Editorial:

Las dos caras del escándalo

LOS DOS abortos realizados en el transcurso de las jornadas feministas celebradas en Barcelona la pasada se mana han desatado -como seguramente deseaban las asistentes a la reunión- una apasionada y viva polémica. La grabación en vídeo de la operación y la exposición de los embriones en botellas de agua mineral habrá herido sensibilidades de modo innecesario y habrá también sido el revulsivo marginal de la discusión: porque al final lo que se debate es la utilidad, y la racionalidad, de la ley del aborto de los socialistas, al trasluz de una realidad social española, mucho más dramática de lo ...

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LOS DOS abortos realizados en el transcurso de las jornadas feministas celebradas en Barcelona la pasada se mana han desatado -como seguramente deseaban las asistentes a la reunión- una apasionada y viva polémica. La grabación en vídeo de la operación y la exposición de los embriones en botellas de agua mineral habrá herido sensibilidades de modo innecesario y habrá también sido el revulsivo marginal de la discusión: porque al final lo que se debate es la utilidad, y la racionalidad, de la ley del aborto de los socialistas, al trasluz de una realidad social española, mucho más dramática de lo que los debates ideológicos tienden a reconocer. El hecho en sí, constituye un acto colectivo de desobediencia a las leyes, coronado con la autoinculpación de miles de asistentes y planteado como un desafío político y social. Pero deducir de ello, por mero automatismo, una vulneración de los principios del Estado de derecho o una agresión a la Constitución no tiene sentido. Tampoco lo tiene suponer que las leyes no pueden ser contestadas más que desde el marco parlamentario. La sociedad democrática es una realidad en conflicto y la Administración de justicia requiere algo más que la aplicación de un catálogo escueto, objetivo e indubitable de normas; por eso precisamente existen los jueces. La polémica sobre la obligación cívica de cumplir las leyes aprobadas por los representantes de la soberanía popular, cualquiera que sea su contenido, y de promover su reforma exclusivamente mediante procedimientos constitucionales remite a la cuestión de los límites de la protesta social y de los costes de la transgresión de las normas por las minorías. Pero desviar ahora la cuestión hacia la responsabilidad penal de un hecho, indudablemente ilegal, como el que comentamos es reducirla de ámbito y empobrecer su significado. No estamos ante dos abortos clandestinos hechos, paradójicamente, con publicidad. Estamos ante la escenificación política de una protesta -no precisamente homologable, en su estética, al buen gusto- contra la dureza de nuestra normativa penal sobre el aborto, la insuficiencia de la ley de despenalización parcial y las incontables trabas y dificultades puestas, además, a su aplicación por un sector de la clase médica.Para juzgar honestamente los sucesos de Barcelona hay que tener en cuenta que la moderadísima despenalización de la interrupción voluntaria del embarazo en los casos de violación, malformación del feto y grave peligro para las salud de la madre- está siendo boicoteada por quienes mantienen todavía el viejo deseo de que las normas morales propias de las confesiones religiosas sean de obligado cumplimiento para todos los ciudadanos y reciban el respaldo de los códigos criminales. Cabalgando sobre las resistencias corporativistas desplegadas por sectores de la profesión médica frente a la también moderadísima reforma sanitaria de los socialistas, esos intolerantes han apoyado el boicoteo en los hospitales públicos de la aplicación de la ley despenalizadora del aborto. No se trata sólo de obstáculos administrativos, registrados en demasiados centros sanitarios, para la autorización de las interrupciones del embarazo previstas por la ley. Mientras los médicos antiabortistas reclaman en su exclusivo beneficio la objeción de conciencia, el linchamiento moral de que fue objeto hace escasos días una joven doctora de Pamplona por su participación en un aborto legal muestra la absoluta falta de respeto de esos intolerantes hacia la conciencia ajena.

La objeción de conciencia de los médicos antiabortistas ha dejado de ser una respetable manifestación personal de convicciones íntimas para convertirse en una consigna política al servicio de una estrategia obstruccionista que desafía a las leyes con mayor cautela, pero con superior descaro, al de las feministas de Barcelona. Si son verdad los matices de esperpento de lo sucedido en la Ciudad Condal, se quedan chicos ante el esperpento permanente que constituye el hecho de que cada vez que una ciudadana de este país, en uso de su legítimo derecho reconocido por ley, se decide a abortar, se crea en torno de ella una expectación de medios de comunicación, un rosario de declaraciones públicas y un complejo de agresiones morales añadidas, que contribuyen a aumentar su dolor y a turbar su ánimo en momentos no precisamente fáciles. La huelga de batas caídas declarada por médicos del Primero de Octubre para no prestar asistencia posoperatoria a pacientes a las que se había practicado legalmente un aborto pone de manifiesto el auténtico cariz de unos planteamientos corporativistas que ensucian el concepto mismo de la objeción de conciencia. Si unos médicos incumplen sus deberes profesionales hacia una enferma -recién operada y confiada a sus cuidados de vigilancia- con el increíble argumento de que la interrupción voluntaria del embarazo es un pecado, están inaugurando una variante de medicina inquisitorial y olvidando los mandatos de la deontología profesional. Sin embargo, los colegios médicos no han tomado todavía -que se sepa- medidas disciplinarias contra unos doctores que se niegan a atender a unos enfermos por condenar moralmente la causa de sus dolencias.

A la luz de estos hechos, se puede, y se debe, ser más tolerante con la infracción de ley cometida por las feministas en Barcelona. No es seguro, en cambio, que la escenificación de los abortos llevados a cabo en las jornadas ayude a plantear en términos racionales la urgente necesidad de homologar la legislación española sobre el aborto con la normativa de otros países de la Comunidad Europea (entre otras, con la ley francesa patrocinada por la liberal-conservadora Simone Veil). Pero no cabe duda de que contribuirá al menos a un debate que, para ser fructífero, debe resultar menos apasionado por todas partes. Aunque pueda parecer injusto o irritante, los partidarios del aborto libre deben hacer gala de la tolerancia que no tienen los antiabortistas. No pueden ignorar la conflictividad moral, en el ámbito individual y social, que el problema del aborto supone. Los ciudadanos todos tienen que asumir, no obstante, que es absurdo que las leyes y los aparatos del Estado persigan con la policía y castiguen con la cárcel conductas pertenecientes al dominio de la ética y que nunca debieran ser trasladadas al campo del Derecho Penal.

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Las organizadoras de las jornadas feministas han montado, desde luego, una provocación contra la normativa vigente. Ni los partidos de izquierda ni las centrales sindicales parecen estar muy seguros ahora de qué camino tomar. Las feministas han herido las convicciones religiosas de los antiabortistas y la sensibilidad de otros muchos proabortistas, pero han dado un aldabonazo que recuerda una vergonzosa situación: la de que se sigan realizando en España -en la clandestinidad y en peligrosas condiciones sanitarias- miles de abortos, que en Francia o en el Reino Unido son practicados al amparo de la ley y que dentro de nuestras fronteras pueden costar hasta seis años de prisión.

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