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La ley general de Sanidad, una reforma a la inversa / 1

La reforma sanitaria española es, desde hace años, un permanente intento fallido. Estudios, informes, anteproyectos y proyectos gubernamentales, debates parlamentarios e incluso una Propuesta de Resolución de la Reforma Sanitaria aprobada por el Congreso de los Diputados en mayo de 1980, se malograron uno tras otro después de suscitar ilusiones. Ahora, otro proyecto, el de ley general de Sanidad, introducido el pasado mes de junio en el Congreso por los votos socialistas (los restantes grupos, todos, pidieron su devolución al Gobierno), defrauda otra vez y de raíz las esperanzas de modernizar ...

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La reforma sanitaria española es, desde hace años, un permanente intento fallido. Estudios, informes, anteproyectos y proyectos gubernamentales, debates parlamentarios e incluso una Propuesta de Resolución de la Reforma Sanitaria aprobada por el Congreso de los Diputados en mayo de 1980, se malograron uno tras otro después de suscitar ilusiones. Ahora, otro proyecto, el de ley general de Sanidad, introducido el pasado mes de junio en el Congreso por los votos socialistas (los restantes grupos, todos, pidieron su devolución al Gobierno), defrauda otra vez y de raíz las esperanzas de modernizar nuestra sanidad. La necesaria reforma sanitaria se desvanece de nuevo. Peor aún, será sustituida por una reforma a la inversa que consolidará la mala calidad de la actual asistencia, sus insuficiencias, sus lacras técnicas y sus desigualdades e injusticias. La sanidad española de mañana será todavía más deplorable que la de hoy.El proyecto de ley general de Sanidad mantiene básicamente para el futuro Sistema Nacional de Salud el mismo mecanismo regresivo de financiación -cuotas de trabajadores y empresarios- de la actual asistencia sanitaria de la Seguridad Social. Los recursos disponibles estarán también en similar proporción con la población protegida y, naturalmente, seguirán siendo tan escasos como ahora lo son.

Pagan y no utilizan

Se reproducirá, por tanto, en el venidero Sistema Nacional de Salud la paradójica situación que hoy se observa en la Seguridad Social: una asistencia médica sostenida en una pequeña parte por aquellos afiliados y sus familiares que han renunciado de forma tácita a hacer uso de ella. Más de cuatro millones de asegurados-cotizantes y sus beneficiarios de la Seguridad Social pagan a la vez voluntariamente una póliza de seguro de enfermedad a entidades privadas, que son a las que solicitan asistencia. El hecho de que esos millones de personas renuncien a ser atendidos por la Seguridad Social representa para ésta un importantísimo ahorro, que es, en realidad, una subvención financiera oculta y decisiva. Y, claro está, eso mismo significará para el próximo Sistema Nacional de Salud.Si un día, atraída por una medicina pública de suficiente calidad, la mayoría de esas personas (que en su casi totalidad no son privilegiadas económicamente, sino pacientes naturales de la Seguridad Social empujados a la sanidad privada por los fallos de la medicina socializada) decidiese rescindir sus pólizas privadas y ejercer, sus derechos en el Sistema Nacional de Salud, la asistencia médica y la economía de éste quebrarían.

El Sistema Nacional de Salud, heredero directo del mecanismo de financiación de la Seguridad Social, no tendría de dónde sacar el dinero para atender a esos millones de asegurados y beneficiarios.

Así, pues, la viabilidad del Sistema Nacional de Salud va a depender en buen grado, chocantemente, de que no atraiga a esas personas voluntariamente alejadas de él; es decir, va a depender de que la sanidad pública de mañana sea como la de hoy: desatenta con el enfermo, hospitalocentrista, con consultas ambulatorias exprés, con listas de espera de años, etcétera.

El mecanismo de financiación establecido por el proyecto de ley supedita la propia existencia del Sistema Nacional de Sanidad a que no se reforme la sanidad pública, a que no se mejore. Condena a la medicina pública al adocenamiento y a la imperfección.

Tanto en los índices de equipamiento asistencial como en los de mortalidad standard y mortalidad infantil se producen tremendas variaciones entre las regiones de España. Galicia, por ejemplo, dispone de 4,15 camas hospitalarias por 1.000 habitantes, mientras Madrid cuenta con 6,08, Cantabria con 8,41 y La Rioja con 8,09; la media nacional es de 5,13 (datos de 1981).

