Crítica:

Apoteosis de Monserrat Caballé

El hijo de José Ortega y Gasset me contaba hace unos años que el gran escritor y orador, cuando en una conferencia advertía que una parte del auditorio andaba perdida, comenzaba a inquietarse o simplemente se aburría, procedía él a enjaretar metáforas, a colocar deslumbrantes adjetivos y a dibujar tonos elocuentes para, sin perder el hilo del discurso, elevar el clima emotivo y recuperar la atención de los oyentes con absoluto dominio de la situación. A este recurso se refería Ortega con hermosísima frase: "Tuve que abrir el portón de los centauros".Pues bien, al acabar su recital del v...

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El hijo de José Ortega y Gasset me contaba hace unos años que el gran escritor y orador, cuando en una conferencia advertía que una parte del auditorio andaba perdida, comenzaba a inquietarse o simplemente se aburría, procedía él a enjaretar metáforas, a colocar deslumbrantes adjetivos y a dibujar tonos elocuentes para, sin perder el hilo del discurso, elevar el clima emotivo y recuperar la atención de los oyentes con absoluto dominio de la situación. A este recurso se refería Ortega con hermosísima frase: "Tuve que abrir el portón de los centauros".Pues bien, al acabar su recital del viernes, Montserrat Caballé abrió el portón de los centauros. Y no es que el público se hubiera aburrido, ni mucho menos; pero es cierto que la gran cantante había colocado entre los lieders de Schubert y las bellas Canciones negras, de Montsalvatge -que abrían y cerraban, respectivamente, el recital-, una serie de arias o canciones ariosas italianas y francesas que, si funcionaban maravillosamente como muestrario de sus portentosas cualidades. vocales y técnicas, no tenían tanto interés como pura música.

Obras de Schubert, Gasparini, Delibes, Montsalvatge y otros

Piano, Miguel Zanetti. Teatro Real, 11 de mayo de 1984.

Ello es que el público estaba entregado al arte de la cantante, pero parecía requerir la excusa para saltar del aplauso entusiasta a ese clamor de las grandes ocasiones. Y nuestra diva tampoco en eso decepcionó. Carraspeó con discreción y, coherentemente, disculpó alguna tos proveniente de la sala; explicó con simpatía cómo los focos le dificultaban al principio la lectura, lo que aconsejó saltarse Der mussensohn; rió abiertamente, contestó donosamente a piropos y peticiones de espectadores entusiastas, negoció largamente con Zanetti la elección de propinas, agradeció lo buenos que éramos todos con ella, alabó la labor de la Cruz Roja Española -cuya Asamblea de Madrid era organizadora del recital- y saludó con afecto a su alteza real la infanta doña Elena, que ostentaba la presidencia de honor en este acto, y fue cariñosamente aplaudida por intérpretes y público... Todo un segundo recital, con aclamadas interpretaciones de arias de Puccini, Cilea y Rossini.

En cuanto al programa básico, y siempre con el sensible acompañamiento pianístico de Miguel Zanetti, recordamos especialmente el singular acento dramático que Montserrat Caballé supo otorgar a Die junge nonne, ese lied schubertiano con caracteres de minidrama que adquiere especial grandeza en la interpretación de nuestra gran cantante. Tras la demostración de la capacidad para las agilidades vocales que procuraron las páginas de Gasparini, Galuppi y Paisiello vino la apoteosis belcantista con obras de Mercadante y Rossini, dichas con inigualable línea cantable y rematadas en pianísimos sobrecogedores, de inconfundible calidad y personalidad vocal. En la segunda parte, tres páginas francesas y esas Canciones negras, que suponen la presencia de la música vocal española por el mundo.

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