Tribuna:

El miedo como conciencia pública

Si el negro es la ausencia de luz y, por tanto, de color, el despotismo, como poder absoluto en un país inerme y atrasado, es, por definición, la ausencia, mejor dicho, la imposibilidad del juego normal de las instituciones democráticas, y representa, por contraste, el atropello incesante de los derechos humanos, la brutalidad y, en consecuencia, la degradación de todos los estamentos de una sociedad. Es lo que acontece en Paraguay en forma sistemática desde hace 45 años. A la muerte del mariscal José Félix Estigarribia, conductor de la guerra del Chaco con Bolivia y último presidente constitu...

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Si el negro es la ausencia de luz y, por tanto, de color, el despotismo, como poder absoluto en un país inerme y atrasado, es, por definición, la ausencia, mejor dicho, la imposibilidad del juego normal de las instituciones democráticas, y representa, por contraste, el atropello incesante de los derechos humanos, la brutalidad y, en consecuencia, la degradación de todos los estamentos de una sociedad. Es lo que acontece en Paraguay en forma sistemática desde hace 45 años. A la muerte del mariscal José Félix Estigarribia, conductor de la guerra del Chaco con Bolivia y último presidente constitucional, en 1940 se inaugura en Paraguay la era de las dictaduras militares; primero, la del general Higinio Morínigo, que termina en el caos político que sucede a la insurrección civil-militar de 1947, que el presidente Perón ayudó a aplastar. Tras el interregno del Gobierno colorado, con el partido que lo sustentaba profundamente dividido y enfrentado, de las aguas revueltas y ensangrentadas surge en 1954 el régimen autocrático y unipersonal de Alfredo Stroessner, que inaugura en Latinoamérica la flamante doctrina de la seguridad nacional, lo que le asegura el apoyo del poder imperial y, por tanto, la caución de una ¡limitada impunidad. Instaura el modelo de las satrapías militares, que luego iba a institucionalizarse en las Juntas de triste memoria.El despotismo unipersonal -Stroessner y Pinochet son los últimos representantes en el Cono Sur de esta ralea en extinción- se propuso desde sus comienzos una estrategia a largo plazo: dividir la sociedad en dos porciones y volverlas irreconciliables. La prédica del odio fratricida entre vencedores y vencidos de la guerra civil de 1947 produjo muy pronto los efectos buscados. La discriminación prebendaria, basada en la corrupción administrativa en favor de los adictos y en la represión punitiva reservada a los segundos, prolongó y exacerbó las secuelas psicológicas y políticas de la contienda, al modo en que lo hizo Franco en España. La represión, en todas sus formas, instaló, pues, el miedo como conciencia pública individual y colectiva. Trescientos mil ciudadanos de todas las capas sociales, con un alto porcentaje de campesinos, pasaron en 30 años por las cárceles de Stroessner; o sea, el 10% de la población total del país. Treinta mil muertos y desaparecidos, aproximadamente la misma cantidad que produjo la guerra sucia en Argentina en los siete años del proceso. Más de un millón de personas viven en la expatriación forzosa o voluntaria, mientras criminales de guerra extranjeros y prestigiosos delincuentes locales e internacionales del narcotráfico disfrutan plenamente de encubrimiento y protección bajo el régimen del Estado de seguridad nacional. El paradigma de una situación semejante es Joseph Mengele, el famoso Ángel de la Muerte de Auschwitz, cuyo espectro es hoy el más buscado y el más caro del mundo. Su cabeza está evaluada en la almoneda de la cacería de nazis supérstites en más de tres millones de dólares.

Prestigio fabricado

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Stroessner sigue disfrutando, a pesar de todo -incluso a pesar del hecho de ser el jefe autocrático de la dictadura más antigua y corrompida del continente latinoamericano-, del fabricado prestigio de presidente constitucional en la farsa trágica montada hace más de 30 años. El discurso condenatorio de Reagan en Madrid contra Stroessner y Pinochet no tuvo, sin embargo, todavía las consecuencias que advendrán en su momento en la crisis e ineluctable caída de ambos regímenes. Stroessner sigue dictando su ley suprema a la sombra del estado de sitio permanente y las potestades omnímodas que le otorgan algunas otras leyes que llevan títulos más o menos idílicos, como la ley de Defensa de la Paz Pública y de la Libertad de las Personas o la ley de Defensa de la Democracia.

Esta polución del dialecto dictatorial es quizá el indicio que mejor refleja la ideología totalitaria del poder bajo su fachada institucional y el clima de rebajamiento y envilecimiento que ha producido en el país a lo largo de las tres décadas propias sumadas a los tres lustros típicamente nazifascistas que comenzaron con la II Guerra Mundial, en la que el nazifascismo fue derrotado militarmente, pero no ideológicamente.

No voy a enjuiciar a la dictadura. De esto se ocupará la posteridad, si bien la posteridad no se regala a nadie. Creo, sin embargo, que tampoco se debe caer en un planteamiento maniqueísta: el de sugerir que los abusos del régimen y las consecuencias de estos abusos deben ser cargados íntegramente en la cuenta de la dictadura. Su caso -como el de otros regímenes autoritarios- comporta un fenómeno más vasto de patología histórica y social. Su raíz es antropológica, vale decir cultural. Un fenómeno de cultura degradada, o de anticultura, si se quiere, que forma parte de la sociedad en que tales fenómenos se producen conio fallas de su propia naturaleza, de la "alucinación en marcha, que es su historia".

