Tribuna:ANÁLISIS

Las lecciones de un aniversario

Acaban de cumplirse 30 años (casi dos generaciones) de aquel 14 de febrero de 1956, testigo de la inauguración en Moscú del XX Congreso del Partido Comunista de la URSS, primero que se celebraba desde la muerte de Stalin.La mayoría de los ciudadanos soviéticos actuales no podrán acordarse de aquel congreso, que marcó un hito en la historia de su país, pues, o no habían nacido o no tenían edad suficiente para guardar memoria del acontecimiento. No saben gran cosa de Nikita Jruschov, principal protagonista de éste, ni de su informe secreto sobre los excesos y crímenes del ...

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Acaban de cumplirse 30 años (casi dos generaciones) de aquel 14 de febrero de 1956, testigo de la inauguración en Moscú del XX Congreso del Partido Comunista de la URSS, primero que se celebraba desde la muerte de Stalin.La mayoría de los ciudadanos soviéticos actuales no podrán acordarse de aquel congreso, que marcó un hito en la historia de su país, pues, o no habían nacido o no tenían edad suficiente para guardar memoria del acontecimiento. No saben gran cosa de Nikita Jruschov, principal protagonista de éste, ni de su informe secreto sobre los excesos y crímenes del período del culto a la personalidad de Stalin.

Muchos de ellos, hijos o nietos de víctimas del estalinismo, ni siquiera entienden a qué se debe que las revelaciones de Jruschov agitaran tantas conciencias en un país en el que, por la fuerza de las cosas, la existencia del gulag es de todos conocida.

Por su parte, Mijail Gorbachov, en la entrevista concedida a L'Humanité, afirma, impertérrito, que el estalinismo es un concepto que inventaron los enemigos del comunismo", y que el XX Congreso respondió, de una vez por todas, en 1956, a los interrogantes sobre el papel desempeñado por Stalin. Esto se dice pronto. Por lo que a mí respecta, creo más bien que las crisis y las dificultades que atraviesa la URSS de Gorbachov están profundamente enraizadas en los problemas suscitados, pero no resueltos, por el histórico congreso de hace 30 años. Sin embargo, para entender este presente es necesario remontarse muy atrás, a la época en que todos los comunistas, de la URSS y del resto del mundo, reivindicaban a pleno pulmón su apelativo de stalinistas.

Monopolio de la verdad

Ninguna otra sociedad, aparte de la soviética, ha pretendido jamás ser el resultado de leyes sociales objetivas que el proletariado victorioso interpreta y aplica, bajo la dirección del partido, para desembocar en el comunismo. Tras eliminar a la vieja guardia bolchevique y a todos sus posibles adversarios, Stalin se arroga el monopolio de esta interpretación científica de la verdad proletaria. Su doctrina, resumida en el Compendio de la historia del PC (bolchevique), se apoya en dogmas sin posible comprobación y en versiones falsificadas del pasado, aun cuando forma un todo perfectamente coherente, sin la menor fisura, capaz de inspirar la confianza más acendrada en la sabiduría del partido y, ocioso es decirlo, de su secretario general. Ciertamente, era preciso aceptar en bloque, renunciando a la más mínima crítica, incluso en los aspectos prácticos que contradecían las experiencias vividas por la gente. Pero esta gran ortodoxia laica que prometía el reino terrenal no fue impuesta únicamente por el terror. Tuvo una influencia real sobre los espíritus, en especial porque la victoria de la URSS en la II Guerra Mundial vino a confirmar dos cosas a un tiempo: la infalibilidad de Stalin y su capacidad para avanzar en el sentido de la Historia.

