Tribuna:

Silencio por minutos

Con fastidiosa reincidencia vuelve cada cierto número de meses a hablarse del papel político o antipolítico de los intelectuales. Y se discute su compromiso o su complicidad, su integración en el sistema 3, su resistencia a las seducciones del poder, su sacrosanta libertad de permanecer puros escribiendo en los diarios más repelentes o de resultar repelente a fuerza de escribir en diarios puros. Tranquilícense, no voy a volver sobre este asunto. Voy a hablar de un aspecto tangencial de este problema. No voy a referirme al papel del intelectual como elemento de presión sobre el grupo, sino a la...

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Con fastidiosa reincidencia vuelve cada cierto número de meses a hablarse del papel político o antipolítico de los intelectuales. Y se discute su compromiso o su complicidad, su integración en el sistema 3, su resistencia a las seducciones del poder, su sacrosanta libertad de permanecer puros escribiendo en los diarios más repelentes o de resultar repelente a fuerza de escribir en diarios puros. Tranquilícense, no voy a volver sobre este asunto. Voy a hablar de un aspecto tangencial de este problema. No voy a referirme al papel del intelectual como elemento de presión sobre el grupo, sino a la elemental presión que el grupo ejerce sobre el intelectual. Lo llamaremos miedo para no andar con rodeos: miedo a perder la clientela. o miedo a perder el pellejo, pero miedo al fin y al cabo. El miedo a los otros, que son más y que pueden darnos tanto, mimarnos tanto o quitamos tanto. Lo ilustraré con un caso "de la vida real", como suele decirse: la breve historia de una pequeña cobardía. Como el sujetó de tal oprobio soy yo, creo tener derecho a sincerarme sin escrúpulos.Aunque desdichadamente sé que no soy valiente, no me tengo por más cobarde que la media; incluso diría que los años y sus circunstancias me han llevado a pensar que soy menos cobarde que bastantes de los de mi casta. Desde: luego, no temo chocar a los bienpensantes: puede que alguien haya llegado alguna vez a respetarme, pero ni mis peores enemigos pueden decir que yo he intentado hacerme respetable. Tiendo a suponer que la primera obligación de quien ha conseguido hacerse con lectores es la de escribir de cuando en cuando contra ellos. El día que mis artículos o mis libros no despierten ya virtuosas repulsas comprenderé que ha llegado el momento de cambiar de oficio. Pero tampoco tengo la manía de la provocación, ni del desplante, ni de la iconoclastia: me encanta la cordura, creo útil el acuerdo, y respecto al malditismo literario sólo puedo decir que la mayoría de los malditos que, he conocido en mi vida eran unos malditos imbéciles. Perdón por tanto descaro egoísta, pero en esta ocasión me parece un preámbulo necesario.

Érase que se era un debate público sobre ola negociación con ETA, celebrado hace muy poco en una sala de conferencia de San Sebastián. Lo organizaba una publicación religioso-política del País Vasco, y los participantes invitados a la mesa éramos Javier Sádaba y este servidor de ustedes. El encuentro formaba parte de otros varios sobre el mismo tema, y en la convocatoria se mezclaban -como no es infrecuente- títulos políticos y referencias a la fe evangélica. Aunque mi opinión sobre el papel de los curas en la génesis y mantenimiento de la violencia en Euskal Herría coincide con lo expuesto por Monty Python en La vida de Brian, y pese a desconfiar bastante respecto a las posibilidades de persuadir o ser persuadido en este tipo de actos, acepté la invitación por varios motivos: el interés cívico del tema, mi antigua relación amistosa con mi compañero de mesa y la convicción, más triste que enorgullecedora, de que lo que yo podía decir allí no lo iba a decir en mí ausencia nadie y no precisamente por la originalidad de mis planteamientos. Para completar el cuadro, añado que el público fue muy numeroso y, pese a la vehemencia del coloquio, fundamentalmente correcto: la tradición liberal de los donostiarras salió inmaculada de la ocasión.

