Berlín acoge el estreno de 'Jamás volveré aquí', considerado como el testamento teatral de Kantor

El público de la Akademie der Künste ovacionó el último espectáculo del artista polaco

En la Akademie der Künste berlinesa, dentro del programa de actos que se celebran en aquella ciudad alemana con motivo de haber sido declarada capital europea de la cultura en el presente año, tuvo lugar el pasado viernes el estreno mundial de Jamás Volveré aquí (Jamais je ne retournerai ici), la última producción de Tadeusz Kantor y el Teatr Cricot 2, de Cracovia. Un reducido público de profesionales del teatro y críticos de los principales medios de información europeos acogieron el que se considera ya como el testamento de Kantor con más de 10 minutos de aplausos y gritos de "¡Bravo, bravo!...

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En la Akademie der Künste berlinesa, dentro del programa de actos que se celebran en aquella ciudad alemana con motivo de haber sido declarada capital europea de la cultura en el presente año, tuvo lugar el pasado viernes el estreno mundial de Jamás Volveré aquí (Jamais je ne retournerai ici), la última producción de Tadeusz Kantor y el Teatr Cricot 2, de Cracovia. Un reducido público de profesionales del teatro y críticos de los principales medios de información europeos acogieron el que se considera ya como el testamento de Kantor con más de 10 minutos de aplausos y gritos de "¡Bravo, bravo!". El espectáculo es una coproducción berlinesa (Berlin-Kulturstadt Europas, 1988), milanesa (CRT Artificio Milano) y parisiense (Festival d'Automne) con el Teatr Cricot 2.

Visto uno, vistos todos, suele decirse de los espectáculos teatrales de Tadeusz Kantor. Algo hay de verdad en ello: desde La clase muerta (1975) y, sobre todo, desde Wielopole, Wielopole (1980), las obras del polaco giran de manera obsesiva en torno a los fantasmas familiares, revestidas todas ellas de una misma mortaja estética. Pero eso, que para algunos podría considerarse un reproche, constituye, a mi modo de ver, la ejemplaridad de Tadeusz Kantor. Es el riesgo que Kantor asume -en una época en que los riesgos teatrales son más bien escasos- al convertir su propia biografía en materia teatral.Jamás volveré aquí parece ser, en ese sentido, el último capítulo de la biografía, el testamento kantoriano con la que ésta culmina. De nuevo irrumpen los fantasmas en el escenario: los viejos de La clase muerta, con la conserje asesina; los familiares de Wielopole, Wielopole; la madre, la tía, la hermana, el cura y el rabino; el ahorcado y los militares de ¡Que revienten los artistas! (1985). De nuevo aparecen los terribles instrumentos del polaco, como la máquina de fotografiar-ametralladora, que al tiempo que fotografía da la muerte, roba la imagen (zdjecie, fotografía en polaco, viene de un verbo cuyo significado es precisamente éste: robar la imagen). Y de nuevo, todo ese mundo grisáceo, poblado de cruces y armas mortíferas, es sacudido por los compases del tango (Tiempos viejos, de Canaro), y los himnos hebraicos, o bien es acunado por un scherzo de Chopin. Más aún: en ese nuevo espectáculo la memoria kantoriana se remonta hasta La polla de agua, la obra de Witkiewicz, que el Teatro Cricot 2 estrenó en Cracovia en 1968, y que tres años más tarde presentaría en el Festival de Nancy.

Frente a los fantasmas se sitúa, desafiante, un Kantor que arrastra, cogido del brazo, un ataúd, su propio ataúd. Tras un juego pirandelliano, en el que el autor y sus criaturas se increpan mutuamente o guardan silencio mientras un altavoz difunde la noticia de la muerte, el 24 de junio de 1944, de Marian Kantor -el padre de Tadeusz- de "un ataque al corazón" en el campo de Auschwitz, según la eufemística versión del sturmführer Rudolf, ocho personajes, vestidos con chaqués y chisteras negras (la burocracia del partido o del Estado polaco ha sustituido a los militares), cierran la boca a los fantasmas y los cubren totalmente con telas negras, mientras se escucha la marcha Rakoczi de La condenación de Fausto, de Berlioz. Entonces, ante ese túmulo, ante ese gigantesco fardo, Kantor lee el epílogo de la obra. Un epílogo-testamento sacado de El retorno de Ulises (Powrót Odysa), de Stanislav Wyspianski, que Kantor había montado en Cracovia en 1942, en plena guerra.

En ese testamento Kantor dice: "Nada tengo detrás de mí, nada delante de mí. Nadie vuelve vivo al país de su juventud. Mi patria está en mi corazón, y hoy la llevo en el deseo. Hoy, en mi nostalgia, una sombra sucede a otra sombra, se oyen ruidos, el barco está repleto de hombres, acaba de zarpar. Gritan, no puedo reconocerlos. ¿Quiénes son? Gritan, se quejan, se ríen, las olas me impiden oírlos. Es el barco de los muertos. Allí, a lo lejos está Itaca, mi patria; allí acaba mi vida".

Jamás volveré aquí ¿Carpetazo definitivo al mundo fantasmagórico de Tadeusz Kantor? ¿Alusión a la Itaca polaca en la que se cierran bocas y se empaquetan las libertades? Se podrá condenar la ambigüedad de Kantor -que guarda un absoluto mutismo sobre la intención de su trabajo-se la podrá acusar de ser un cómplice cultural, y exportable, del régimen de JaruzeIski -aunque no seré yo quien formule tal acusación-, pero está claro que este hombre es un artista extraordinario, capaz de sacudir, de emocionar a base de cricotazos -Kantor gusta de llamar a sus trabajos cricotages, aludiendo al nombre de su teatro, Cricot 2-, a un público tan sabio como el que, una vez más, le ovacionó, el pasado viernes, en la Akademie der Künste de Berlín.

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