Tribuna:

El triple crepúsculo

No fue el primero en tratar la cuestión, pero sí quien lo hizo de manera más explícita. En los westems de Hawks, los héroes también envejecen y Susan Clark reclina su cabeza en el hombro de John Wayne "porque es confortable", sin que la situación tenga para ella la menor connotación erótica.Sam Peckinpah centra todas sus mejores películas en ese momento de cambio en que los viejos valores desaparecen mientras los nuevos aún no están consolidados, instalándose muchas veces como meros corsés que no llegan a adaptarse al antiguo universo de pistoleros borrachines y sentimentales, que, con ...

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No fue el primero en tratar la cuestión, pero sí quien lo hizo de manera más explícita. En los westems de Hawks, los héroes también envejecen y Susan Clark reclina su cabeza en el hombro de John Wayne "porque es confortable", sin que la situación tenga para ella la menor connotación erótica.Sam Peckinpah centra todas sus mejores películas en ese momento de cambio en que los viejos valores desaparecen mientras los nuevos aún no están consolidados, instalándose muchas veces como meros corsés que no llegan a adaptarse al antiguo universo de pistoleros borrachines y sentimentales, que, con el tiempo, se encuentran en el lado bueno de la ley, como Randolph Scott y Joel McCrea en la excelente Duelo en la alta sierra, o como James Cobum en Pat Garrett y Billy the Kid. En ese lado bueno todo resulta tan inhóspito como en el malo, dominado uno por la lógica de los negocios, desmembrándose el otro en una violencia esteril y autodestructiva.

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Los personajes de Peckinpah son individualistas, románticos, afectos siempre de nostalgia por el pasado, mejor y más sincero, alérgicos a la política -tanto en Mayor Dundee como en Grupo salvaje, las implicaciones políticas de la aventura se revelan como desastrosas para Charlton Heston o William Holden-, y acostumbran a morir reconciliándose con el que había sido el mejor amigo y del que las circunstancias les había alejado. En algunos casos, la muerte tiene una abierta dimensión simbólica, como la de Jason Robards en La balada de Cable Hogue, atropellado por un automóvil, domesticador y explotador de la naturaleza que las criaturas de Peckinpah. conocieron salvaje.

Pero hay una doble dimensión en ese crepúsculo repetido en los filmes de Peckinpah. No sólo agonizan el Oeste y su mitología, sino también el propio género cinematográfico. Cada vez es más caro rodar películas del Oeste, la televisión tiende a absorber las pocas que se hacen con carácter seriado, y el mundo de los hermanos James es ya tan exótico para el espectador actual como el del capitán Drake. Ya nadie se reconoce en el western, en su espectáculo. Eso es lo que vive en propia carne Steve McQueen en Junior Bonner, donde el vaquero del XIX aparece instalado en pleno siglo XX como un montaje de feria, demasiado lejano el referente que les insuflaba verosimilitud, excesivo el peso de los años sobre el entusiasmo del protagonista.

La carrera de Peckinpah, salpicada de altibajos, tan pronto sobrevalorada y catalogado su Grupo salvaje como el mejor westem de la historia, tan pronto denostada hasta poner su interés por debajo del de un italiano de esos especializados en matar en la pantalla, a varios miles de mexicanos, es una carrera también marcada por el crepúsculo de Hollywood, lo que le marginó de los grandes estudios, le puso en manos de productores megalómanos y le llevó al borde del suicidio. A medio camino entre la autoría y la industria, Peckinpah era también un director mal adaptado a su época.

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