Se nos pedía un acercamiento filosófico al tema de la negociación. Como ni la índole del público ni del acto mismo parecían aconsejar una pretenciosa incursión por los océanos de la filosofía política, creí que la única aportación filosófica pertinente era clarificar en lo posible las posturas en litigio. A mi juicio, podemos hablar de dos guiones para la misma película. Según el primero de ellos, el pueblo vasco está oprimido por un invasor foráneo apoyado por algunas aisladas complicidades internas; la lucha armada de ETA es una empresa necesaria y hasta gloriosa, pese a faltos eventuales; la negociación debe partir del reconocimiento por el adversario de la legitimidad de esta lucha y la aceptación básica de sus objetivos prioritarios. Segundo guión: durante la dictadura franquista los ciudadanos vascos fueron mutilados de algunas legítimas aspiraciones políticas y culturales que han recuperado con la democracia; la autonomía puede cumplirse de modo más pleno, incluso puede convertirse en alguna forma de autogobierno más completa, pero es evidente que los vascos no padecen por serlo ningún tipo de opresión ni discriminación en el Estado español; ETA surgió como un movimiento de resistencia contra la represión dictatorial, y con el paso del tiempo su ideología y métodos se han hecho tan totalitarios como los de su primer adversario; la negociación no puede versar sino sobre cómo dar salida generosa y prudente a los terroristas que quieran sinceramente incorporarse al juego político mayoritariamente establecido en el país, pero en modo alguno debe referirse a la discusión de este marco político. Plantear la negociación lo único que reconoce a ETA es su capacidad de hacer daño-incluso a sus propios miembros-, pero no representación política ninguna; en cuanto a Herri Batasuna, que sí es representativa (aunque ni un punto más ni menos que el número de sus votantes), sería absurdo que esperase una prima de consolación política por haber surtido de acólitos a la organización criminal y totalitaria que se aspira a disolver. Ya veremos cómo se las arreglan cuando le falten sus rayos de centellas... Ni que decir tiene que asumí como el mío personal este segundo planteamiento.

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La intervención de Javier Sádaba fue mucho más ambiciosa que la mía: se remontó a grandes temas, como el poder, la resistencia del pueblo ante el poder, las miserias de las democracias formales, etcétera. En

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general siguió una vía esencialmente negativa y aporética, del género "ni sí, ni no, ni quizá, sino todo lo contrario". Es un método prestigioso, que en Oriente presta su opaco fulgor al Prajnaparamita y las reflexiones de Nagarjuna; en Occidente, más frívolamente, lo hallamos representado en las jocosas peroratas de Cantinflas. La parte más precisa de su intervención me pareció que reclamaba una negociación previa a la negociación misma, lo cual me recordó aquellas asambleas de mis años estudiantiles, cuando antes de cada votación nunca faltaba el purista que -sin miedo al regressus ad infinitum-proponía una votación previa acerca de si había que votar o no. Desde luego, su intervención recibió un respaldo infinitamente mayor que la mía, quizá porque en la sala daba la impresión de haber una proporción de simpatizantes de HB ligeramente superior a la de otras formaciones políticas. Entiéndaseme bien, no es que Sádaba dijera nada concreto a favor de HB ni mucho menos de ETA (sólo dijo que el Gobierno atacaba, mientras que la postura de ETA era defensiva, lo cual pudo prestarse a un reproche parecido al que Gibbon hacía a Tito Livio cuando éste daba a entender que Roma había conquistado el mundo en defensa propia), pero el tono de alguna de sus referencias históricas se prestó a suscitar cierta confusión partidista. Es como si en el marco de una discusión sobre terrorismo el conferenciante hablase de Robin Hood, que ayudaba, a los pobres y combatía a los ricachos: ¿no es posible que alguien, cegado por supartipris, sacara la conclusión de que los terroristas son como Robin Hood o que Robin Hood es el santo patrono de los terroristas?

