Tribuna:

El cazador de vocablos

"La brillante medusa", decía el barón Von Uexküll en una de sus Cartas biológicas a una dama, "no siente del mundo más que el golpe de sus propios remos, con el que introduce y expulsa la corriente nutritiva del agua marina. Merced a este golpe de remos, que es como el latido de su corazón, la medusa nada y respira, flotando y descansando en sí misma". La mosca que acaba de entrar por mi ventana verá, con sus múltiples pupilas, una habitación muy distinta de la que yo estoy viendo. Diríamos que vemos sólo lo que miramos y los objetos son lo menos objetivos que cabe porque adoptan formas...

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"La brillante medusa", decía el barón Von Uexküll en una de sus Cartas biológicas a una dama, "no siente del mundo más que el golpe de sus propios remos, con el que introduce y expulsa la corriente nutritiva del agua marina. Merced a este golpe de remos, que es como el latido de su corazón, la medusa nada y respira, flotando y descansando en sí misma". La mosca que acaba de entrar por mi ventana verá, con sus múltiples pupilas, una habitación muy distinta de la que yo estoy viendo. Diríamos que vemos sólo lo que miramos y los objetos son lo menos objetivos que cabe porque adoptan formas y significaciones variables según el sujeto que los mira. "Así como", prosigue el gran biólogo alemán, "son distintos los ojos de cada animal, así son distintos, en cada mundo, el sol y el cielo". Igualmente, en la especie humana, cada persona tiene un mundo circundante diferente del de su vecino, por próximas y semejantes que sean sus vidas, prestando atención sólo a determinados puntos del horizonte que le interesan y no a otros.Meditaba sobre eso en sierra Morena, marca fronteriza y paso entre la despoblada altiplanicie meridional y las tierras ubérrimas de la Andalucía del Guadalquivir, imaginando cómo verían aquel bravo paisaje un ganadero, un cazador y el ingeniero de la Confederación, a quien yo acompañaba en su visita a algunos cauces menores que van a dar en el río grande. Partimos de Baños de la Encina y marchamos a media ladera por la zona que queda entre los pantanos del Rumblar y de Zocueca. Sobre el relieve, convertido en inmenso roquedo por la erosión, destacaba el verde gris de encinas, alcornoques, quejidos y acebuches, y la mancha morena de las jaras, hiniestas y tomillos, a la que quizá deba esta sierra su adjetivo. Más abajo se distinguía un soto por los fresnos y alisos que lo dibujaban, cerca del cual destacaba el perfil blanco de un cortijo serrano, única señal de civilización en aquella soledad. Nos recostamos contra un mezto -cruce de encina y alcornoque-, no sin comprobar que no había alguna víbora escondida, y oímos, a lo lejos, la ladra de los perros que corrían por una mancha situada a unos 500 metros más abajo de nosotros.

Debía celebrarse alguna montería o el podenquero estaba entrenando una rehala, pero, cualquiera que fuera la causa, decidimos no seguir la caminata por temor a que cualquier disparo perdido cobrase a los monteros dos ingenieros en lugar del venado o del guarro que buscaban. En esto, vimos acercarse hacia nosotros un cazador al que acompañaba su secretario, que llevaba de la brida a una mula pequeña con las albardas repletas de víveres y algunos rifles y escopetas. Cuál no sería mi asombro al reconocer en el montero a Alfonso de Urquijo, amigo y compañero de estudios, a quien no veía hacía mucho tiempo. Yo sabía que Alfonso era un montero notable desde que se hizo novio al matar a principios del año 40 un venado en los rriontes de Toledo, y si me acordaba de ese lance era por lo que me contó a la sazón, de las ceremonias de mal gusto que le impusieron los veteranos al lograr esa primera sangre. Después de darnos un abrazo y presentarlo yo a mi compañero, Alfonso nos explicó que estábamos en la finca de Nava el Sach, uno de los cotos más famosos de la región, que había pasado por muchas herencias y que ahora era de su propiedad.

"Estaba pensando", le dije, en cómo verían estos parajes un ganadero, un ingeniero y un cazador. El paisaje es el mismo para los tres, pero el primero buscará dónde pueden triscar sus cabras o los rodales de alcornoques donde encuentren bellota sus piaras. Al segundo, como este amigo mío, sólo le importará la geología y los desniveles de los posibles saltos de agua, y tú, como cazador, sólo ventearás las manchas y los riscos donde se aquerencian tus deseadas víctimas. En suma, que esos tres tipos de hombre vivís mundos completamente distintos en el mismo sitio".

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Alfonso de Urquijo tenía ya publicados varios libros sobre caza y colaboraba frecuentemente en las revistas especializadas. Yo había leído los dos tomos de recuerdos de sus monterías que, con el título sabroso de Umbría y solana, había editado primorosamente Vicente Giner, tan buen editor como excelente persona. Alfonso contestó a mis cavilaciones.

