Editorial:

La última batalla en Afganistán

EL ENCUENTRO en Tashkent entre el líder soviético, Gorbachov, y el presidente afgano, Najibulá, ha encarrilado finalmente el problema de una guerra civil que dura desde 1979, que ha supuesto una intervención soviética creciente y muy costosa, que ha creado un tremendo problema de refugiados y guerrillas en Pakistán y que, en general, ha alterado gravemente el panorama estratégico de una región que lleva lustros en crisis.Debe aplaudirse el realismo político de Gorbachov, que, pese a las dificultades que ello causaba a su liderazgo, ha sido capaz de imponer a sus pares la única solución posible...

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EL ENCUENTRO en Tashkent entre el líder soviético, Gorbachov, y el presidente afgano, Najibulá, ha encarrilado finalmente el problema de una guerra civil que dura desde 1979, que ha supuesto una intervención soviética creciente y muy costosa, que ha creado un tremendo problema de refugiados y guerrillas en Pakistán y que, en general, ha alterado gravemente el panorama estratégico de una región que lleva lustros en crisis.Debe aplaudirse el realismo político de Gorbachov, que, pese a las dificultades que ello causaba a su liderazgo, ha sido capaz de imponer a sus pares la única solución posible al problema afgano. Y, sacando éxito del fracaso, ha formulado de paso una política a largo, plazo para el Tercer Mundo, renunciando, en la práctica, al concepto marxista de exportación de la revolución.

Para Regar a ello, Gorbachov ha tenido que hacer juegos malabares. Ha tenido que convencer al aparato de poder moscovita de que la guerra contra los rebeldes afganos (los muyahidin), que dura desde 1979, no podía ganarse, y de que lo mejor era minimizar los daños y retirar a los 115.000 soldados soviéticos de aquel territorio. Ha tenido que convencerles también de que era preciso reconocer la posibilidad de que un país gobernado por comunistas puede dejar de serlo cuando se le retira el apoyo soviético. Como culminación de todo ello, en diciembre del año pasado pudo acudir a la cumbre de Washington y negociar en privado con Reagan las condiciones de la retirada. Se trataba, en sustancia, de permitir que pasara en Kabul un tiempo decoroso entre la marcha de los soviéticos y la previsible caída del régimen satélite de Najibulá; la única forma de conseguirlo era obtener de Washington la garantía de que EE UU interrumpiría el suministro de ayuda bélica a los rebeldes. El presidente norteamericano dio la garantía, y Gorbachov anunció que las tropas soviéticas empezarían a retirarse el 15 de mayo. El proceso no ha sido fácil. Baste recordar las dificultades en la interpretación del momento en que debía interrumpirse la ayuda norteamericana a los muyahidin, así como las incertidumbres en relación con la fecha en que terminaría la retirada (fijada ahora en nueve meses). No conviene perder de vista en este recuento histórico las alternativas producidas en las negociaciones de Ginebra entre Pakistán y Afganistán para la interrupción de la actividad guerrillera, el reintegro de los casi tres millones de refugiados afganos que se encuentran en territorio paquistaní y la determinación del Gobierno que se establecerá en Kabul después de la retirada soviética.

Parecía que la situación se encontraba en un callejón sin salida. Gorbachov podía anunciar hasta cansarse que el Ejército ruso se marchaba, independientemente de lo que sucediera con el resto de las medidas que debían adoptarse. Pero si Pakistán no acordaba la solución que debía darse al problema de los refugiados, si las guerrillas no estaban de acuerdo con la composición del nuevo Gobierno de Kabul, la ausencia de tropas soviéticas no impediría el baño de sangre.

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Incluso podía llegar a ocurrir, como ha sido sugerido, que la URSS cediera a la tentación de crear una zona de influencia soviética en el norte del país, lo que hubiera hecho fracasar cualquier proceso de paz. Era imperativo cortar el nudo gordiano con decisión. Gorbachov lo ha hecho en Tashkent firmando con Najibulá un comunicado en el que se declaran dos cosas importantes: que no quedan obstáculos a la firma de los acuerdos de Ginebra y que la política de reconciliación nacional permitirá la constitución de un Gobierno de coalición en el que participarán todas las fuerzas, incluidas las guerrillas. La URSS no intervendrá más que para garantizar el cumplimiento de los acuerdos. El jefe del Estado paquistaní ha dado su inmediata aquiescencia. Y EEUU ha aceptado prestar garantía de cumplimiento al acuerdo. El tema parece resuelto.

Vencidas las suspicacias y reticencias iniciales, la colaboración de las dos superpotencias contribuye así a aliviar la tensión en uno de los tres grandes focos de crisis del Oriente Próximo. La causa de la paz ha ganado una buena batalla.

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