Crítica:ÓPERA

El peligro de dejarse las gafas

Este Otello tenía y sigue teniendo, una vez visto y oído, un interés objetivo, al margen de los siempre discutibles gustos personales. Oír a Atlantov, sin duda uno de los pocos grandes moros venecianos del momento, es, no hay que dudarlo, un privilegio. Escuchar a Ileanas Cotrubas debutando en el papel de Desdémona constituye un bocado selecto que todo aficionado de buen paladar debe saber valorar, ni que sea por el morbo de la cata. Y, finalmente, apreciar a Antoni Ros-Marbá por primera vez al frente de una partitura de tan consistente sofrito posee la incuestionable atracción de la gu...

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Este Otello tenía y sigue teniendo, una vez visto y oído, un interés objetivo, al margen de los siempre discutibles gustos personales. Oír a Atlantov, sin duda uno de los pocos grandes moros venecianos del momento, es, no hay que dudarlo, un privilegio. Escuchar a Ileanas Cotrubas debutando en el papel de Desdémona constituye un bocado selecto que todo aficionado de buen paladar debe saber valorar, ni que sea por el morbo de la cata. Y, finalmente, apreciar a Antoni Ros-Marbá por primera vez al frente de una partitura de tan consistente sofrito posee la incuestionable atracción de la gula.¿Dio la receta buenos resultados? Árdua cuestión: ligar las salsas hasta su total homogeneidad es un cometido dificil. Y Otello es una ópera que, como pocas, plantea el problema: no se trata sólo, aunque también, de un problema de medidas, sino de conseguir amalgamarlas una vez establecidas. Las tres figuras principales son endiabladas en este sentido: Desdémona es ciertamente un papel lírico, pero que pasa par momentos dramáticos como es el final del tercer acto; Otello evoluciona de lo heroico a lo lírico para desembocar en lo definitivamente dramático, con intensidad siempre mantenida; y Yago es un auténtico camaleón que asume la piel del personaje al que se arrima: Yago-Otelo, Yago-Casio, Yago-Roderigo Yago-Yago (en el Credo).

Otello

De Giuseppe Verdi sobre un libreto de Arrigo Boito, Intérpretes: Vladimir Atlantov, Ileana Cotrubas, Renato Bruson, Piero de Palma, Mabel Perelstein, Alfredo Heilbron, Alfonso Echeverría, Vicenç Esteve y Jesús Castillón. Dirección escénica: Sonja Frisell. Vestuario y decorados: Ferruccio Villagrossi. Coro de niños de la Escuela Pía Balmes, Coro y Orquesta Sinfónica del Gran Teatro del Liceo dirigidos por Antoni Ros-Marbá. Barcelona, 13 de abril.

Cambios de carácter

La orquesta debe introducirse casi reptando entre estos agotadores cambios de carácter, respetando las voces, ciertamente, pero también imponiendo su personal discurso: lo contrario sería falsear el espíritu de este Verdi adulto que ofrece su originalísima respuesta en un ambiente cada vez más cargado de wagnerismo. Ros-Marbá resultó especialmente convincente -y fue por ello largamente ovacionado- en los concertantes (soberbio el del tercer acto). Más cauto anduvo, en general, en los pasajes solistas, aunque también es verdad que el Salce y el Ave Maria lo dio magistralmente.Atlantov posee una voz grande, grandísima: es realmente un Otelo, y con ello queda todo dicho. La contrapartida viene dada por los problemas que conlleva dominar el timbre hasta concederle homogeneidad en los diferentes registros. Y este extremo lo alcanzó plenamente al final del cuarto acto, con un Niun mi tema de gran respiro. Ileana Cotrubas se resintió de los problemas del debú en el papel de Desdémona: posiblemente posee una voz excesivamente ancha para el papel, que es todo ingenuidad y ligereza, pero tuvo momentos buenos (nuevamente en el cuarto acto). Bien planteado por su parte el Yago de Renato Bruson, jugado más sobre las aviesas intenciones del personaje, hábilmente matizadas, que sobre la fuerza en la emisión de la voz.

Profesional como siempre estuvo el veterano Piero de Palma (Casio); especial mención merece también Mabel Perelstein por haber sabido dar a su Emilia el interés que el personaje, no por menor, me rece en la economía de la obra. El coro se descuadró en algún pasaje, pero, por contra, ofreció otros de muy buena factura, como el Fuoco di gioia del primer acto.

Capítulo último y destacado debe tener la dirección escénica de Sonja Frisell, convertida en injustificable chivo espiatorio de la noche. Los abucheos con que fue recibida su valiente salida a escena no pueden provenir más que de quienes dejaron sus gafas en casa y no leyeron atentamente el programa de mano. Si lo hubieran hecho, se habrían percatado de que los decorados, y el vestuario con él, no eran más que un eximio representante del surtido de saldos que la Bottega Veneziana coloca cuando le dejan hacerlo. De haber captado esta sutileza, quizá hubieran llegado a la conclusión de que el trabajo de Frisell, basado en las luces y en un hábil movimiento de las masas, que lució especialmente en el primer acto, es de categoría. Una pena, porque quizá nos cueste el definitivo alejamiento de la directora de nuestros escenarios.

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