Los hechos de violencia totalitaria incriminan a sus autores y a sus responsables principales, pero también ponen en cuestión la responsabilidad de los sectores políticos, económicos y culturales que se quieren democráticos. Es probable que no se indague con frecuencia en qué medida el fenómeno totalitario surge y se prolonga indefinidamente porque es consentido y tolerado de alguna manera. Esta parte de responsabilidad o de irresponsabilidad de las fuerzas democráticas y de sus organizaciones políticas, sociales y culturales es la que debemos asumir con franqueza y honestidad autocríticas, si pretendemos que el análisis del

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El miedo como conciencia pública

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autoritarismo produzca lecciones, advertencias y orientaciones valederas para acabar con él y luego para prevenir y evitar sus recurrencias. El autoritarismo es fuerte y se impone porque golpea implacablemente sobre la desunión y la fragmentación de los sectores que se pretenden democráticos y que en el fondo están corroídos por la lucha de intereses, por las ambiciones de grupos, tendencias o personas. Esta lucha acaba convirtiendo la unidad democrática en el enfrentamiento de facciones rivales. El totalitarismo faccioso encuentra así en estos grupos facciosos de la democracia a sus aliados más eficaces dispuestos al pacto, al espíritu de dimisión, incluso a la colaboración directa o indirecta. Esto ocurrió en el proceso paraguayo de las últimas décadas en la fase de implantación y luego de consolidación del autoritarismo totalitario. Sus momentos decisivos se apoyaron en el cuarteamiento de la oposición democrática y en su utilización capciosa y cínica.

El vaciamiento brutal o gradual de las instituciones democráticas, la destrucción de la justicia en sus soportes jurídicos legítimos, el estado de guerra interno, que convierte a la sociedad civil y al cuerpo social de sus organizaciones en rehenes inermes del poder militar; el despojamiento o, peor aún, la degradación de la identidad de una colectividad; la imposición del miedo como la atmósfera del poder totalitario que vuelve impunes y borrosos los crímenes de lesa humanidad, son solamente algunos aspectos del Estado de derecho totalitario fundado en la doctrina de la seguridad nacional (¿seguridad de las satrapías o del Estado imperial?).

El signo, por lo menos latente, de la actividad cultural ha sido resistir a toda costa a los efectos desnaturalizadores del poder represivo -que incluye desde luego, como es sabido, la maligna fascinación del poder-; la cultura ha podido sobrevivir como expresión de las energías de la vida social, pese al bloqueo de sus fuentes y a la interdicta libertad de expresión. Situación que ha llevado a los trabajadores de la cultura sometidos al exilio interno a buscar nuevos lenaguajes, modos y recursos de expresión y, en un segundo momento, a no desconectarse del pulso de la cultura del mundo, bajo la dura ley del tiempo que les toca vivir.

En este sentido, el papel orientádor que incumbe a la cultura en el proceso de instauración de la democracia es lo que se halla esencialmente en juego en el pasaje de la transición. Hay que decirlo claramente: en la actual coyuntura paraguaya, este proceso no pasa necesariamente -por una especie de abstracto fatalismo teórico- por el terrorismo ciego de la violencia de abajo como contragolpe al terrorismo institucionalizado por el poder totalitario. De lo que se trata es de evitar ambos extremos. Los condicionamientos concretos y particulares de la transición en Paraguay determinan prioritariamente la necesidad de concentración de las fuerzas democráticas bajo el signo de la unidad en el proceso de transición pacífica hacia la democracia pluralista, inédita aún en Paraguay.

Tales posibilidades no se dan plenamente aún. Cortadas de sus bases, inmovilizadas por la represión, las estructuras partidarias se esfuerzan ahora, dentro y fuera del país, por adelantar el arduo y difícil proceso de reunificación y concentración de sus efectivos. Esto exige básicamente la progresiva conquista de un espacio político cada vez más amplio: ganar la calle en pueblos y ciudades, según lo demuestran los ejemplos de Uruguay y de Brasil. El caso argentino ha demostrado en los hechos que esta conquista no es utópica cuando la fuerza moral que emana de los objetivos nacionales respalda a los que luchan por cumplirlos y cuando su determinación es inquebrantable, pese a las grandes dificultades y pruebas que deben enfrentar y sobrepasar bajo la espada de Damocles de las deudas siderales dejadas como herencia y reaseguro de su retorno al poder por las dictaduras militares.

Las relaciones futuras entre cultura, política y economía, y el orden jurídico que sea su expresión, van a desempeñar un papel de primera importancia en la instauración de este equilibrio, difícil, pero no imposible. Tal sociedad es impensable bajo el terrorismo del poder imperante aún en Paraguay, pero es igualmente irrealizable bajo el predominio de ambiciones hegemónicas que ignoran que la democracia y la libertad implican fundamentalmente el ejercicio de los derechos ciudadanos, pero en función de la responsabilidad hacia la sociedad. Sólo esto podrá hacer que una legítima conciencia pública se instale sobre el miedo definitivamente derrotado y que la pirámide del poder totalitario se convierta de nuevo en la arena que es.

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