Tribuna:

El nuevo talante reaccionario

Cuando, no hace mucho tiempo, se estrenó la película Carmen, de Carlos Saura, dediqué un demorado estudio a sus aspectos artísticos interesan tes y admirables para mí desde varios puntos de vista, pero lo hice ciñéndome allí muy deliberadamente al orden de sus valores estéticos para evitar cualquier consideración de tipo sociológico y político que, de momento, me parecía no venir a cuento. Saura, cuya historia de creador cinematográfico lo sitúa en el terreno de la lucha intelectual contra el franquismo como autor de varios filmes que, mediante claves crípticas, apuntaban en esa....

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Cuando, no hace mucho tiempo, se estrenó la película Carmen, de Carlos Saura, dediqué un demorado estudio a sus aspectos artísticos interesan tes y admirables para mí desde varios puntos de vista, pero lo hice ciñéndome allí muy deliberadamente al orden de sus valores estéticos para evitar cualquier consideración de tipo sociológico y político que, de momento, me parecía no venir a cuento. Saura, cuya historia de creador cinematográfico lo sitúa en el terreno de la lucha intelectual contra el franquismo como autor de varios filmes que, mediante claves crípticas, apuntaban en esa. dirección, había producido también, ya antes de Carmen, una versión coreográfica de las Bodas de sangre lorquianas que sólo por el nombre de Federico podía tener, aunque remota, una implicación tal; y ahora último, de nuevo con el mismo equipo de danza, un Amor brujo mucho menos logrado en cuanto obra de arte, y, recibido por la crítica con poco entusiasmo.Pues bien: uno de estos días pasados me ocupaba yo en presentar ante los alumnos de mi curso en la New York University sobre Continuidad y cambio el cuadro de la efectiva realidad actual de España, a fin de contrastarlo con los añejos y resobados estereotipos acerca de lo español, que constituyen la imagen tópica de nuestro país; y puesto a hacer con dicho propósito un somero balance de algunos de los más notables productos culturales recientes, entre ellos esta transcripción gráfica de la obra musical de Falla, nos saltó al paso la observación de que, precisamente ahora, cuando industrializada nuestra sociedad e incorporada España a la Europa comunitaria y a la Alianza militar del Atlántico Norte vivimos en plena democracia, están surgiendo sobre la vieja piel de toro creaciones tales que parecerían intencionadamente encaminadas a reafirmar los manidos clisés románticos de "la España eterna", a convalidar la proverbial España de Merinée; esto es, aquella pintoresca España, tradicional y rural, en cuya contemplación han solido hallar deleite los ojos extranjeros y complacida confrontación los indígenas afectados de ideológicas nostalgias.

¿Qué puede significar esto? ¿Es que está desarrollándose acaso en el seno de nuestra democracia un talante reaccionario? Fue primero el fenómeno del desencanto. Aquella frase ingeniosa de entonces: "contra Franco estábamos mejor", en réplica al eslogan de los franquistas recalcitrantes que añoraban la era del caudillo, resultó, en su autoironía, demasiado reveladora. Quienes habían combatido al régimen con denuedo, y muchas veces con sacrificios muy efectivos, pero (y esto era inevitable, dado el prolongadísimo marasmo político en que es régimen tuvo sumido al país) a base de utópicas postulaciones y con expectativas ilusorias, ahora, desaparecida la dictadura, se sentían defraudados _se sentían, diríamos, como estafados_ ante una realidad que no respondía a lo que ellos se habían prometido en las gratuitas imaginaciones de una oposición forzada a la clandestinidad y privada de toda posible participación. Pero las fantasías del deseo son evanescentes, mientras que la realidad es siempre tercamente imperiosa e ineludible. Se extinguió, pues, la dictadura; se cumplió la transición con tacto y calculada audacia, y se estableció una constitución democrática que garantiza amplias libertades ciudadanas. Y en seguida vino lo que se llamaría el destape, tanto corporal como verbal. Durante el proceso de asentamiento de las nuevas normas de convivencia políticosocial pudieron oírse en efecto, y fueron atendidas desde el poder público, todas las demandas razonables y aun algunas que no lo eran tanto; pero, con eso y todo, una cosa era clara: la democracia no nos había trasladado al país de Utopía.

