Tribuna:

Cuestión abierta

En un estudio sobre la personalidad filosófica de Epicuro, mi viejo y docto amigo Emilio Lledó, apoyándose en la profunda conexión entre el pensamiento y la situación vital de la que ese pensamiento brota y a la que viene a servir, hace ver cómo el ingreso del hombre antiguo en la estructura de poder esbozada por las conquistas de Alejandro Magno -conquistas que rompieron el marco de referencia de la polis para asignarle a un ámbito mucho mayor y todavía indeterminado- daría lugar a una nueva manera de interpretar la realidad y, por consiguiente, a una nueva manera de entender el emplaz...

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En un estudio sobre la personalidad filosófica de Epicuro, mi viejo y docto amigo Emilio Lledó, apoyándose en la profunda conexión entre el pensamiento y la situación vital de la que ese pensamiento brota y a la que viene a servir, hace ver cómo el ingreso del hombre antiguo en la estructura de poder esbozada por las conquistas de Alejandro Magno -conquistas que rompieron el marco de referencia de la polis para asignarle a un ámbito mucho mayor y todavía indeterminado- daría lugar a una nueva manera de interpretar la realidad y, por consiguiente, a una nueva manera de entender el emplazamiento que en la realidad corresponde al individuo. Pienso que semejantes readaptaciones del pensamiento a la situación desde la que ha surgido se producen continua y normalmente -aunque no con tan dramática radicalidad- en todo el curso de la historia. Y sin duda, la filosofía de la Edad Moderna, con sus secuelas en el terreno de la teoría políticosocial, está ligada a la formación de los Estados nacionales y a los desarrollos tecnológicos que condicionaron esa formación. Asimismo, las instituciones que a partir de la mentalidad burguesa fueron diseñadas en la segunda mitad del siglo XVIII corresponden a un modo de instalación en el mundo ajustado a las condiciones reales de ese mundo durante la correspondiente fase del proceso civilizatorio.Pero éstas fueron, en efecto -sin que ello -signifique desconocer su enorme importancia-, meras readaptaciones, no comparables a la gran crisis que en el mundo antiguo provocara la superación de la polis y con eso la ruptura del marco de referencias desde el cual había podido hasta entonces el individuo humano pensar la realidad y entenderse a sí propio dentro de esa realidad. En cambio, me parece a mí que aquella crisis puede ofrecernos a nosotros un buen punto de comparación con la que en nuestro mundo actual quedó abierta al iniciarse la I Guerra Mundial y se hizo patente hasta lo ineludible en la segunda, por más que esta crisis de ahora tenga unas características de aun mayor gravedad que la antigua.

En el campo de la especulación filosófica se ha llegado, durante las primeras décadas del presente siglo, a apurar la condición desesperadamente solitaria de la conciencia individual, mientras que en el campo de la ciencia aplicada la tecnología ha avanzado hasta dominar por completo al planeta que habitamos, encerrándolo en una apretada red que lo unifica, y disparándose todavía con energías excedentes hacia los espacios estelares, adonde arrastra tras de sí a la ociosa imaginación popular. Es claro que esta tecnología avanzada exige, por una parte, la renuncia a toda expansión territorial -ya la hazaña de la expedición a la Luna mostró, al mismo tiempo que su asombrosa perfección, la patética futilidad de la empresa-, y por otra parte, hace indispensable una nueva organización global de las relaciones humanas, de acuerdo con las fabulosas potencialidades que esa tecnología avanzada contiene.

En cuanto a lo primero, ¿qué decir de la delirante carrera de armamentos a que asistimos, con una acumulación de arsenales que nadie piensa emplear y cuyo empleo significaría, como nadie ignora, la indefectible destrucción del planeta? En cuanto a lo segundo, seguimos viviendo dentro del cuadro de los Estados nacionales, tan ineficaces en el día de hoy como a partir de Alejandro habían llegado a serlo las ciudades griegas, y dentro de unas instituciones -las diseñadas en el siglo XVIII para la burguesía en ascenso- que en nada corresponden ya a la realidad promovida por esta postrera fase atómica y electrónica de la revolución industrial por cuya virtud se ha homologado ineludiblemente el planeta en una sociedad de masas amorfas.

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Cabría preguntarse ante ello por qué no ha sido capaz hasta ahora el pensamiento filosófico de adaptarse a la nueva realidad creada por el hombre mismo, y de reaccionar a su reto con las soluciones idóneas. Pero preguntarse es una cosa, y otra muy distinta aventurar una respuesta. Yo me limito aquí a dejar planteada la cuestión, para que acaso la conteste quien con más ingenio, saber y perspicacia pueda quizá hacerlo.

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