"Sí, yo veía así, como tú dices, el paisaje. Oía el ruido y el estremecimiento del campo como si elhorízonte me hiciera guiños, que me importaban mucho, pues son signo de muchas noticias sobre los movimientos de las reses. Tengo, como sabes, una vocación enorme por la caza, sobre todo la mayor, y cierta destreza para practicarla. Pero he descubierto una vocación nueva: la búsqueda del léxico rural, de las palabras del campo que están desapareciendo con la rapidez con que huye una jabalina, a medida que desaparecen los oficios tradicíonales y la radio y la televisión dejan el habla ramplona y desalmada".

Nos hizo visitar la casa del cortijo, se empeñó en que ceriáramos con él y me anunció que iba a publicar un nuevo libro sobre los serreños, que así llama él a los habitantes de sierra Morena y a todo cuanto pertenece a ella, pues no puede emplearse el término serrano que allí significa las gentes que venían, en tierripos ya lejanos, de Cuenca, Guadalajara y Soria a servir en los molinos de aceite andaluces o como ganaderos trashumantes. Hace unos días encontré, efectivamente, en el escaparate deúna librería madrileña, un libro, publicado por la editorial Olivo, hermosamente encuadernado, de Alfonso de Urquíjo, con aquel título: Los serreños. En los relatos -unas veces verídicos, otras imaginadosque lo forman, emplea los vocablos autóctonos y la jerga, propia y diferenciada, de los oficios que hasta hace pocos años vivían en y de aquella serranía: piconeros, cabreros, vaqueros (de toros bravos), mineros, apicultores, nionteros y reclamistas, esto es, los cazadores con reclamo de perdiz. Esas palabras y expresiones populares las ha contrastado el autor con los libros que hacen autoridad en la materia., desde el Diccionario de la lengua española hasta Veinte años de caza mayor, del conde de Yebes, pasando por el Vocabulario andaluz, de Antonio Alcalá Venceslada; el Diccionario de la caza, de José Mª Rodero,y otros varios. A veces propone una nueva acepción, pero hay bastantes palabras que no están en ninguno de esos libros y que representan, por tanto, un afloramiento de veneros profundos de nuestra lengua. Hemos de agradecer a Alfonso de Urquijo que dejara por un momento su rifle o su escopeta,y se convirtiera en un nuevo cazador de vocablos. Después de todo, el lápiz y la escopeta sirven ambos para apuntar.

En esos relatos nos habla, por ejemplo, del tanganillo, que es el pedestal donde se coloca la jaula del ladino macho de perdiz, después de quitarle la sayuela, y del tollo o refugio enmascarado donde aguarda el cazador la llegada de las encela-

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El cazador de vocablos

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das perdices. Nos describe, asimismo, el lento ascenso del zagalillo de una piara, que empieza de sobradillo o migajero, pasa después a mansero, que adiestra los mansos de la parada, o sea el hatajo de machos cabríos, que deberán servir de guía a la piara, a dos dé los cuales, los mejores, se les esquila con cencerros o zumbas; asciende luego a zagal, "que debe sacar el hatajo a sus careos y vigilar las cabras oteadoras que andan siempre apartadas de las demás y dan muchos quebraderos de cabeza", y, por último, llega a manadero, que ya tiene bajo su responsabilidad una manada del ganado y sustituye a veces al propio mayoral. Otro de los relatos lo dedica a los corcheros, divididos en hachas, que pelan el alcornoque, y rajamantas, que recogen y apilan el corcho, hábilmente, a lomos de la acémila, y habla también del temor de esos trabajadores a las hormigas, a las tabarreras o nidos de avispas situados en los orificios del tronco del alcornoque, que salen feroces. cuando el hacha los descorteza, y a la alicantana, fabuloso ofidio venenoso que se hace realidad en la víbora, para cuya picadura no existía muchas veces remedio en la botica del pueblo cercano.

Algunos de esos relatos tienen gran calidad narrativa y nos despreocupamos de su lenguaje, como la historia de "Cecilia, la garbosa piconera", que trajo a maltraer a varios mozos y viejos de su oficio; asimismo, el origen y desaparición de "los mineros protestantes" y la divertida presencia de don Cipriano Caballero, que "medía las distancias en puros, en vez de hacerlo en leguas o kilómetros, y así, decía que de su pueblo a Madrid había dos puros y medio".

No olvidamos tampoco la lista, que dio el autor en un libro anterior, de las 1.443 fincas de montería o en las que se celebran ganchos, con sus correspondientes y numerosos parajes, que tienen nombres preciosos, como esculpidos por los vendavales del tiempo. Sólo en Nava del Sach, donde estuvimos, enumera 52 parajes: el cerro de las Secretas, el collado del Moro, la Cuerda de las Lagunillas, la Cueva del Retiro o el Charco del Conde.

Me atrevería a aconsejar a los ilustres académicos de la Española que amplíen la red de sus correspondientes -limitada hasta ahora a ciudades y países de nuestra lengua- a regiones y comarcas de la geografía nacional. Si me hacen caso, no dudo que nombrarán a Alfonso de Urquijo su correspondiente en sierra Morena, donde les.cazará valiosas piezas de la fauna léxica rural.

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