargo, en 1750 se produce la primera carga en profundidad contra el racionalismo con el Discurso sobre las Ciencias y las Artes, de Rousseau. Abrupto y desairado, cargado de notas sombrías, provocativo, desató las iras de filósofos y académicos al atacar con inusitada violencia las artes y "las ciencias, de que tan orgullosos estaban los hombres de las Luces. En nombre de concepciones éticas arrinconadas por esa sociedad mundana y descreída, Jean-Jacques acusaba a lo que pomposamente se llamaría civilización a partir de 1766 de destruir los sagrados valores de la religión y la patria. Con esta actitud se enfrentaba el círculo ilustrado, enemigo de la trascendencia, experimentador, observador y empírico.

Montesquieu no comparte el racial antiintelectualismo rousseauniano. Los ataques que encontramos en las Cartas persas no van dirigidos contra las ciencias en sí, sino contra su abuso y contra esa falsa sabiduría de que hacen gala los pedantes, contra el saber inútil y vano. Charles de Secondat apuesta por la razón frente al escepticismo que, en el siglo XVII, había impregnado la Europa filosófica, y contra el que combatieron Descartes y Locke. Tampoco vive la fiebre prerromántica que impulsa a Rousseau a poner en tela de juicio los logros de la razón y del progreso.

Si en la primera mitad del siglo, en las grandes obras filosóficas y literarias, como las Cartas persas, Del espíritu de las leyes, las Cartas inglesas, La Henriade, etcétera, predomina la razón -aunque con excepciones notables, como la novela del Abate Prevost Manon Lescaut, que hizo furor en el París de 1831-, a partir de mediados de siglo las obras de sentimiento, come) La nueva Eloísa, de Rousseau, arrasan.

La apología de la sensibilidad que se gesta entonces asestará un duro golpe a la fe racionalista y hará emerger el movimiento romántico.

La personalidad de Montesquieu, con su frío y racional apasionamiento, queda lejos del arrebato de Rousseau. El distanciamiento que practica le hace ser más sutil y equilibrado en. sus juicios, al carecer del torrencial ímpetu del ginebrino. Charles de Secondat cultiva un pragmatismo que le permite adaptarse a su época, mientras que Jean-Jacques queda descolgado de su tiempo, escindido entre el antes y el después.

A caballo entre dos mundos

El señor de La Brède es un hombre a caballo entre dos mundos. Por un lado, el cartesiano, que, a pesar de los intentos renovadores de Malebranche y del Padre Lamy -cuyas enseñanzas le marcan fuertemente-, hace agua por todos lados y es desplazado por la teoría newtoniana, que Voltaire difunde en el París de finales de los años treinta.

Por otro, el materialismo neospinozista, que se impondrá en la segunda mitad del siglo, rompiendo con los valores morales, la metafísica y la trascendencia cartesiana, así como con la concepción de un orden eterno, inteligible y finalista que preside el mundo. Perspectiva que conducirá el evolucionismo del siglo XIX y al materialismo ateo, de los cuales Diderot es un claro antecesor.

Sin llegar a tales extremos, Montesquicu mantiene una permanente tensión entre sus creencias cartesianas y sus posiciones científicas materialistas. Su rechazo de la teoría fijista de la prefórmación y preexistencia de los gérmenes, y su aceptación de una concepción dinámica de la naturaleza, que, desarrollada hasta sus últimas consecuencias, conduciría a negar la diferencia entre Creador y creación, le alejan peligrosamente de la ortodoxia religiosa.

A Charles de Secondat se le ha acusado con excesiva frecuencia de "reaccionario". En un libro ya antiguo, pero que entre nosotros gozó de gran predicamento como todos los suyos, Montesquieu. La política y la historia, Althusser sostenía que este autor había defendido un orden anacrónico y que, erróneamente, había sido considerado como el portavoz de la burguesía que se impondría con la Revolución.