Tras la muerte del dictador, sus sucesores se encontraron en un atolladero. Ninguno de ellos podía atribuirse la infalibilidad doctrinal ni los poderes absolutos del jefe desaparecido sin poner en peligro la existencia física de los demás. En consecuencia, era necesario cambiar el funcionamiento de los órganos de dirección y establecer un nuevo modus vivendi, que excluyera el recurso a la represión indiscriminada. Otra medida prudente consistía en situar el culto al antiguo dictador en una nueva dimensión, para demostrar con mayor facilidad que sus sucesores sabían, incluso sin estar él, interpretar las leyes de la Historia y proseguir la senda hacia el comunismo. La tarea de Nikita Jruschov en el XX Congreso consistía en explicar todo esto, y en hacerlo en el tono más optimista y tranquilizador posible.

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Por tanto, en su discurso del 14 de febrero de 1956 hizo un jactancioso balance del campo soviético, afirmando que no desmerecía de su adversario capitalista ni en la fuerza ni en la capacidad productiva y que, puesto que era capaz de triunfar en la competencia económica, estaba en condiciones de garantizar a todos y cada uno de los países la posibilidad de evolucionar pacíficamente hacia el socialismo.

Una URSS cada vez más próspera, con un nivel de vida en continuo ascenso, estaba destinada a convertirse en un modelo irresistible, no sólo para el Tercer Mundo, sino también para las sociedades capitalistas desarrolladas.

Una vez hubo terminado de trazar esta brillante perspectiva futura, Nikita Jruschov reunió a todos los delegados asistentes al XX Congreso y, a puerta cerrada, les habló del pasado y, más precisamente, de los excesos de Stalin a lo largo de los últimos 16 años de su vida, incluidos los de la II Guerra Mundial, acusando al padre de todas las victorias de haber usurpado sus títulos, perjudicado al partido y aterrorizado sin razón a todo el país, empezando por quienes le rodeaban. De este modo, destruyó radicalmente y de golpe el mito de la infalibilidad de Stalin, sin siquiera analizar ni explicar tan terrible pasado.

Sacrificios baldíos

El texto de 25.000 palabras que contenía su acusación fue leído seguidamente a los soviéticos en todas las asambleas del partido y en las reuniones empresariales, pero se prohibió tajantemente que se tomaran notas o se hicieran preguntas. Según todos los testimonios, quienes lo escuchaban salían con una mezcla de sentimientos: aterrados e incrédulos. El informe secreto de Jruschov les reveló, en efecto, que sus sacrificios y sufrimientos, lejos de ser históricamente indispensables para asegurarse un porvenir radiante, habían sido baldíos, infligidos gratuitamente por un tirano paranoico, que reescribía caprichosamente la Historia a mayor gloria propia. Y lo que es peor, que un gran número de víctimas del terrorismo estalinista -y sus familias- habían vivido convencidos de que la mala suerte se cebaba en ellos a espaldas de Stalin, sin que éste lo supiera, y se esforzaban inútilmente, desde los más remotos rincones del país, por solicitar su ayuda. Gracias al informe secreto descubrieron que habían pedido justicia precisamente a quien había ordenado condenarles y torturarles para arrancarles confesiones.

Cuando se piensa, desde la perspectiva que dan los años, en el procedimiento de difusión del informe secreto, lo primero que sorprende es el grado de aislamiento de la URSS de entonces, porque este texto sensacional, leído a millones de soviéticos, sólo se filtró a Occidente a través de Varsovia, gracias al secretario del Partido Obrero Unificado Polaco, Straszwski, que actualmente se vanagloria del hecho en una entrevista aparecida en la colección Eus. Aunque haciendo gala de mayor discreción, los soviéticos no se han mostrado, sin embargo, menos curiosos que los polacos por saber qué leyes sociales objetivas podrían explicar la usurpación del poder por Stalin. Y, pasados seis lustros, pese a lo que diga Mijail Gorbachov, siguen esperando la respuesta a esta pregunta crucial. Consecuentemente, ¿puede extrañar que la falta de explicaciones sobre el fenómeno estaliniano haya socavado su confianza en la doctrina del partido y que la gran ortodoxia laica empiece a parecerles, retrospectivamente, desde no hace mucho, una gran superchería?

