Editorial:

Mejor prevenir

LA MALA calidad de las prestaciones sanitarias públicas es una de las cargas que, junto al deterioro visible de otros servicios públicos, soportan millones de españoles. Las causas de esta deficiente prestación, que ha alcanzado en el pasado cotas insoportables con motivo de los largos períodos de huelga del personal médico de la red hospitalaria estatal, son de las más variadas. Sin embargo, la que está en la raíz de todas ellas es la insuficiente financiación de un servicio público que en los ultimos lustros se ha ido extendiendo cada vez más a mayor número de personas, al mismo tiempo que p...

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LA MALA calidad de las prestaciones sanitarias públicas es una de las cargas que, junto al deterioro visible de otros servicios públicos, soportan millones de españoles. Las causas de esta deficiente prestación, que ha alcanzado en el pasado cotas insoportables con motivo de los largos períodos de huelga del personal médico de la red hospitalaria estatal, son de las más variadas. Sin embargo, la que está en la raíz de todas ellas es la insuficiente financiación de un servicio público que en los ultimos lustros se ha ido extendiendo cada vez más a mayor número de personas, al mismo tiempo que permanecía invariable su infraestructura y prácticamente paralizado el capítulo de inversiones en nuevas obras y en recursos humanos. El hecho de que los medios financieros de la sanidad pública sean detraídos del presupuesto de la Seguridad Social constituye una dificultad añadida para establecer con claridad algo que es esencial en la prestación de cualquier servicio: la relación entre calidad y coste.Desde los primeros años de la transición política todos los Gobiernos han afrontado como una pesadilla la reforma de la Seguridad Social. El cada vez mayor número de beneficiarios y el cada vez menor número de cotizantes, como consecuencia de la crisis económica y del aumento del número de pensionistas, unido al despilfarro y a la mala gestión, han puesto a la Seguridad Social al borde de la quiebra. Los Gobiernos de UCD no pasaron de la mera exposición de intenciones, y los socialistas, aunque han dado pasos parciales en los últimos años con las nuevas leyes de sanidad y de pensiones, han venido dando largas a la cuestión principal: la reforma del modelo financiero de todo el sistema público de protección social y, en concreto, de aquellas prestaciones que hoy corren a cargo de la Seguridad Social. El presidente del Gobierno haber dado luz verde a esta reforma fundameintal al afirmar, tras su reciente entrevista con el Rey en Mallorca: "Podríamos universalizar la asistencia sanitaria de este país si la financiación de este servicio se realizara a través de los Presupuestos Generales y no del presupuesto de la Seguridad Social".

La realización de este proyecto supondría la asunción por el Estado, via impuestos, de los gastos sanitarios de la Seguridad Social -actualmente más de 1,3 billones de pesetas- y la extensión del derecho a la sanidad pública a todos los españoles. La Seguridad Social cubriría exclusivamente el pago de las pensiones contributivas -actualmente las tres cuartas partes de su presupuesto se financian con las cuotas patronales y obreras teóricamente ligadas a la percepción de estas pensiones-, mientras que el Estado financiaría directamente la asistencia pública sanitaria y las pensiones asistenciales, de las que son perceptoras personas ancianas que no han cotizado durante su vida laboral. De todo ello serían beneficiarios directos cerca de un millón y medio de españoles sanitariamente desprotegidos en la actualidad y 400.000 ancianos que carecen de ayuda asistencial alguna.

Cumpliendo el mandato constitucional de que los poderes públicos deben organizar y tutelar la salud pública de los españoles, el Estado se comprometería por esta vía en la prestación de este servicio público. Si funciona bien se beneficiará de ello, pero si funciona mal se le señalará más claramente que ahora.

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El peligro es que al universalizarse se deteriore todavía más la calidad de los servicios. Por un lado, parece evidente que la calidad de la sanidad pública dependerá tambien de que mejore la actual gestión del Insalud y que se ponga freno al despilfarro. A este respecto, no hay que olvidar que cálculos oficiales hablan de que sería necesario aportar 200.000 millones más para mantener la calidad de los servicios. Hacienda ya ha desaconsejado el proyecto, esgrimiendo argumentos como el coste de la operación, la escasa capacidad asistencial actual y la necesidad de incentivar el uso eficiente de las instalaciones en uso.

Además, el hecho de que las prestaciones laborales queden separadas de las asistenciales abre un interrogante que no deja de inquietar a los sindicatos: ¿la prevista quiebra de la Seguridad Social se aleja de este modo, al aligerar sus gastos, o bien a partir de esa separación los cotizantes laborales deberán asegurar con sus aportaciones las pensiones futuras? Si la separación de los gastos sanitarios del presupuesto de la Seguridad Social y su inclusión en los Presupuestos del Estado viene a suponer un recorte de las pensiones futuras, obligando a los asalariados a participar obligatoriamente en los previstos fondos de pensiones, el remedio puede ser peor que la enfermedad.

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