Editorial:

Las donaciones de órganos

LA MUCHA frecuencia con que se publican noticias acerca de trasplantes de órganos vitales puede confundir con respecto a la existencia de donaciones post mórtem: la realidad es que en España siguen siendo muy reducidas (y en algunos casos hasta hay que acudir a importaciones del extranjero). La abundancia de las informaciones está claramente justificada por la importancia científica del hecho y de sus avatares posteriores, y por la expectativa de salvación: todos somos enfermos en potencia, incluso con seguridad de ello para un futuro más o menos lejano. En cambio, no todos nos consider...

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LA MUCHA frecuencia con que se publican noticias acerca de trasplantes de órganos vitales puede confundir con respecto a la existencia de donaciones post mórtem: la realidad es que en España siguen siendo muy reducidas (y en algunos casos hasta hay que acudir a importaciones del extranjero). La abundancia de las informaciones está claramente justificada por la importancia científica del hecho y de sus avatares posteriores, y por la expectativa de salvación: todos somos enfermos en potencia, incluso con seguridad de ello para un futuro más o menos lejano. En cambio, no todos nos consideramos como salvadores, o como donantes. Es una situación psicológica muy conocida, y quizá mayor en épocas en las que disminuyen los valores de abnegación, sacrificio y amor ajeno. Muchas personas creen que estamos atravesando por una de esas etapas, como consecuencia de una mayor concurrencia por sobrevivir que puede reflejarse en una actitud más general de lejanía al prójimo.La realidad es que los trasplantes no son todavía mas que casos -y el hecho de que se informe de ellos revela que son noticia, algo fuera de lo normal, y no práctica común de la medicina- y los donantes siguen siendo muy raros. Ejemplos como los del joven de 22 años Tomás Goyer Alvarez, que legó para trasplantes todo lo que se pudiera utilizar de su cuerpo -y fue utilizado, en efecto, cuando murió en accidente de tráfico, a principio de este mes-, son muy escasos. La disposición invirtiendo la legalidad de la utilización del cadáver -todo cuerpo podrá ser utilizado para trasplantes de órganos de no existir una declaración explicita en contra; en lugar de exigir la declaración positiva a favor- no ha dado suficientes resultados, y en algunos centros se in siste en la cesión de los familiares supérstites, por miedo a complicaciones legales posteriores y hasta por delicadeza. La introducción de la burocracia es probablemente justa en teoría, pero inquietante en la práctica: el Ministerio de Sanidad ha compuesto una comisión ministerial para saber en cuáles de los centros que de él de penden, y en cuáles no, se podrán realizar los trasplantes vitales, y advertido de la necesidad de su autorización mediante una circular. Parece lógico que Sanidad requiera unas garantías técnicas y materiales, y una solvencia profesional de su personal, cuando se trata de operaciones en las que la vida de alguien dependa de esos elementos; pero la realidad es que en todos los centros se realizan diariamente, por necesidad perentoria, operaciones a vida o muerte en las que no intervienen trasplantes sin que tengan que estar vigiladas o autorizadas por comisión especial alguna. El resultado, hasta ahora, es el de un considerable bloqueo o retraso en algunos centros -como pasa en el de,Naldecilla (Cantabria), que se considera a sí mismo capacitado para trasplantes, incluso de corazón-, lo que significa que precisamente la muerte puede alcanzar en ese retraso a quien está esperando el trasplante como última sal vación.

Pero el problema esencial sigue siendo el de la escasez de donaciones. Pueden depender en gran parte de la de sidia, de la falta de formalización legal o simplemente de la escasa creencia que cada uno tiene de su propia muerte inmediata (sobre todo los jóvenes, donantes ideales), y que no incita a esa previsión; también de la falta de información de dónde brota un cadáver apto para la do nación, y de la escasa infraestructura para el traslado de los órganos. Pero en tina parte mayor está en la superstición propia y de los familiares con respecto al muerto querido. La Iglesia católica no se opone: la idea de "la resurrección de los cuerpos" no implica que deban estar enteros y, podría decirse, sanos en su tumba hasta el momento de ser llamados: es un misterio de otra índole,

y su explicación es más teológica que otra cosa. Hay religiones minoritarias que se oponen, en cambio, incluso a la simple transfusión de sangre, que es la forma más antigua y simple de la donación. Una corriente popular reflejada en las novelas y las películas -Las manos de Orlac o Frankenstein, o la legión sombría de los zombies-, que se basa en tabúes mucho más lejanos, mucho más primitivos, referidos a la esencia del cadáver y a la posibilidad de la supervivencia anárquica y vengativa en órganos dispersos o robados. Unas supersticiones, unas formas de inconsciente colectivo que carecen hoy de todo sentido real. Un instinto de repugnancia y de rechazo se produce ante la idea de ver el propio cuerpo, o el de la persona amada, hendido y despiezado en una mesa de operaciones, convertido en retazos sanguinolentos de animal de carnicería. Puramente metafórica. Es curioso que ese mismo sentido no se manifieste ante la idea del cuerpo podrido y agusanado en la tumba: parece más natural, como parece más limpio, imaginario abrasado en el horno crematorio (aunque muchas personas sigan manteniendo una fuerte oposición a ese sistema, relativamente moderno en España). Todo ello ha sido siempre muy respetable, muy dentro de algunas de las escasas libertades indiscutibles -hasta en las ejecuciones se respeta la entrega del cuerpo-, y muy de la propiedad mental y física del individuo. Pero ahora se presentan datos nuevos, que son los de que la victoria sobre estas arraigadas repugnancias ancestrales y largamente mantenidas pueden salvar vidas humanas, y que nadie está libre de que su propia vida dependa un día de la revolución cultural que hayan conseguido hacer los demás. La generosidad, en este caso como en muchos otros, puede estar fortalecida y favorecida por el egoísmo. Es forzoso pensar en cosas a las que se resiste uno y aplicarles el sistema métrico de la lógica. No ha de ser demasiado difícil ni debe costar demasiado esfuerzo sustituir el complejo de repugnancias por el de la sublimidad de la salvación de la vida ajena y hasta, si se prefiere o se tiene esa predisposición, la de imaginar la supervivencia, aunque sea parcial, dentro del cuerpo vivo de otro.

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Todavía no se ha establecido el sistema de las donaciones forzosas después de la muerte, y creemos que no existe en ningún país. Puede no ser preciso llegar a ello si se consiguen borrar las mentalizaciones arcaicas y los lavados de cerebro de supersticiones y mitos. A las autoridades sanitarias corresponde dar velocidad a la infraestructura de los trasplantes, que hoy no existe más que como deseo, y a crear, por tanto, las condiciones necesarias para que no se pierda un órgano ni un minuto. A ellas, y a todos, la creación de las condiciones mentales de la población para que aumente el número de. donaciones hasta la saturación, y dentro mismo de la medicina social, de forma que el precio de la operación no limite las posibilidades de cada uno.

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