Tribuna:La lucha sigue en Afganistán, a los cuatro años de la invasión soviética

Las guerras de Rudyard Kipling

Afganistán fue en el siglo XIX un anticipo del Oriente Próximo, con sus guerras y sus enfrentamientos entre las grandes potencias; el primer imperio zarista que ponía pie en Asia abría su penetración a lo largo de dos ejes geográficos. Una línea seguía el futuro trazado del transiberiano hacia los mares fríos del Japón y la península de Kamchatka; la segunda viraba bruscamente apuntando al sur, con los mares calientes del Océano Indico como puerto de arribo. En esa progresión aparecía un obstáculo fragoroso y anárquico, fraccionado de pequeños principados bajo la autoridad nominal de un monarc...

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Afganistán fue en el siglo XIX un anticipo del Oriente Próximo, con sus guerras y sus enfrentamientos entre las grandes potencias; el primer imperio zarista que ponía pie en Asia abría su penetración a lo largo de dos ejes geográficos. Una línea seguía el futuro trazado del transiberiano hacia los mares fríos del Japón y la península de Kamchatka; la segunda viraba bruscamente apuntando al sur, con los mares calientes del Océano Indico como puerto de arribo. En esa progresión aparecía un obstáculo fragoroso y anárquico, fraccionado de pequeños principados bajo la autoridad nominal de un monarca islámico. Bajo diversos nombres, tantos como regiones largamente soberanas, se alzaba lo que hoy se llama Afganistán.A mediados del siglo pasado había una sola potencia hegemónica para la que los mares eran las llanuras por las que discurrían sus máquinas de guerra. Eran los tiempos del Gran Juego que cantó Rudyard Kipling, los años en que el Reino Unido disputaba a una potencia regional como Rusia las fronteras de su expansión hacia el sur. Los soldados ingleses que habían franqueado el paso de Khyber, hoy frontera entre la tierra afgana y Pakistán, querían dominar aquel glacis islámico antes de que los zares permearan la zona. Tres guerras de independencia tuvieron (ve sostener los príncipes afgano contra las fuerzas enviadas por la reina Victoria, apoya dos más o menos discretamente por San Petersburgo, sin dejar por ello, de sentir recelo de una ayuda que pudiera acabar un día en tutela. Las tropas de Su Graciosa Majestad no lograron consumar la conquista, pero sí frustrar la cabalgada rusa hacia los mares del sur, convirtiendo el Afganistán del siglo XIX en un Estado tampón, una Austria a su pesar, que aclimataba su preciosa situación geográfica al imperio estacional del león británico.

Con la invasión de diciembre de 1979, la Unión Soviética reanuda aquella marcha hacia el mediodía, y también ahora como entonces contra los ingleses, las tribus en caótica dispersión se alzan en rebeldía, apoya das por las armas y los subsidios de Occidente. La URSS hace hoy el papel de los británicos y, desaparecida la gran potencia de los tiempos de Kipling, es EE UU, su albacea anglosajón, quien asume la tiranía de los zares, avituallando en la distancia la voracidad insurrecta.

No faltan las diferencias, por supuesto. Moscú cuenta con la cobertura del régimen amigo de Karmal, tan legítimo como otro cualquiera del Tercer Mundo, mientras que nada parece indicar que las lecciones de Vietnam deban haber caído en saco roto. La intervención decisiva pero limitada de las tropas soviéticas aspira únicamente a dominar las principales ciudades, tener abiertas las grandes rutas y cansar a Occidente tanto como a los guerrilleros de la fe, hasta el convencimiento de que la retirada de Moscú sólo puede producirse bajo la garantía de un Afganistán que no abrigue jamás un régimen hostil. Para Occidente el interés de una negociación se ve limitado por la esperanza de que sea el Kremlin quien antes clame de fatiga. Mientras 100.000 soldados soviéticos chapoteen en el fango de una guerra pantanosa, a nadie corre prisa liberarlos para otros menesteres.

El objetivo de la URSS no puede ser ya otro que el que culminó en la situación de tablas relativas en la pugna del Gran Juego secular. La testarudez afgana, que esta vez juega a las dos bandas del grupo de Karmal y de los mujahiddin islámicos, obligó a que las potencias fraguaran una neutralidad armada. Cuatro años de guerra interminable deberían bastar -siglo y medio transcurrido- para probar lo bien fundado de tan grande obstinación.

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