Crítica:CANCIÓN

El hermano calavera y los buenos amigos

La plaza de toros de Madrid se ha convertido en los últimos años en el escenario obligado para confirmar éxitos y reafirmar famas. Con notable deformación de lo que la música debería representar, llenar la plaza de toros se convierte automáticamente en signo de haber llegado a la cumbre, de ser el mejor, y lo que resulta lógico y normal, que el cantante intente llegar a la mayor cantidad posible de personas, se convierte, en la mayoría de los casos por intereses ajenos a los propios cantantes, en una inútil competición.Joaquín Sabina un día, y Víctor Manuel y Ana Belén el siguiente, llenaron h...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

La plaza de toros de Madrid se ha convertido en los últimos años en el escenario obligado para confirmar éxitos y reafirmar famas. Con notable deformación de lo que la música debería representar, llenar la plaza de toros se convierte automáticamente en signo de haber llegado a la cumbre, de ser el mejor, y lo que resulta lógico y normal, que el cantante intente llegar a la mayor cantidad posible de personas, se convierte, en la mayoría de los casos por intereses ajenos a los propios cantantes, en una inútil competición.Joaquín Sabina un día, y Víctor Manuel y Ana Belén el siguiente, llenaron hasta la bandera el coso taurino de Las Ventas. La prueba ha concluido, lo que queda después es el eco de dos recitales de primera y la magia de ese fenómeno extraño e irrepetible que es siempre la plena comunicación entre el escenario y el público. Públicos parecidos, en cuanto que tanto uno como otros consiguen reunir a su alrededor gente de edades y condiciones bien diversas, pero diferenciados claramente entre sí: más moderno el público de Sabina, más concienciado el de Víctor y Ana.

Joaquín Sabina y Viceversa

Plaza de toros de Las Ventas. Madrid, 5 de septiembre.Víctor Manuel y Ana Belén Plaza de toros de Las Ventas. Madrid, 6 de septiembre.

Joaquín Sabina sale a escena con los arrestos de un luchador de la calle que concelebra reunión con sus colegas. Sus canciones son cuadros concisos y nítidos del lado más negro de la vida urbana, canciones que invitan a la subversión desde la constatación de lo que sucede alrededor, terrible y poético en su inevitable crudeza, y Sabina las canta desnudándolas de todo protocolo y dramatismo, como si de una conversación se tratase. El excelente estilo que el grupo Viceversa demuestra poseer cada vez de manera más clara da a las canciones el punto exacto de tensión que el rock permite y las canciones precisan, aunque un sonido un poco oscuro en general emborronara ligeramente la actuación.

Si Joaquín Sabina cumple para su público el papel del hermano calavera y rebelde al que se admira y se quiere imitar, Víctor Manuel y Ana Belén son los amigos con los que siempre resulta apasionante cenar una tabla de quesos y charlar de la manifestación del siguiente domingo.

Dos en uno

Los dos cantantes, que tienen líneas artísticas personales bien definidas, se van fundiendo a lo largo del recital hasta formar un todo homogéneo que deriva, precisamente, de que ambos dicen cosas diferentes y ofrecen imágenes distintas, que se complementan. En el desarrollo de ese mecanismo de identificación que siempre se da entre cantante y espectador, Víctor y Ana dan una sensación de seguridad, arropada por la perfección de un espectáculo medido y exacto, que el público capta y comparte con fruición.Con un plantel de músicos difícilmente mejorable en el panorama de la música popular que hoy se hace en España, un sonido simplemente perfecto, unas imágenes cinematográficas sugerentes y ricas proyectadas sobre una pantalla -realizadas con inteligencia y sensibilidad por Gerardo Vera- y con la seguridad de interpretar buenas canciones que ya han pasado la prueba del reconocimiento colectivo, Víctor Manuel y Ana Belén construyen un recital impecable.

Dos sombras, no obstante, sobre el resultado final: la estructuración un tanto lineal de los temas, sólo rota en los minutos finales y en los bises, cuando cantaron las canciones más fuertes y bailables; y el peligro de trivialización que todo gran espectáculo de masas lleva consigo y en el que Víctor y Ana incurren en un par de ocasiones, en la interpretación de Sólo le pido a Dios, una especie de himno del argentino León Giecco que convierten en algo parecido a una marcha, y en la de La puerta de Alcalá, una canción bien construida pero un tanto fácil, que el arreglo y la interpretación, incluso la ilustración cinematográfica con que la acompañan, cargan de una evidencia innecesaria.

Dos noches de éxito. Un cantautor que convalidaba su bien ganado éxito y dos primeros nombres de la música española que reafirman una vez más que las cosas bien hechas son imprescindibles. Una reflexión final con el recuerdo de los huesos doloridos todavía presente: hay recitales que deben escucharse sentado y cómodo.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Archivado En