A nadie debe extrañar que ese fenómeno del desencanto se manifestara ostensiblemente y quizá, por fortuna, exclusivamente dentro de la que, en un sentido amplio, pudiera llamarse clase intelectual. Entre los agravios que ésta tenía contra la dictadura figuraba, en primer término, la estúpida censura con que eran cortadas entonces las expresiones del pensamiento; pero también, en segundo lugar, su falta de interés por promover la cultura. La democracia ha vení do a suprimir aquellas cortapisas, y cada cual puede, no- sólo publicar cuantas obras geniales germinen en su mente, sino también soltar sin empacho todo aquello que pueda antojársele; y, por otra parte, el Gobierno ha puesto en marcha una amplia política de fomento de la creación cultural, con multitud de alicientes diversos. Lo primero puede haberle ocasionado a más de uno cierta secreta amargura al privarle de la coartada que justificaba su infecundidad; pero, ¿qué duda cabe de que la supresión de la censura del Estado anima en general las disposiciones creativas y sobre todo de que semejante supresión es indispensable para la dignidad de la convivencia civil? En cuanto a la acción positiva del Estado para estimular la cultura, es ya motivo de menos seguro aplauso, pues desde luego no deja de presentar riesgos; y aun cuando en el caso de España no se haya incurrido en el peor de todos, que lo sería un posible intento gubernamental de ejercer el dirigismo, ha tenido sin embargo el efecto lamentable de introducir en ese campo _que es un yermo para impecunes eremitas convocación ascética_ las modestas tentaciones que conducen hasta la intriguilla mezquina en disputa del favor oficial, favor este que, si no puede elevar la calidad de la producción intelectual y artística, puede aliviar al menos la penuna económica de algunos de entre quienes a ella se dedican.

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Pero junto a estas justas satisfacciones, la normalización democrática de nuestra existencia

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colectiva le ha sustraído a la clase intelectual, dejándola un tanto desorientada, el que fuera su gran objetivo y preocupación obsesiva: la lucha contra el régimen, ya que el ahora vigente es aceptado sin excepción notable por todos los miembros de nuestro distinguido estamento. Y aunque no falte quien, empecinado en la costumbre, se muestre a priori y para no variar, dispuesto a declararse en contra de todo lo que sea, no importa qué, parecería prevalecer más bien entre nosotros una actitud de indiferente o hastiado despego hacia la realidad _una realidad áspera y dura, que difiere mucho de la soñada utopía_ En lugar de enfrentarnos con mirada fresca a los pavorosos problemas del mundo actual, que nos afectan a los españoles tanto como al resto de la humanidad, para tratar de comprenderlos y asumirlos, nos abandonamos, también por inercia, a vagas actitudes de añoranza, que de hecho se hacen manifiestas en muy varios niveles, desde las ínfimas evocaciones con que la televisión suele obsequiarnos cada semana hasta creaciones artísticas muy respetables, como, por ejemplo, esas películas de Saura a que comencé haciendo referencia. Lo cual, según yo lo veo, puede ser una manera de buscar refugio contra la intemperie; un deseo de acogerse, por pereza mental o miedo, a periclitadas formas de pensar y de entender nuestra instalación en el universo.

Dejando aparte otras recaídas facilonas en el casticismo _que no hará falta señalar en concreto, pues abundan con exceso y son demasiado visibles por doquier_, el penoso espectáculo ofrecido al pueblo español, en ocasión del pasado referéndum sobre la OTAN, por sus intelectuales y políticos (la llamada clase política es en definitiva contigua y afán a la intelectual) ha sido, a decir verdad, no poco significativo al respecto. Si hubo en la campaña previa algunas escasas tentativas de aclarar el verdadero alcance de la cuestión planteada y de examinar en serio las consecuencias de la decisión a adoptar, debieron perderse, ahogadas en una algarabía de gritos emocionales cuyo fondo común no era sino la rancia e inoperante ideología del nacionalismo decimonónico, entregados, unos y otros contendientes a una absurda competición de invocaciones patrioteras poco o nada relacionadas con los efectivos términos del problema. A falta de un nuevo equipo de instrumentos conceptuales con los que dar razón del mundo actual, tanto los defensores de la permanencia con los que dar razón del mundo actual, tanto los defensores de la permanencia en la Alianza como sus adversarios coincidieron _increíblemente_en apelar como supremo argumento al principio de soberanía nacional, un principio político cuya validez histórica había cancelado ya, hace 40 años, la Segunda Guerra Mundial. Esa recaída retórica en conceptos vacíos de contenio real pudiera bien ser otro síntoma más, aunque éste por cierto en materia de gravedad suma, del fútil talante reaccionario que parece advertirse en el seno de nuestra democracia.Verdad es, sin embargo, que la mayoría de la gente anónima a la hora de votar mostró, tal vez más por intuición que por discernimiento, tener los pies firmemente apoyados sobre la tierra. Eso era lo que me hizo sugerir al comienzo que el fenómeno de aquel desencanto, nacido por efecto de un inevitable desarme ideológico y traducido a la postre en actitudes reaccionarias, quizá se encuentra reducido a los grupos sociales dirigentes capaces de darle ruidosa expresión verbal, mientras que la multitud del pueblo llano sigue manteniendo en silencio el talante abierto, sensato y esperanzado que permitió efectuar en su día de manera ejemplar la transición desde la dictadura a la democracia, y que con igual ejemplaridad ha continuado evidenciándose hasta el de hoy en comicios sucesivos.

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