El índice de mortalidad standard es en Castellón de 11,5, en Valladolid de 7,1 y en Madrid de 6,6, y el de mortalidad infantil es en Palencia de 31,3, en Lugo de 29,1, de 13,3 en Segovia y baja a 11 en Cuenca (Bohigas, 1983). Los ejemplos podrían multiplicarse.

Desequilibrios

En sanidad, los desequilibrios sociales y territoriales son difícilmente extinguibles. La experiencia ajena es terminante. El National Health Service británico, siempre movido por la preocupación de la equidad asistencial, ha sido incapaz de aminorar siquiera, tras 30 años de asistir a toda la población del Reino Unido, las graves diferencias sanitarias existentes en aquel país.En 1980, el famoso Black Report evidenció que las desigualdades persisten, e incluso se han acentuado las más dolorosas. Por ejemplo, las tasas de mortalidad standard en las clases sociales británicas I y II (profesionales y directores) han mejorado desde 1950, mientras que las correspondientes a las clases III, IV y V (trabajadores cualificados, semicualificados y peones) han empeorado, algunas notablemente. Los niños británicos nacidos en familias de peones tienen cuatro veces más posibilidades de fallecer en su primer año de vida que los nacidos en familias de profesionales. Existen también diferencias de mortalidad entre regiones. Las del Sur presentan índices más bajos que Gales y East Midland.

Para combatir las desigualdades sanitarias (resistentes, porque están enraizadas en las desigualdades de la sociedad) es imprescindible aplicar con resolución y empeño durante no pocos años medidas específicas igualatorias. Aun así, los resultados son dudosos, pero el sistema sanitario habrá cumplido, al menos, el deber de procurar la equidad.

No muestra tal preocupación, sin embargo, el proyecto de ley general de Sanidad. Al contrario. Por una parte, no establece medidas específicas de lucha contra las desigualdades; se limita, en el artículo 11, a proclamar sin entusiasmo unas buenas intenciones genéricas ("los poderes públicos orientarán su política de inversiones en orden (sic) a eliminar las desigualdades sanitarias con el fin de garantizar la igualdad de acceso...").

Por otra parte, decreta un método de financiación adverso a la equidad asistencial: fundado principalmente, como antes dije, en las "cotizaciones sociales" (artículo 82.1), impone el criterio de "población protegida", y no el más justo de necesidades sanitarias, para repartir los recursos entre las comunidades autónomas. Como consecuencia inevitable, consolidará las diferencias.

La participación ciudadana en sanidad ha de ser específica y significa la intervención o la colaboración inmediata en el sistema sanitario de unos representantes del pueblo, salidos directamente del pueblo para este fin y designados de un modo -votación, azar- que asegure su independencia.

El proyecto de ley general de Sanidad, en su artículo 5.1, desnaturaliza dicha participación transformándola en "participación comunitaria a través de las corporaciones territoriales correspondientes".

Otros artículos, el 59.2 y 60.2, confirman esta aberrante conversión de la participación ciudadana en participación de los ayuntamientos y diputaciones al establecer que formará parte de los Consejos de Salud de Área "la representación de los ciudadanos a través de las corporaciones locales, y de los consejos de dirección, los representantes de las corporaciones locales elegidos por quienes ostentan tal condición en los consejos de salud".

La participación ciudadana

Así, la participación ciudadana en sanidad, vivamente recomendada por los organismos sanitarios internacionales y exigida por los usos democráticos, es escamoteada. Más aún, es expropiada al pueblo y regalada a los políticos y, en definitiva, a los partidos. Porque para el pueblo la participación en los planes sanitarios y en el control de su ejecución "a través de los representantes de las corporaciones locales" es una participación imposible, incluso teóricamente.El pueblo elige a dichos representantes -concejales, diputados- en el momento de las correspondientes elecciones, pero elegir no es participar en un asunto concreto, sino depositar la confianza en un programa o en unas personas. Cosa muy distinta y, en ocasiones, hasta opuesta a la participación.

Enrique Costas Lombardía es economista.

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