José Carreras y Montserrat Caballé cantaron en el Festival de Verona para ayudar a África

La ópera ha seguido por una vez los pasos del rock. El Festival de Verona, uno de los pocos en el mundo que financieramente arroja superávit, realizó el domingo un concierto a cargo de José Carreras y Montserrat Caballé con el fin de recaudar fondos para ayudar a Etiopía y Sudán. Acudieron al anfiteatro veronés 20.000 espectadores. El 63º Festival de Ópera-Ballet y Conciertos de Verona -50 funciones con un promedio de 15.000 espectadores cada una- está ya en su recta final. En él están interviniendo nombres tan prestigiosos como Pavarotti, Dimitrova o Cossotto, además de los españoles Caballé ...

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La ópera ha seguido por una vez los pasos del rock. El Festival de Verona, uno de los pocos en el mundo que financieramente arroja superávit, realizó el domingo un concierto a cargo de José Carreras y Montserrat Caballé con el fin de recaudar fondos para ayudar a Etiopía y Sudán. Acudieron al anfiteatro veronés 20.000 espectadores. El 63º Festival de Ópera-Ballet y Conciertos de Verona -50 funciones con un promedio de 15.000 espectadores cada una- está ya en su recta final. En él están interviniendo nombres tan prestigiosos como Pavarotti, Dimitrova o Cossotto, además de los españoles Caballé y Carreras. Este último canta hoy en la Garriga (Barcelona).

¡Qué difícil es no volver a Verona! Algunos aficionados, exigentes entre los más expertos, suelen no escatimar peyorativos a la hora de relatar su primera experiencia veronesa. Para ellos, esto es todo menos ópera y juran no regresar nunca. El año siguiente, al encontrártelos por la Via Mazzini mirando tiendas de exquisita y carísima ropa, no saben dónde esconderse. Y es que, como todos, forman ya parte de esa multitud de personas, aficionados y menos aficionados, que se han dejado seducir por la belleza de la ciudad del río Adige.Cierto es que la ópera se convierte en un espectáculo público con cierta similitud a los toros en España, con todas las connotaciones positivas y negativas que ello encierra. El público viene más a contemplar un espectáculo que a escuchar música; no se trata precisamente de un público entendido, pero sí existen grupos que casi alcanzan el fanatismo.

Las temporadas de la Arena se mantienen desde 1913, año en el que al prestigioso tenor Zenatello se le ocurrió la idea de representar una Aida monumental en el anfiteatro romano más grande del mundo tras el Coliseo de Roma. No obstante, antes de aquéllas habían tenido lugar otras manifestaciones musicales, pues incluso Rossini y Donizetti actuaron en ellas, y hasta folcióricas (espectáculos taurinos, simulácros de batallas en el far West, por no mencionar las exhibiciones en paños menores de señoritas de pomposos nombres en números eróticos y ciclistas). Los festivales como tales se han celebrado ininterrumpidamente desde entonces, exceptuando el período de la guerra (de 1940 a 1945), y puede afirmarse que prácticamente todos los grandes se han sentido obligados a reverdecer sus laureles en ellos.

El presente año -esta edición termina el 30 de agosto- el cartel lo componen tres obras de Verdi -Aida, Attila y Trovador-, además del ballet Giselle y 10 conciertos, entre los que es obligado destacar el protagonizado por la Orquesta Nacional de España (véase EL PAIS del domingo pasado). La medida de estos conciertos sinfónicos y vocales la da como ejemplo el nombre de los solistas del último de ellos Pavarotti, Dimitrova y Cappuccilli.

Impulso verdiano

Attila, una de las obras de los de nominados años de galera verdianos, se inscribe en un período os curo de la producción de su au tor, quizá cansado por sus precarias condiciones de salud. De hecho, el maestro prometió al director de la Fenice concluir la obra desde su lecho, casi al borde de la muerte, y estas circunstancias se acusan obviamente en el pobre postrer acto de la ópera. Enniárcada entre sus predecesoras Juana de Arco y Alcira y las posteriores Masnadieri y Macbeth, no contiene la deliberada voluntad de innovación de esta última ni la facilidad de inventiva melódica de Emani, pero a pesar de ello, no carece de ese magnífico impulso verdiano.La reggia y la escena de Montaldo y Ricceri se basan en la ambición de poseer el mundo que encarna Attila. El maestro Santi concertó con su habitual profesionalidad a esos 150 profesores de la orquesta y a unos solistas de excepción hoy día, Nesterenko, Carroli, Lecehetti y Maria Chiara, y, sin embargo, ¡qué lejos de los grandes se hallan los tres primeros! El bajo Nesterenko posee una voz amplia pero sin la nobleza de sus predecesores del Este (Christoff o Ghiaurov) y sin la necesaria facilidad para el colorido que en ciertos momentos exige su particcella. Carroli logra en este escenario transformar sus tosquedades en virtudes apreciadas por el público y la voz de Lucheti se aviene perfectamente al lugar corriendo como pocas. En Maria Chiara, dotada de un bellísimo material lírico de fácil agudo y con consistentes graves, sí hay una gran cantante, aunque el personaje resultase en algún pasaje excesivamente fuerte para sus características.

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