Tribuna:ANÁLISIS

Soltería, crisis de valores y cambio de estructuras familiares

Hace unas semanas, un grupo de hombres solteros del pequeño pueblo de Plan (Sobrarbe, Huesca) hacía un llamamiento colectivo a aquellas mujeres interesadas en entablar relaciones con ellos. Tras esta insólita iniciativa se produciría otra idéntica, formulada esta vez por los solteros de Sort (Pallars Sobirá, Lérida). Resulta sorprendente hoy en día que se produzca este clamor colectivo en favor del matrimonio, cuando la tónica actual parece tender hacia una mayor liberalización de las relaciones de las parejas. Son también muy significativos los guarismos que nos hablan del alto porcentaje de ...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Hace unas semanas, un grupo de hombres solteros del pequeño pueblo de Plan (Sobrarbe, Huesca) hacía un llamamiento colectivo a aquellas mujeres interesadas en entablar relaciones con ellos. Tras esta insólita iniciativa se produciría otra idéntica, formulada esta vez por los solteros de Sort (Pallars Sobirá, Lérida). Resulta sorprendente hoy en día que se produzca este clamor colectivo en favor del matrimonio, cuando la tónica actual parece tender hacia una mayor liberalización de las relaciones de las parejas. Son también muy significativos los guarismos que nos hablan del alto porcentaje de individuos célibes en estas poblaciones.El deseo de establecer lazos conyugales ha de entenderse e interpretarse en el contexto en el que se produce, el de una región de montaña, donde el trabajo agrícola y ganadero vincula estrechamente a los individuos con la tierra y donde casarse significa dar continuidad a unos patrimonios que sucesivas generaciones han ido forjando con su trabajo. En el Pirineo se ha dado durante siglos una coincidencia casi absoluta entre explotación agroganadera y unidad doméstica, en una especie de identificación entre la empresa y la familia. Por ello, el tema implicado en el reclamo de los solteros de Plan y de Sort no es sólo el del matrimonio; es también el de la herencia, el de poder contar con unos descendientes a los que transmitir unos medios de vida y de trabajo. No se trata, pues, únicamente de una cuestión afectiva, sino de la propia perduración del sistema económico y social. Evidentemente, el significado del matrimonio y el de la familia son en este caso bien distintos al de los contextos y situaciones en los que se desenvuelven los habitantes urbanos, pues el trabajo asalariado disocia las ocupaciones laborales de las relaciones domésticas, y éstas pueden fundamentarse en unos vínculos más flexibles y en una mayor independencia de los individuos.

Parece ser que en Plan y en Sort se celebran últimamente muy pocos matrimonios, pero no se trata de un fenómeno exclusivo de estas dos poblaciones, porque otro tanto ocurre, casi sin excepciones, en todos los pueblos y aldeas de la cordillera pirenaica. Se trata, pues, de un fenómeno generalizado que refleja la crisis de un sistema social que está soportando con dificultad todo un conjunto de transformaciones que parecen acabar con su secular sistema de vida y de cultura. Intentaremos explicarlo a través de los cambios acontecidos en la institución de la casa.

La casa era el marco social en el que se centraba la mayor parte de las actividades productivas y se ordenaban las relaciones domésticas. Era costumbre que cada propietario eligiera en vida un solo heredero de entre todos sus hijos, que normalmente era varón, y con preferencia el primogénito. De tal práctica resultaba este tipo de familia extensa, denominada troncal, basada en la convivencia de varias generaciones en un mismo hogar. El matrimonio del heredero era esencial para la continuidad de la casa, por lo que todo iba dirigido a lograr una esposa conveniente, según su status y condición. Una norma básica regía la convivencia de todos los miembros de la unidad doméstica: la casa era la razón última a la que debían supeditarse todos sus componentes. El interés del colectivo familiar se anteponía al de sus miembros individuales; así se justificaba la jerarquía existente en el interior mismo de la familia, entre los ancianos y los más jóvenes, entre herederos y no herederos, entre hombres y mujeres. La eficacia de este mecanismo ideológico era tal, que los hijos no herederos imputaban su situación de discriminación al azar genealógico (no ser varón o no ser primogénito), y ya desde muy jóvenes orientaban sus expectativas hacia el matrimonio (en el caso de las mujeres) o hacia alternativas que, en muchos casos, los llevarían lejos de su comunidad de origen. En épocas de crisis económica generalizada no tenían más remedio que quedarse en el hogar natal; eran los solterones (los oncles concos y tietes de Cataluña, los tiones y tionas de Aragón, los mutilzarrak y neskazarrak del País Vasco). Constituían una mano de obra fiel y gratuita, que trabajaba eficazmente en la empresa familiar, ejecutando normalmente las tareas de segundo orden, las más ingratas, pues el protagonismo correspondía a los propietarios y a sus herederos. El fenómeno de la soltería era, pues, algo ya presente en la región pirenaica, aunque se producía de forma selectiva: el estado célibe correspondía casi exclusivamente a los individuos sin herencia.