En cuanto quedaron ambas posturas planteadas, el tema de la negociación fue definitivamente olvidado y entramos en pleno esperpento. Para comenzar, y como primera prueba de que no hay más geografía que la geografía política, quedé convertido en "el que venía de Madrid", mientras que Sádaba se convirtió "en el de casa": intercambiamos cátedras, vamos. Por lo demás, como todo el mundo parecía ser conservadoramente revolucionario, me tocó oficiar revolucionariamente de conservador. Yo había señalado que la noción de autodeterminación, que sustituyó inmediatamente a la de negociación, no era tan nítida e inequívoca como parecía suponerse por la alegría de su manejo. Un señor me informó que la noción era clarísima: se observa incluso entre los animales, que van a donde quieren, y también aparece en el evangelio. Varias señoras sonreían satisfechas al saberse apoyadas por la historia natural y la historia sagrada; suponían al caer el refrendo de la otra historia, la de la humanidad. El mismo señor, que era una mina de noticias, me reconvino por suponer alguna veleidad marxista-leninista a ETA: su único objetivo es la liberación nacional, y en cuanto a lo socioeconómico, "poco más o menos lo de Felipe González, es decir, democracia cristiana". Ya más tranquilo por esta precisión, afronté a un interlocutor que trazó como cosa sabida una historia de los vascos y su relación con otros pueblos peninsulares al lado de la cual la "historia de España contada con sencillez" de José María Pemán era un modelo de objetividad. El hombre insistía mucho en que los vascos "nos perdemos en la noche de los tiempos" y parecía muy orgulloso de semejante pérdida: recé a Aitor porque le encontraran antes de que fuera demasiado tarde. Se oyeron comparaciones del País Vasco con Argelia, con Noruega y cosas así. Alguien proclamó que ningún Estado es legítimo porque nunca se ha convocado al pueblo para preguntarle qué tipo de Estado quiere: esta línea neocontractualista parecía prometedora, pero fue abandonada para escuchar a otro afirmar que las democracias occidentales "son para echar a correr". No precisé hacia dónde hay que echar a correr, indicación que, dado como está el mundo, no resultaría superflua... Yo me desesperaba un poco ante el sesgo del coloquio, pero a Sábada se le notaba complacido: quizá él reconocía causas perdidas donde yo no atinaba a ver sino casos perdidos.

Cuando se mencionó el Gobierno autónomo, el Parlamento vasco, el estatuto de autonomía, la diferencia de tratamiento de la identidad nacional en Francia y España, etcétera, estas alusiones fueron descartadas con risas o bufidos. Lo único que cuenta, quedó claro, es el pueblo y el poder. He llegado a la conclusión de que lo que tienen en común los embaucadores y los embaucados en política es su afición a hablar del pueblo. Y es que el pueblo es siempre homogéneo (quien no piensa como el pueblo no es pueblo), nunca se engaña a sí mismo sobre lo que necesita (aunque puede ser engañado), tiene todos los derechos sin necesidad siquiera de formularlos inteligiblemente, etcétera. Dando por hecho que el pueblo está de nuestro lado, ya somos mayoría, y además no hay que contar, lo que resulta aún más cómodo. En cuanto al poder, es una cosa a la que hay que resistirse y que está en Madrid. Se insistía mucho en que hubiera sido muy deseable hacer un coloquio como éste que manteníamos en Madrid, "pero eso no era posible". Nadie sabía por qué no era posible (de hecho es muchísimo más fácil hacer un coloquio sobre la autoderminación de Euskadi en Madrid que en Euskadi, y más tranquilo sobre todo), pero se dejaba flotar por la sala un escalofrío represivo. Por lo visto, ETA y la autodeterminación vasca son problemas que tienen en Madrid, pero que los vascos ya hemos resuelto a plena satisfacción de todo el "pueblo". En cuanto al poder, es una cosa que tiene que ver con la Guardia Civil y con Barrionuevo, no con tiros en la nuca, bombas mataniños y constante presión social sobre los disidentes del pueblo... No sé en qué consistirá resistir al poder en la universidad Autónoma de Madrid, pero en la facultad donostiarra de Zorroaga consiste sin lugar a dudas en no doblegarse ante los que el otro día aplaudían a Sádaba.

Y llego a mi momento de cobardía; perdonen si les he hecho esperar demasiado. Cronológicamente debería haber comenzado por él, porque ocurrió al principio del acto que reseño. El religioso que moderaba la sesión se puso en pie y pidió un minuto de silencio por un recluso etarra que se había suicidado esa noche en la cárcel. Durante un par de días se habló de "asesinato" y no "suicidio", pero eran sólo "ganas de enredar", como dice en tales casos Iñaki Esnaola. En fin, había que guardar silencio. Nunca está mal un minuto de silencio, sobre todo en mi caso: y toda muerte merece respeto. Pero mientras callábamos -¡cualquiera se niega sin pasar por provocador a tan forzado homenaje!-, yo pensé empezar y acabar mi intervención diciendo que me disponía a continuar al menos otros tres cuartos de hora de silencio por los últimos muertos de la violencia etarra, incluyendo las víctimas de Hipercor, Zaragoza y los propios guardias civiles asesinados por Lopetegui. Ya ven, no me atreví a decirlo. Por un tonto afán de intervenir en un diálogo de sordos no dije lo único que debía aquella tarde haber sido dicho. Aún tengo mal sabor de boca por haber añadido un minuto de mi silencio a tanto silencio cobarde como retumba en Euskal Herría.

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