Tribuna:

Mirarse en Brassaï

El gran fotógrafo Brassaï falleció el pasado domingo en la localidad francesa de Niza, a los 84 años de edad. Gyula Halasz nació en Brasso (Transilvania) e n 1899. Le gustaba decir que su lugar de nacimiento estaba muy próximo al del conde Drácula y que, como él, era un ser nocturno. Realmente, Brassaï (el de Brasso) era un auténtico príncipe y dominador de la noche. Gyula Halasz pidió prestada una cámara a su amigo y paisano André Kertész (Budapest, 1894) y comenzó a capturar lugares y gentes de la noche, fotografías en las que la visión del hacedor era la de alguien que sorprendió a todos, p...

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El gran fotógrafo Brassaï falleció el pasado domingo en la localidad francesa de Niza, a los 84 años de edad. Gyula Halasz nació en Brasso (Transilvania) e n 1899. Le gustaba decir que su lugar de nacimiento estaba muy próximo al del conde Drácula y que, como él, era un ser nocturno. Realmente, Brassaï (el de Brasso) era un auténtico príncipe y dominador de la noche. Gyula Halasz pidió prestada una cámara a su amigo y paisano André Kertész (Budapest, 1894) y comenzó a capturar lugares y gentes de la noche, fotografías en las que la visión del hacedor era la de alguien que sorprendió a todos, pues en ella se unían la del poeta, pintor y periodista que era Brassï. La publicación en 1933 de Paris de nuit constituyó un auténtico suceso cultural y fue, además, un éxito.Su padre había sido profesor de Literatura en la Universidad. Él había estudiado. Bellas Artes en la Academia de Budapest, y también en la de Hochschule, en Berlín-Charlottenburg (Alemania). A París llegó en 1923. Desde entonces supo vivir, como un auténtico intelectual que era, muy próximo a todo lo que acontecía y marcaba la época: sucesos y gentes. Fue amigo y colaborador de Picasso, Henri Miller, Dalí, Jean Genet... Su libro, aparecido hace dos años, Les artistes de ma vie contiene fotografías y textos que retratan a su autor, Brassï, y nos lo muestran como uno más entre todos esos monstruos sagrados de las artes plásticas de nuestro tiempo.

Llovía persistentemente y sin parar, como acostumbra a suceder en París a finales de otoño. Llegué a la casa de la calle de Saint Jacques, a su casa de siempre. Arriba, fue él quien tomó mi paraguas y lo guardó. Acababa de salir muy maltrecho (casi paralizado por completo la mitad de su cuerpo, el lado izquierdo), pero estaba muy animoso y se recuperaba. Me enseñó sus fotos españolas: Picasso, Gaudí, Dalí, la Costa Brava, Sevilla y Mallorca. Me dijo que alguna de las de Mallorca se las acababa de comprar el MOMA. Las fotografías mallorquinas, que yo no había visto nunca antes, eran un prodigio de sencillez y audacia al mismo tiempo, eran unas superficies de una pasmosa modernidad. Le dije que volvía a adelantarse a todo y a todos, como ya había hecho cuando publicó aquel otro libro revelación, Graffiti, 1961, con textos de Picasso. Me dijo que la edición buena de ese libro era la alemana, y que además era de un año antes.

Picasso y Dalí

Siguió enseñándome fotografías y libros, sobre todo de España, y también de alguno de sus viajes más queridos. También grabados y documentos preciosos de sus colaboraciones con Picasso y Dalí. Todo minuciosamente guardado en álbumes, cajas y carpetas que dejaba únicamente tocar a su gato, que alguna vez, me contó, ha roto algún negativo de cristal, "pero es así y qué le vamos a hacer, tengo muchas más". Lo tenía todo, con la excepción, justamente, de los negativos de París y la noche, que se extraviaron durante la ocupación, y que él me contó, confidencialmente y en plan misterioso, se había llevado, a América del Sur, pensaba que a Uruguay, un editor suyo que no era demasiado de fiar. Los editores le daban pavor, pues "las fotografías deben cuidarse excepcionalmente, pues de otra manera nada tienen que ver, mal impresas, con lo que realmente son y significan para el artista que las hizo". Ese libro, me contó que había sido posible editarlo de nuevo gracias a una edición perfecta que se hizo en Inglaterra y de la que se habían hecho nuevas planchas.

Al irme, me devolvió el paraguas chorreando. No se sorprendió de eso; lo que le extrañaba, me dijo, es que ahora no fuera blanco, pues lo había metido por descuido en una cubeta con revelador. Nos reímos al pensar en la cantidad de veces en que le habían reprochado lo descuidado que era copiando, y más aún pensando en tantos y tantos fotógrafos como únicamente basan el posible éxito en eso que, por otra parte, decía él, ni siquiera hacen ellos mismos. Todo el mundo, ahora, decía, manda a alguien a que se lo haga todo.

Volví a visitarle más veces. La última, a primeros de este año. Incluso usamos una polaroid y nos hicimos fotos. Miraba perplejo y fascinado la aparición de la imagen, como si de un milagro se tratase. Habló sin parar de Japón y de las preciosas y diminutas cámaras que le mandaban, y también de que era allí y en Nueva York donde más se apreciaba su obra, y se quejaba de Francia. Decía que, en definitiva, a él nunca le habían tomado por un francés, por algo nacional, y que por esa causa no se le reconocía lo suficiente. Era su única decepción. Y era verdad; él, sin duda, es el más grande, y su obra, uno de los más claros caminos de la fotografía contemporánea. Sí, mucho más claro que el de Cartie-Bresson y, naturalmente, más lúcido y moderno. El conocimiento de alguien o algo por medio de luces, sombras y dos miradas penetrantes, las del fotógrafo y el y/o lo fotografiado, es algo que únicamente puede aprenderse en Brassï. Ahora más que nunca.

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