Tribuna:TIEMPO DE CONMEMORACIONES

Tres contra el olvido

Si de algo nos dejó ahítos 1986 -y ahora que ha pasado bastante tiempo puede decirse sin pasión alguna- fue de conmemoraciones.Qué manera de poner la conciencia a remojo viendo pelar la del vecino, qué afán por perdonar pero no olvidar o por olvidar y no perdonar, que ya no sabe uno muy bien de cuál de las dos cosas se trataba. Qué memoria de elefante para no perder ripio y no dejar fuera a nadie, para que, por mor de un ejemplar sentido de la ecuanimidad pública, nadie tampoco nos señalara con el dedo como sectarios resentidos o prepotentes.

Así es que centenarios y cincuentenarios, fe...

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Si de algo nos dejó ahítos 1986 -y ahora que ha pasado bastante tiempo puede decirse sin pasión alguna- fue de conmemoraciones.Qué manera de poner la conciencia a remojo viendo pelar la del vecino, qué afán por perdonar pero no olvidar o por olvidar y no perdonar, que ya no sabe uno muy bien de cuál de las dos cosas se trataba. Qué memoria de elefante para no perder ripio y no dejar fuera a nadie, para que, por mor de un ejemplar sentido de la ecuanimidad pública, nadie tampoco nos señalara con el dedo como sectarios resentidos o prepotentes.

Así es que centenarios y cincuentenarios, fechas y horas de nacimientos y óbitos no han dejado de acompañarnos a lo largo de 12 meses en los que, a pesar de que el sentido crítico ha brillado por su ausencia, no hemos dado abasto a digerir tanta efemérides de ración. Por eso -y porque aún dura la resaca- esta sensación de ahogo estomacal continuo, como de digestión mal hecha y nunca concluida, mezcla fatal de ardor y de aerofagia.

A pesar de todo -y en la seguridad de no levantar liebre alguna- un mínimo sentido del decoro histórico debe obligarnos a echar un cuarto a espadas por algunos de los que sufren ese castigo suplementario al de la vocación creadora que es el olvido. Maltratados por una historia que no merecen -o que no les merece- se han quedado en la cuneta de la fama después, incluso, de allanar el camino a colegas de no mayores méritos. Nadie los re cuerda y, para colme de males, carecen de familia o de herederos legales dispuestos a librar la dura batalla del reconocimiento tardío pero rentable.

Unos no dieron en realidad motivo para tal brega, fueron hombres de su casa, de tertulia todo lo más, comedidos siempre en gestos y opiniones, a lo suyo antes que a otra cosa, siendo lo suyo tan privado que no dejó de ser suyo jamás. Otros vieron pasar esa imagen burlona de la gloria de un día muy cerca, demasiado. cerca quizá, hasta llegaron a tocarla, pero, caprichosa y esquiva, se les deshizo entre los dedos. Todos fueron condenados a no hacer ruido después de muertos.

El caso es que han pasado ya varios meses de este 1987, que aún hará de octava de más de un santo, y nadie ha recordado a alguno de los que en esta fecha cumplen obligación de respeto póstumo.

Por eso, y sabedor de que, como el borgiano poeta menor de la antología, se han convertido, en una palabra, en un índice aunque también los dioses han sido con ellos más piadosos -que con aquellos a quienes marcaron con su inexorable luz, voy a rememorar -que si no no lo va a hacer nadie- a tres compatriotas ilustres, dos escritores -Felipe Luis Olmedo (1864-1937) y Nicanor Fuentes (1887-1986)- y un músico, compositor y pianista a la vez: Gurmensindo Olalla (1887-1920).

Un hombre del 98

Felipe Luis Olmedo fue por edad un hombre de la generación del 98, pero no pudo serlo por talante. Timorato, de una timidez enervante que trataba de superar por el molestísimo y muy aparatoso remedio de hablar en todo momento a gritos -hasta que se le mandaba callar, a veces por la tremenda, en la tertulia o en el comedor de su casa-, su doble condición de mercero y escritor no acabó de cuajar del todo. Y no porque le faltara tiempo para el verso -fruto predilecto de su dedicación literaria- sino más bien por su incapacidad para asumir como es debido una circunstancia -y cosas peores se han visto- que él juzgaba irremediable desgracia.