Porque es necesario aclarar, además, que, tras haber entreabierto el expediente de Stalin y desterrado sus restos mortales del mausoleo de la plaza Roja, los dirigentes del PCUS han decidido cerrarlo de nuevo, de golpe y sin dar explicaciones. Han aplicado a Stalin los mismos procedimientos que éste empleaba y, en la medida de lo posible, suprimido su nombre de la Historia. Por añadidura, tras la caída de Jruschov, en 1964, también a él le han hecho objeto de idéntico trato, para desembocar en esta paradoja: su sociedad, que incluso hoy pretende estar fundada en la interpretación de la necesidad histórica, carece prácticamente de historia. Habría sido dirigida, tras la muerte de Lenin, por el Comité Central del partido -incluso durante la guerra-, revestido del manto de infalibilidad que todavía no hace tanto cubría los hombros de Stalin. El propio Mijail Gorbachov debe tener dificultades para creerse esta fábula. Por otra parte, 30 años después del XX Congreso, forzoso es reconocer que el informe secreto de Jruschov ha convertido la antigua buena conciencia del movimiento comunista internacional en lo que Hegel denominaba conciencia aciaga. Los comunistas se han visto forzados a comprobar que su visión del mundo ha sido bruscamente rebatida por la evolución de la realidad. Siendo incapaces de renovar sus métodos analíticos y de explicar este estallido de elementos imprevisibles, cada cual se ha replegado bajo su propia bandera, dando lugar a una serie de cismas. En todos los lugares donde le ha sido posible (Budapest, Praga, Kabul), la URSS ha impuesto el orden con ayuda de sus tanques, aunque no ha sabido conjurar la gran escisión con China ni evitar las guerras intercomunistas, impensables en la época de la gran ortodoxia laica y, en teoría, internacionalista.

No creo, por tanto, que la URS S de hoy esté gobernada por una ideocracia que persiga las mismas metas que los anteriores dirigentes. Los cincuentones que, desde hace un año, se han instalado en el poder en este país han llegado a esa edad en una sociedad despolitizada, que respeta, en líneas generales, los derechos adquiridos por sus clases privilegiadas y que no conoce ni el mesianismo de épocas pasadas ni, afortunadamente, las grandes purgas que las caracterizaron. La ambición de Gorbachov es sacudir la inercia de su país, no ya para mantener el rango capaz de seducir al mundo, sino para mantener el rango de gran potencia, capaz de participar en una nueva división social del trabajo en el mercado internacional.

Libertad de discusión

Sin embargo, para llevar a buen puerto este proyecto, deberá aportar algo más que ordenadores y tecnología de punta: los soviéticos cada vez se conforman menos con el silencio que se les impone sobre su pasado y, como ya sucediera en 1956, reclaman el derecho a buscar la verdad por sí mismos. A este respecto, me parece edificante el contenido de la mayoría de los discursos contra la censura pronunciados en el reciente congreso de escritores rusos. No se trata de una reivindicación puramente corporativa: es indispensable que todos disfruten de mayor libertad de discusión, aunque sólo sea para descubrir cuáles son los mecanismos que controlan realmente la sociedad soviética y determinan el agravamiento de las desigualdades y de las injusticias. El debate de esta cuestión permitiría enfrentarse a las viejas ideas nacionalistas que, en un país multinacional como la URSS, sólo pueden conducir al desastre. ¿Tiene conciencia Gorbachov de este peligro? ¿Contempla una liberalización que Jruschov no supo, o no pudo, hacer? Por curiosa coincidencia, el líder soviético pronunciará su discurso-programa ante el XXV Congreso del PCUS el próximo 25 de febrero, precisamente el mismo día en que, 30 años atrás, resonaba en el gran salón del Kremlin la voz iconoclasta de Nikita Jruschov cuando leía, ante los estupefactos delegados del XX Congreso, su informe secreto sobre Stalin.

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