A la luz de los datos que autores como Chaussinand-Nogaret nos han proporcionado en los últimos años, se puede pensar, por el contrario, que ese sector de la nobleza que representa Montesquieu impulsó considerablemente la economía del Antiguo Régimen, invirtiendo capital , introduciendo innovaciones tecnológicas, y actuando como motor del desarrollo económico.

El propio Charles de Secondat -gran señor a la vez que hombre de negocios- comercializó y exportó sus caldos a Inglaterra, siendo un ejemplo de lo emprendedora que podía ser la aristocracia. Nada más lejos de la visión maniquea que con frecuencia se nos ha ofrecido de la nobleza en su conjunto, como obstaculizadora del desarrollo de las fuerzas productivas en la antesala de la Revolución.

En el terreno político también cabe matizar dicho juicio. Montesquieu combatió el absolutismo monárquico y denunció las consecuencias que se derivan del despotismo. Partidario del modelo inglés y de la antigua Constitución francesa, fue sobre todo un pragmático que huyó de toda utopía. No fue desde luego un demócrata como Rousseau, el cual anhelaba detener la historia para preservar la democracia directa, que, herida de muerte, degeneraba en repúblicas como Ginebra, imagen del sistema democrático

por excelencia, la Ciudad-Estado greco-romana, donde los ciudadanos reunidos en asambleas legislaban por sí mismos, sin representación alguna.

El realismo de Montesquieu, al carecer de tintes utópicos, le induce a pensar que la democracia directa pertenece al pasado, a los Estados pequeños donde reinan la virtud y la frugalidad, pero que es anacrónica en la era actual, donde dominan los imperios, medianos o grandes, el lujo y el comercio. Cuando las sociedades crecen, dice en Consideraciones sobre las causas de la grandeza y decadencia de los romanos, aumentan también la complejidad y la importancia de los asuntos a resolver. La unanimidad deja de ser viable, el control popular deja de ser factible y el pueblo pierde la posibilidad de reunirse para ejercer sus derechos de soberanía. Esas grandes naciones de hoy están destinadas, irremediablemente, a ser pasto del despotismo.

Pesimismo

La misma desesperanza late en las Cartas persas, en cuyas páginas se palpa, según Salvatore Rotta, la convicción de que las instituciones sociales, todas las formas de sociedad en definitiva, son opresoras. Pesimismo que es fruto de su concepción cíclica de la historia, en que las épocas de progreso y decadencia se suceden, y que le lleva a aceptar la sumisión a las leyes, por malas que éstas sean.

Por ello, toda la construcción teórica de Montesquieu persigue establecer un freno ante el incontrolado deseo de poder, que aparece como una característica de la naturaleza social del hombre.

"Es una experiencia eterna -dice en Del espíritu de las leyes- que todo hombre que tiene poder siente la inclinación de abusar de él, yendo hasta donde encuentra límites".

De lo que se deriva que si la libertad política es posible, sólo se encuentra en los Estados moderados.

Entre las enseñanzas que se pueden extraer de la obra de Charles de Secondat, aristócrata liberal amante de la libertad, figura, además de la de tratar de poner coto a las relaciones de poder, que con harta frecuencia se manifiestan como relaciones de dominación, la de reivindicar el ideal ilustrado del cosmopolitismo. Cosmopolitismo rápidamente ahogado en el siglo XIX por el nacionalismo, entre cuyos primeros artífices se encuentra Rousseau.

Entre los defensores del universalismo superador de barreras que separan a los pueblos, encontramos a Diderot y a Voltaire, quien sostuvo la tesis de que la patria está en cualquier parte donde nos encontramos bien. De igual modo, Montesquieu, en las Cartas persas, al reflexionar sobre las causas de la despoblación de la tierra, muestra su preocupación por la suerte que correrá la humanidad. Humanitarismo que rechaza el eurocentrismo y reivindica los valores culturales y el saber por encima de las fronteras. Así, el viaje aparece, tanto en las Cartas persas como en la propia biografía del señor de La Brède, como apertura hacia el exterior y como intento de trascender los límites impuestos por la propia cultura.

María José Villaverde es profesora de la facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense.

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