Tribuna:LA DANZA EN ESPAÑA

El que no baila no se entera

A caballo entre la gimnasia rítmica y el teatro frívolo, la danza en Occidente no había logrado hasta ahora hacerse un lugar entre las bellas artes ni -al menos aquí- conquistar un rubro en los presupuestos culturales.Incluso manejando criterios tan amplios como los que hoy prevalecen en las sociedades desarrolladas -que permiten hablar sin rubor de arte culinario y destinar fondos a grabar y archivar el pitido de los extintos serenos como patrimonio sonoro-, nuestro mundo cultural sigue regateando a la danza, baile o ballet el status de actividad artística r...

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A caballo entre la gimnasia rítmica y el teatro frívolo, la danza en Occidente no había logrado hasta ahora hacerse un lugar entre las bellas artes ni -al menos aquí- conquistar un rubro en los presupuestos culturales.Incluso manejando criterios tan amplios como los que hoy prevalecen en las sociedades desarrolladas -que permiten hablar sin rubor de arte culinario y destinar fondos a grabar y archivar el pitido de los extintos serenos como patrimonio sonoro-, nuestro mundo cultural sigue regateando a la danza, baile o ballet el status de actividad artística respetable.

La danza es el único campo del arte del que una persona supuestamente culta puede ignorarlo todo. Creer que los Vestris es una casa de diseño milanesa, asegurar que "lo mejor de El lago de los cisnes es la parte de la muerte" o escribir que Folkine es un coreógrafo romántico no empaña en nada la reputación de quien, por lo demás, seguramente podría recitar el catálogo de Alfaguara en el original alemán o demostrar convincentemente que al menos ocho de los cuadros de Tita Cervera no son para tanto.

La culpa de esta situación, que no es ni nueva ni exclusiva en España -ya Cicerón sostenía que "hay que estar borracho o loco para bailar"- radica en que la danza, por una serie de razones complejas ligadas. a su propia naturaleza de actividad física y a la vez evanescente, nunca consiguió, especialmente en la Edad Moderna, interesar seriamente a los intelectuales. Salvo las excepciones archiconocidas de Théophile Grauthier, Havelock Ellis, Paul Valéry y otros contados excéntricos, la relación de los filósofos y escritores con el ballet -que hasta el siglo XX era la única florma de danza occidental que aspiraba al reconocimiento artístico- casi nunca pasó de la reacción visceral de euforia o rechazo ante espectáculos que, sin duda, podían producir placer, pero cuya intrascendencia les parecía evidente. La levedad del contenido dramático del ballet tradicional (especialmente después de la revolución romántica, en que dioses y héroes fueron sustituidos por willis y cisnes) no contribuyó a poner en evidencia la señedad de la creación coreográfica, que, además, se alejó radicalmente, a partir de mediados del siglo XIX, de las preocupaciones y de la estética dominante, aislándose cada vez más del proceso democratizador de la sociedad europea que llevó al apogeo de la novela social y de la pintura impresionista y refugiándose, como para subrayar esa desconexión, en la corte absolutista de los Romanov.

Pero el problema no era, ni siquiera entonces, que los temas o las historías que contaba el ballet tuvieran o no interés para la gente culta y enterada, sino algo aún más trascendental: que se le negaba a la danza capacidad para generar sus propias fuentes de interés, para crear -como la música, por ejemplo- su propia realidad metafórica. La danza -siguiendo a Aristóteles, a Noverre y a la mayoría de quienes se ocuparon de ella- debía, para aspirar a la patente artística, ilustrar historias o sentimientos preestablecidos, imitar la vida. El resto -la danza por la danza- era orgía, superficialidad, técnica circense, fuego de artificio, disolución de costumbres, reminiscencias primitivas o diversión popular. Algo, en suma, indigno de que ninguna persona medianamente culta se ocupara de ella.

Alergia de los intelectuales

A mi modo de ver, hay dos razones profundas que sostenían esa especie de alergia de los intelectuales por la danza, rota sólo en los períodos en que ésta llegaba al pairo de firmas artísticas de prestigio (Stravinski, Picasso, Falla o Bask), como ocurrió con los ballets rusos de Diaghilev o cuando, como en la Alemania de Weimar, conseguía insertarse -momentáneamente- dentro de una corriente artística más amplia, como el expresionismo.

De una parte estaba -y sigue en buena medida estando- el problema de la dificultad de comprensión del fenómeno coreográfico en sí mismo. La danza no ha encontrado aún un sistema de escritura lógico que permita su comprensión y su análisis en términos racionales. En consecuencia, es incomprensible, salvo en el plano más superficial.

Dada la temporalidad esencial de la danza, su fugacidad y la imposibilidad de sentarse a analizar el fenómeno no es de extrañar que, incluso las personas sensibles y receptivas, tiraran la toalla o se quedaran enganchadas en los aspectos más superficiales de las puntas o del tutú. La tradicional pobreza de la crítica de la danza, la hasta hace poco escasísima literatura sobre danza, la ausencia de una filosofía de la danza, de un cuerpo de teoría contribuían al mantenimiento de ese status intermedio entre la gimnasia y el cabaré.

El otro gran problema que ha provocado el rechazo de la comunidad pensante y escribiente es la dificultad del hombre occidental para aceptar que ninguna creación artística de orden superior pueda estar asociada al cuerpo y que éste pueda ser no sólo el impulsor, sino el medio y el referente único. De ahí el afán inevitable y obsesivo, de los bailariens y coreógrafos de todos los tiempos por demostrar que "la danza expresa a través del cuerpo los movimientos del alma", sin lo cual ninguno de ellos accedería al olimpo artístico. Esto, que es una obviedad, nos ha infligido varios siglos de pantomimas, en que los héroes demostraban su altura de núras levantando muchísimo los brazos, y varias décadas de danza moderna en que la intensidad de los sentimientos de alma se probaba con retorcimientos más propios de un cólico nefrítico que de cualquier emoción anímica. Para un observador imparcial, el tema quedaba claro: el ballet era cosa de fanáticos u oligofrénicos, sin ninguna relación con las personas sensatas que leen libros, van al teatro y disfrutan de la música.

El vuelco -que ha convertido a la danza, a la vez, en el valor más seguro y la punta de lanza de la renovación de la escena en los últimos años- debe tanto a la evolución de nuestro ambiente cultural (la degradación de la palabra como medio de expresión, la necesidad de asumir los aspectos irracionales del hombre que la danza abarca más en profundidad que ninguna otra forma artística, etcétera) como a la evolución de la danza misma, que ha dejado de lado los complejos imitativos y ha sabido asumir su propia existencia como manifestación autónoma.

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