Editorial:

En busca del tiempo perdido

CON EL triunfo de la teoría general de la relatividad en la segunda década del siglo, Einstein creyó que se impondría también su soñada visión de un universo perfecto y armónico, absolutamente regulado por la necesidad y donde, por usar las propias palabras del genial físico, el buen Dios "no juega a los dados". Pero cuando nos aproximamos al fin del siglo, la imagen del cosmos que hoy predomina -y que, paradójicamente, es en gran parte consecuencia de la teoría de la relatividad- parece mucho más inquietante.Uno de los principales y más revolucionarios artífices de esa imagen es el joven físi...

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CON EL triunfo de la teoría general de la relatividad en la segunda década del siglo, Einstein creyó que se impondría también su soñada visión de un universo perfecto y armónico, absolutamente regulado por la necesidad y donde, por usar las propias palabras del genial físico, el buen Dios "no juega a los dados". Pero cuando nos aproximamos al fin del siglo, la imagen del cosmos que hoy predomina -y que, paradójicamente, es en gran parte consecuencia de la teoría de la relatividad- parece mucho más inquietante.Uno de los principales y más revolucionarios artífices de esa imagen es el joven físico Stephen Hawking, al que ya en 1978 presentaba la revista norteamericana Time -con un juicio que obtendría el beneplácito de la comunidad científica- como una figura equiparable a la de Einstein. El nombre de Hawking, que hoy habla en la sede madrileña del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, era mencionado por la revista en relación con los agujeros negros, esas misteriosas y absorbentes condensaciones de materia que, al decir de los cosmólogos, pueden producirse en nuestro universo en expansión como consecuencia de la muerte gravitatoria de una estrella. Hawking ha meditado profundamente sobre "el horizonte eventual", o límite circundante, que haría del agujero negro un infernal castillo de irás y no volverás para cualquier hipotético explorador que osara visitar sus aposentos; y también sobre la posibilidad de que el cosmos esté poblado de millones de agujeros negros de mínimo tamaño cuyo origen no sea precisamente la muerte de una estrella. En 1943, cuando Hawking contaba sólo un año de edad, Sartre, pensador absolutamente desinteresado por la ciencia, escribió que la nada roe el corazón del ser como un gusano. La náusea que le produciría a Einstein la lectura de esta estrafalaria frase correría pareja con su asombro al verla hoy convertida en extraña consecuencia de su teoría.

Pero el aspecto más interesante de la teoría de los agujeros negros y el que más atrae la atención de Hawking es la luz que pueda arrojar sobre las singulares condiciones del origen del cosmos. La reconstrucción teórica de los primeros instantes del universo, cuando la matería poseía mínimo volumen y máxima densidad, pudiera dar la clave de la construcción de una gran teoría de campo que redujese a una sola la pluralidad de fuerzas cósmicas.

Kubrick personificó en el Doctor Strangelove la tragicomedia de la voluntad tecnológica de poder convertida en parálisis física. Stephen Hawking, condenado a una cruel inmovilidad por la enfermedad de Gehring, y sin embargo investigador infatigable, representa exactamente lo contrario. Su voluntad de saber no se deja vencer por la enfermedad. Y lo que cautiva su interés no es la mezquina guerra tecnológica de las galaxias, sino la búsqueda de remotos instantes perdidos que se sitúan infinitamente más allá de nuestro actual poder tecnológico, en los desconocidos confines espaciotemporales del universo.

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