Seis hijos colaboraban diariamente a ello, pero eso no puede hacemos olvidar que, con algo más de voluntad, con mayor presencia de ánimo, Olmedo -bautizado Felipe Luis en honor al de Orleans- pudo haber llegado a ser el lírico más químicamente puro de su generación.

Nadie tan bucólico como él en sus nuevas serranas -sin atisbo alguno de uín.modernismo que le crispaba, pero sin flecos tampo co del viejo estilo romanticoide que tanto aborrecía-, ni tan de álbum para pasar la tarde como en sus Hojas caídas, ese libro póstumamente editado gracias a los desvelos de una viuda -Socorro Zugazaga- que resultó más leal a la minerva del esposo después de mue rto éste que cuando, agotado -por la faena diaria entre corsés y cintas de raso, lejos de permitirle el necesario descanso antes del trabajo poético, le obligaba a dar la cena a los niños y conversación a su suegro paralítico.

Así, como es natural, nuestro hombre acababa agotado un día y otro y sólo dio de sí lo que le está permitido a los poetas de domingo. Olmedo murió en Madrid -la ciudad que le vio nacer- en los primeros días de 1937, en la misma casa.donde siempre vivió, en la calle de San Millán, oscura y del temperatura extrema.

Se consumió, decían sus amigos, por el prudente deber de nolevantar la voz que la guerra civil le había impuesto. Cualquier subida de tono podía ser mal entendida. Desde que se iniciara la contienda el poeta entró en el camino sin retomo de un silencio que le abismaba cada vez mas en esa poquedad a la que temió siempre y que, al no tener salida alguna, acabó por ahogarle.

Nicanor Fuentes, alcarreño, cuatro años mayor que Pedro Salinas, espera hasta 1925 para publicar su único libro -cotizadísimo hoy entre la bibliofilia-, los 24 poemas de Alma del reloj, cada uno de ellos, como es fácil suponer, una meditación -sosegada unas veces, un algo canalla otras- sobre cada hora del día, de la luz a la sombra, de la madrugada a ella misma otra vez. Fuentes había intentado en diversas ocasiones irse a vivir a la Residencia de Estudiantes, la primera nada más fundarse ésta, pero no acabó de decidirse seguramente por su condición de militar, hecho que comenzó ocultando pero que acabó por no molestar en absoluto, dado su excelente natural, a sus amistades literarias.

No publicó sino ese libro, pero sus herederos -murió en su casa de campo, la misma que le viera nacer, el pasado verano entre la general ignorancia- guardan lo que no sin razón consideran una verdadera joya: su copiosísima correspondencia con lo más granado de la literatura española de nuestro siglo.

Su hijo Ildefonso, un anciano de maneras exquisitas y carente del más mínimo deseo de nototiedad, me aseguraba un día que en esas cartas hay material para poner del revés todo lo dicho sobre la caracterología de la generación artística de 1927. "Ni siquiera Juan Guerrero Ruiz tenla tantos papeles", dice Ildefonso Fuentes hijo como poniendo altísimo el punto de comparación de la dedicación de su padre a una amistad tan plural como íntima.

Y, finalmente, Gumersindo Olalla, el Liszt español, como le llamó la Prensa de media Europa durante,su gira triunfal de 1909, el mismo año en que muere Isaac: Albéniz, su segunda devoción tras el gran Viana da Mota, ese portugués de quien había hecho el norte de su carrera pianística desde que le escuchó en Berlín recién llegado como becario del Scharwenka, y a quien seguía cada vez que se lo permitía el escaso tiempo que le dejaba libre el odioso encargo de una colección de paráfrasis de fragmentos operísticos con que. el conde de Saint-Stéphane le permitía ganarse la vida.

Existencia trágica

Su existencia fue la más trágica de las aquí traídas hoy a colación en esta conmemoración urgente. Abrasadas las manos en el incendio de su palacete, Olalla vagará por las calles de Biarritz tarareando la Rapsodia húngara nº 6 y moviendo los muñones como un pelele.

Un día cruzará la frontera y se instalará como mendigo en la puerta de la catedral de Pamplona hasta que una helada traicionera, una noche de enero de 1920, le congele ese corazón que había ardido en las salas de conciertos de todo el mundo, de Buenos Aires a San Petersburgo, de Nueva York a El Cairo. Tenía 33 años justos y cabales.

Luis Suñén es escritor y crítico literario.

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