Sin embargo, si hoy en día la soltería constituye un problema, es porque afecta incluso a los mismos herederos y propietarios. Son las propias familias-empresa las que no se reproducen; algo ha fallado en las cuidadosas y complicadas estrategias que permitían antaño asegurar la perpetuación de la casa. Las posibilidades de trabajo que se ofrecieron en las ciudades a raíz del desarrollo industrial de los últimos años animaron a muchos jóvenes a partir. La dureza de la vida de la montaña y los inconvenientes del trabajo agroganadero, comparados con la vida urbana y con ocupaciones de más prestigio, dieron como resultado un cambio de actitud generalizado que fue creciendo en las tres décadas que van de 1950 a 1980. Ser heredero dejó de ser visto como un privilegio, por cuanto significaba quedarse en la montaña y padecer el encorsetamiento de la vida y el trabajo de la empresa familiar. Muchos ancianos vieron así marchar a todos sus hijos; otros veían mermada su antigua potestad de elegir heredero y de imponerle condiciones; la jerarquía generacional parecía invertirse.

No es una casualidad que la soltería asuma sus cotas más elevadas en el Pallars Sobirá y en el Sobrarbe, comarcas que, en el conjunto del Pirineo, se encuentran entre las que están más faltas de servicios, peor comunicadas y más desasistidas socialmente. La emigración masiva ha vaciado literalmente pueblos y aldeas; la población se encuentra envejecida; muchas explotaciones han sido cerradas por falta de mano de obra, y la soltería amenaza con hacer desaparecer muchas más. Lógicamente, la crisis que atraviesa la región afecta a la organización de sus seculares instituciones y a las propias relaciones domésticas, pues cada vez parece menos funcional el complejo abigarramiento de vínculos y obligaciones inherentes al sistema familiar tradicional. Pero la manifestación más evidente de esta crisis se encuentra, sin duda, en el fenómeno de la soltería y, por ende, en las dificultades de reproducción de la institución de la casa. Es un problema de desmoralización, de falta de perspectivas para el futuro.

Y en esta tesitura, el factor clave ha sido la actitud de las mujeres. Desde el inicio mismo del proceso de crisis de las estructuras tradicionales, las mujeres se han negado progresivamente a contraer matrimonio con los herederos de las casas ganaderas, por lo que han contribuido a decantar de forma directa el fenómeno de la soltería. Es algo lógico, si consideramos que en el antiguo sistema familiar estaban relegadas a una posición secundaría y poco gratificante. Recordemos que en cuestión de herencia eran discriminadas, pues sólo la ausencia de varones en la familia les daba acceso a la propiedad. Su papel social debía desenvolverse junto a la familia de su marido, con la que tenía que residir; en aquellas compactas familias extensas, ellas eran las personas que venían de fuera y, por tanto, debían supeditarse a las normas allí establecidas, esperando a ser ancianas para alcanzar algo de poder en la esfera doméstica. La convivencia familiar era difícil; las tensiones, frecuentes, y el peso de las obligaciones, muy considerable.

Por ello, las mujeres fueron las primeras en centrar sus expectativas fuera de un sistema que las oprimía en mayor grado que a los demás. Si había que casarse, preferían hacerlo con alguien que no estuviese vinculado a actividades agroganaderas; emigrar era otra alternativa; y, en último término, resultaba preferible permanecer como hijas o hermanas en la propia casa natal que ingresar como esposas en la del marido.

La actual crisis económica es la que ha precipitado lo que podríamos denominar el problema de la soltería. Antaño, la emigración, aun a riesgo de desertizar pueblos enteros, canalizaba la salida de todos aquellos individuos marginales para el sistema social o que no se adaptaban a la rigidez de sus estructuras.

Pero el creciente paro y la situación del sector industrial obligan hoy a que la población de la montaña busque sus alternativas de futuro en las tradicionales ocupaciones agrícolas y ganaderas, complementadas, en algunos enclaves, con el turismo. Ya no es posible resignarse o contemplar con indiferencia el desmoronamiento de un sistema social en el que se ha de subsistir, y esta circunstancia ha puesto de manifiesto la distancia que separa los distintos puntos de vista y de actitudes. Los recientes acontecimientos suscitados en Sort son reveladores de la clase de relación que reina entre ambos sexos. Las mujeres de esta villa se han sentido airadas por la actitud de los solteros y ellas han invitado a los de Plan a los carnavales. Resulta que en el Pallars hay, al parecer, más de 350 hombres solteros, y que el número de mujeres en idéntica situación asciende casi a 300. Si todos se quieren casar, ¿qué es lo que les ha impedido hacerlo? ¿A qué se debe esta falta de entendimiento mutuo? Una división profunda parece haberse producido entre hombres y mujeres, y es que unos y otras conocen demasiado bien los límites del sistema social y cultural al que pertenecen. Las mujeres son las que más desconfían de que realmente hayan cambiado los presupuestos que regían las relaciones conyugales y familiares, pues, al fin y al cabo, en todo este proceso, los hombres han continuado permaneciendo exactamente en el lugar que siempre habían ocupado. Las antiguas estructuras familiares se han flexibilizado considerablemente, pero lo cierto es que no han sido sustituidas por otras que garanticen una mayor equidad en las relaciones entre los sexos. Los próximos días serán, sin duda, importantes para la gente de Plan y de Sort, pero el problema de los solteros sólo puede resolverse, a largo plazo, construyendo nuevas bases de relación. Y esto, desde luego, no es tarea fácil.

es profesora de Antropología Social de la universidad de Barcelona.

Archivado En