Editorial:

El secuestro de la fe pública

EL AMAGO por parte del Ministerio de Hacienda de modificación del tradicional régimen retributivo de notarios y registradores de la propiedad -hasta ahora regulado por un sistema de aranceles- ha originado algo más que pánico en tan privilegiados cuerpos. Notarios y registradores obtienen unos altísimos ingresos por la venta, como si de servicios profesionales de particulares se tratara, del ejercicio de una función pública. Los criterios distintos que sobre la cuestión han mantenido los ministerios de Solchaga y de Ledesma -los registros y el notariado pertenecen a la jurisdicción del ministr...

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EL AMAGO por parte del Ministerio de Hacienda de modificación del tradicional régimen retributivo de notarios y registradores de la propiedad -hasta ahora regulado por un sistema de aranceles- ha originado algo más que pánico en tan privilegiados cuerpos. Notarios y registradores obtienen unos altísimos ingresos por la venta, como si de servicios profesionales de particulares se tratara, del ejercicio de una función pública. Los criterios distintos que sobre la cuestión han mantenido los ministerios de Solchaga y de Ledesma -los registros y el notariado pertenecen a la jurisdicción del ministro de Justicia- han servido para que de momento el Gobierno deje las cosas como estaban. Es decir, que se mantenga una práctica más propia de la sociedad estamental que de un país moderno.El interés de Hacienda era fundamentalmente recaudatorio: controlar mediante un sistema de tasas a ingresar directamente en el Tesoro los impuestos derivados de los negocios jurídicos y su inscripción registral. Sin embargo, al intentar sustituir el arancel, cuya cuantía va directamente a los bolsillos de notarios y registradores de la propiedad, por las tasas, Hacienda ponía el dedo en la esencia misma de un sistema que tan altos beneficios reporta a esos profesionales a costa de gravar los bolsillos de los ciudadanos con un mayor encarecimiento del tráfico juridico de documentos y bienes.

La ofensiva soterrada que los directos beneficiarios del sistema han desencadenado para paralizar la medida es por ello más que comprensible, aunque haya dejado al descubierto la concepción patrimonialista que en estos cuerpos de elite se sigue teniendo del Estado y de los servicios públicos que se prestan a la comunidad. Pero lo que no tiene justificación alguna es la actitud del Gobierno, tan débil frente a grupos poderosos que disponen todavía de considerables medios de presión sobre el poder político y sobre la cúspide administrativa del Estado como implacable frente a los ciudadanos más débiles y desamparados.

En todo caso, Hacienda no se va a ir de vacío al remover las aguas de estas bolsas gremiales que monopolizan para sí el servicio de lafe pública: los interesados, a fin de evitar males mayores para sus ingresos y su fortuna, están dispuestos a dar a su actividad una mayor transparencia fiscal, lo que redundará en un aumento sustancial de los ingresos del Tesoro público.

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A cambio, claro está, de que no sea tocado lo fundamental de un sistema que pugna con los criterios de eficacia y racionalidad que deben caracterizar una Administración pública moderna y aunque de rebote ello signifique un mayor coste del servicio para los ciudadanos. Efectivamente, el proyecto de ley de Tasas y Precios Públicos, que consagra la retribución arancelaria de notarios y registradores, establece que su aplicación se hará de acuerdo con el valor real del negocio jurídico. Ello evita el fraude fiscal, pero a costa de disparar su coste final para el ciudadano en cuanto destinatario del servicio y en cuanto contribuyente.

Sin duda no se puede equiparar sin más la función del notario y la del registrador de la propiedad. El primero otorga personalmente la fe pública, y al menos en teoría realiza directamente tareas de asesoramiento sobre la naturaleza del negocio jurídico, además de contribuir a la agilización del tráfico mercantil. La tarea del segundo se reduce prácticamente a ser el titular de un servicio público, el registro, que dispensa la fe pública en cuanto institución. Unido esto a que los primeros compiten entre sí y los segundos monopolizan una circunscripción territorial, se explica la tendencia europea a profesionalizar cada vez más a los notarios, aunque intervenidos obviamente por el Estado, y funcionarizar en todos ios aspectos a los registradores de la propiedad. Lo mismo que ya ocurre en España con los funcionarios del Registro Civil o los de la Propiedad Industrial.

Nadie pone en duda la alta calidad de la función de los registradores, pero no se puede decir que sea mayor que la de jueces, fiscales y abogados del Estado, que tienen a su cargo la protección de bienes de superior entidad que la propiedad, como los derechos, de la persona o la defensa de la legalidad. Por eso, justificar con tan falaz argumento el monopolio de un servicio público en provecho de unos constituye un intolerable agravio comparativo para los otros, y apenas oculta un juicio menospreciativo de su función. Y sobre todo su perpetuación es todo un anacronismo incrustrado en un Estado que se quiere cada vez más moderno pero que no es capaz de acabar con servidumbres que retrotraen al español de hoy a la época de los siervos de la gleba.

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