Editorial:

Nunca más

UNO DE los desastres de la guerra, aparte de la destrucción de vidas y bienes, es cómo opera con su violencia en favor de la simplificación. Cuando los problemas se plantean en términos de vida o muerte, cuando algunos pronuncian la frase de "quien no está conmigo está contra mí", todas las pluralidades, las diversidades, los matices que forman el patrimonio intelectual de una nación se agostan. Esa pérdida arrasó a España en la vorágine que hace medio siglo comenzara, y el triunfo de uno de los bandos consagró una sola manera de pensar, o simplemente de estar. Esa ruina empequeñeció al país y...

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UNO DE los desastres de la guerra, aparte de la destrucción de vidas y bienes, es cómo opera con su violencia en favor de la simplificación. Cuando los problemas se plantean en términos de vida o muerte, cuando algunos pronuncian la frase de "quien no está conmigo está contra mí", todas las pluralidades, las diversidades, los matices que forman el patrimonio intelectual de una nación se agostan. Esa pérdida arrasó a España en la vorágine que hace medio siglo comenzara, y el triunfo de uno de los bandos consagró una sola manera de pensar, o simplemente de estar. Esa ruina empequeñeció al país y causó casi más estragos, durante su historia interminable, que los de la guerra en sí. A la liquidación de vidas y bienes que se registró en la contienda hubo que añadir el caudal de muerte que se dedujo de ella.Para una gran mayoría de españoles, la guerra fue involuntaria, y los que no perdieron en ella un lugar al sol perdieron su libertad mental. Durante casi tres años se vieron forzados al combate, y más tarde, y durante varios lustros, a la renuncia a su propio pensamiento, a su libertad. Coaccionados a la simplificación o a la función de espectadores pasivos, acobardados por la fuerza implacable de los vencedores, en algunos casos parecida a una simple y brutal venganza.

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La mayoría de los españoles no quiso la guerra civil ni, una vez declarada, participar en ella. La pintura del fresco romántico, teñido después por las artes y las letras, tapa a menudo la realidad de una España deseosa de paz, violentada con levas, quintas y coerciones de toda índole. Probablemente tampoco la querían los militares rebeldes que se alzaron en armas contra la República en lo que quizá algunos pensaban que sería sólo un pronunciamiento más. Eso nos habla de lo arcaico de su pensamiento y de cuánto desconocían la capacidad de resistencia popular ante la violación de los derechos ciudadanos y de la normalidad constitucional. Luego la victoria del bando rebelde, y su incompetencia moral, aisló, deprimió al país, y operó como un reductor de todas las salidas ideológicas. La gradual falla de sus fundamentos y su enmascarada plasticidad para traicionarse a sí mismo, combinadas con la represión -de una crueldad sin límites al comienzo, selectiva con el pasar del tiempo, compulsiva y otra vez sangrienta en los estertores-, dio al franquismo una vida que no merecía la consistencia de su proyecto y al aliento de sus sofiamas. Mientras el decorado político se pretendía mantener incólume, emblematizado en el rostro del dictador que acuñaba dinero y noticiarios, el cuerpo social se transformaba con un vigor decisivo. Los cambios que provocó un rapidísimo proceso de industrialización y urbanización en los sesenta, unidos a la prosperidad que propiciaron las remesas de millones de emigrantes, turismo y capital extranjero, se tradujeron en una actualización de las costumbres y valores que colisionaban con el autoritarismo político y el nacionalcatolicismo.

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Cuando Franco murió, el régimen era apenas un velo raído que encubría una sociedad con un surtido de comportamientos opuestos a los himnos que la habían gobernado. Con ello se recuperaba, en unas condiciones históricas bien distintas, la unión con aquel proyecto bruscamente suspendido en julio de 1936. Con vacilaciones y dificultades, durante la II República se abrieron paso por primera vez en España ideas de reconocimiento de las minorías, de respeto a las lenguas, las culturas y las idiosincrasias económicas y sociales de las regiones; debates sobre nuevas formas de relación entre los sexos y sobre la enseñanza libre e igualitaria. En esos años se estaba aligerando el peso del Estado y se expandían, por sus propios cauces, las formas de cultura popular, de libertad de expresión y de pensamiento. Contra esa España que finalmente ha vuelto se hizo la guerra.

Pero nada pasa en vano en láliÍstoria de un pueblo. La guerra ha quedado encarnada en la biografia de la sociedad española como tragedia aleccionadora y como la marca de un fracaso colectivo. Herencia de todo ello, todavía permanecen ciertas formas de comportamiento, que dibujan un país matizado de conservadurismo social. La regeneración de la España perdida en 1936 se hace a partir de la pobreza intelectual que estableció la postura única y de un sentido del poder o del cargo infestado de usos consagrados durante demasiados años. Todavía queda el miedo, saltan las amenazas; todavía se conspira, aunque sea en cuartos de estar. Y todavía, frente a la petrificación del poder, hay sectores que rompen mediante un libertarismo de rasgos patológicos en los que es posible reconocer al franquismo en forma de antifranquismo.

El anecdotario puede darse por clausurado y hacerlo objeto de libros históricos. Pero merece la pena recordar los trazos del fenómeno que comenzó a producirse hace 50 años. Una banda de iluminados y de fanáticos, que se apropió de la definición, el sentir, y la proyección de España contra la voluntad de un pueblo expresada en las urnas, arrastró a este país a una matanza colectiva en nombre de grandes ideales y de ostentosas palabras que robaron y violaron para su propio lucro. Hoy, los españoles sabemos el precio que es preciso pagar por tanta arrogancia. Por eso es necesario que repitamos a diario, que se lo repitamos a nuestros hijos, a los hijos de nuestros hijos: "Suceda lo que suceda, nunca más". Nunca más la muerte, el imperio de la fuerza sobre la razón, la manipulación de los jóvenes, de las conciencias y de los ideales. Nunca más caudillos salvadores, enviados del cielo o del infierno, definidores de una solución para el problema de España. No hay una única solución ni un solo problema a resolver. Hay respuestas dubitantes, polémicas, contradictorias, dialécticas, a este mundo plural y dificil de la convivencia entre los hombres. La otra España, la que perdió la guerra y hoy revive con la democracia, es precisamente la que piensa que no hay dos Españas enfrentadas, sino una España variopinta que no se debate entre la vida y la muerte ni juega al toro con la política. Nunca más los dogmatismos, la intolerancia ni la soberbia que hemos padecido. Nunca más.

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