Tribuna:FERIA DE SAN ISIDRO

El corralón de Las Ventas

Conforme se aproxima la feria de San Isidro, la plaza de Las Ventas adquiere un aroma profundo, meloso e intoxicante. Quienes hace tiempo se estrenaron como aprendices del volante en el circuito que da la vuelta al coso conocen sin duda el motivo.Cada poco, los ingenieros de las autoescuelas aliviaban determinadas urgencias al amparo de los soportales más escondidos.

El sol, luego, y los preámbulos estivales reverdecen lo que en realidad es obra de lustros. Esta circunstancia contribuye de modo no desdeñable a dar a la plaza y a la fiesta un tono característico, un tono vagamente carnal...

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Conforme se aproxima la feria de San Isidro, la plaza de Las Ventas adquiere un aroma profundo, meloso e intoxicante. Quienes hace tiempo se estrenaron como aprendices del volante en el circuito que da la vuelta al coso conocen sin duda el motivo.Cada poco, los ingenieros de las autoescuelas aliviaban determinadas urgencias al amparo de los soportales más escondidos.

El sol, luego, y los preámbulos estivales reverdecen lo que en realidad es obra de lustros. Esta circunstancia contribuye de modo no desdeñable a dar a la plaza y a la fiesta un tono característico, un tono vagamente carnal.

El toro enchiquerado y con los cuartos traseros cuarteados por la mierda, los caballos de la Policía Nacional estáticos e incontinentes, la porticada oscura y el humo del habano avivan la atmósfera y la tornan súbitamente elocuente para los sentidos.

Sin embargo, al tiempo, domina el ambiente una cierta solemnidad, una como contención de los sentidos exacerbados.

Imaginémonos un 30 de mayo o un 1 de junio, a ras casi del equinoccio de la primavera, en el espacio comprendido entre los pilares de la entrada y los jardincillos inmediatos.

Masa concertada

Podemos suponer que el cielo está despejado y que un sol toda vía intenso, aunque lastrado por el rojo de la tarde, alumbra la plaza y la ciudad, el falso mudéjar y los edificios de un Madrid que empieza a ser suburbial.

Cerramos los ojos un instante y los abrimos de nuevo. ¿Qué ocurre? Por supuesto, hay entre nosotros una masa humana. Mas no se trata de la masa anárquica y vocinglera que acude a los estadios de fútbol, sino que vemos, más bien, una masa concertada, una masa disciplinada por un apetito concreto. Ese apetito es, claro está, la muerte del toro.

Para mí, la seriedad que preside la fiesta constituye un arcano. Me ha parecido siempre un milagro que la efusión de sangre se administrara con sistema y una casi deferente precisión. Que el desorden de la carne se convierta en rito representa una operación extraña, algo equívoco y quizá perverso.

Después quedan, por supuesto, el paseíllo y los naturales, y los pases de pecho, y los otros episodios de la danza dentro del ruedo. Pero éstas son cosas para los aficionados.

Para quienes no somos nada más que transeúntes, lo que hay son seis muertes diarias ejecutadas casi a golpe de reloj.

Mientras tanto, hasta mediados de junio, se yergue en el centro, abierto como una rosa de pueblo, el corralón de Las Ventas.

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