Tribuna:Paseo por el Museo del Prado/ y 2

Ausencias y heridas

Entre los innumerables problemas planteados en el Museo del Prado, comentamos aquellos que se refieren a la presentación de sus colecciones, dado que el esfuerzo actual, al menos cara al público, parece encaminado con prioridad a esta actividad, en detrimento de los problemas de extremada gravedad que plantea la conservación de las obras. En realidad, ambos problemas van juntos y en nuestra lista plañidera se entremezclan, bastando algunos ejemplos para ilustrar nuestra preocupación:En la renovada sala adyacente a la de las grandes pinturas de El Greco, que reúne el extraordinario conjunto de ...

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Entre los innumerables problemas planteados en el Museo del Prado, comentamos aquellos que se refieren a la presentación de sus colecciones, dado que el esfuerzo actual, al menos cara al público, parece encaminado con prioridad a esta actividad, en detrimento de los problemas de extremada gravedad que plantea la conservación de las obras. En realidad, ambos problemas van juntos y en nuestra lista plañidera se entremezclan, bastando algunos ejemplos para ilustrar nuestra preocupación:En la renovada sala adyacente a la de las grandes pinturas de El Greco, que reúne el extraordinario conjunto de retratos masculinos -cuerpos negros, golas de medusa para la afirmación de los rostros- observamos cómo el mismo tono verdoso queda alterado por la iluminación -hubiera sido necesario tenerlo en cuenta-, pero sobre todo, errores que van desde la confusión histórica a la desidia artesana. Pues si los cuadros bailan (tan mal están clavados en el muro) se entiende menos que se nos muestre en la misma sala, y sin duda por criterio de reunir caballeros engolados, un cuadro de Maino, ciertamente muy bello pero de factura muy diferente.

Nadie, en la ausencia de un centro informativo, podrá indicarnos si ciertas obras importantes de la pintura española están o no colgadas en algún lugar del museo, y aunque parezca evidente que los lugares privilegiados deban reservarse a los platos fuertes del arte español, veneciano y flamenco, que forman el núcleo importante de las colecciones, no es menos cierta la flagrante ausencia de otros artistas españoles -obras clave de Carreño, por no citar más de un ejemplo- relegados durante años en las reservas. Observamos también cómo queda apretado Zurbarán, recordando con nostalgia la prestancia antigua del bello bodegón en la gran sala.

Marcar la cursilería

La colocación de dos diminutas pinturas de Goya a ambos lados de la imponente Última comunión de San José de Calasanz, aun queriendo establecer un contraste de tamaños como suele hacerse para fijar visualmente las dimensiones de determinada obra, no logran, en su desproporción, más que marcar una nota de cursilería. También resulta desplazada, por las mismas razones, la presencia en estas salas de obras no realizadas por Goya. Las meninas, provisionalmente presentadas, disfrutan desde hace años de inadecuada iluminación y su parte inferior es cortada, cuando se contempla de lejos, por las barras metálicas.

Otra elegante barrera protectora, esta vez fabricada con gran cordón rojo y pies torneados del mejor estilo remordimiento, protege de la masiva agresividad el Jardín de las delicias, posiblemente la obra peor conservada de El Bosco, que reclama con urgencia, como sucede con muchas otras pinturas, el cristal protector. Las enormes consolas de trabajada superficie en trompe l'oeil que esperan impacientemente su traslado al Museo de Artes Decorativas ahogan, entre otras pinturas, los dos únicos Watteau que posee el museo mientras dos grandes y bellos cuadros de Claude Lorrain permanecen relegados en un rincón. Las majas, al ser forzadas -bajo sospechosa misoginia- a ausentarse de su clásico aposento en la rotonda, crean la contrapartida del tumulto: grandes atascos de público en el final de vuelta atrás de la última sala de la bombonera de Goya.

El soberbio Descendimiento de Van der Weyden está colocado encima de una trampilla pintada de gris más oscuro que el del muro, como sirviéndole de pedestal. Una parte del tríptico La adoración de los magos, de Memling, actualmente en restauración, ha sido sustituida no por una fotografía del fragmento con sus correspondientes indicaciones, sino por un cartelón de grosera tipografía.

Todos estos detalles, dolorosos para los amantes del Prado, son subsanables, y sin posible comparación con los graves problemas planteados por la afluencia masiva de público, las deficiencias de la vigilancia y, el estado de conservación de obras fandamentales. Carentes de una adecuada protección el público toca impunemente las pinturas, y en una reciente visita pudimos observar cómo alguien rozaba con su bolso en bandolera El lavatorio, de Tintoretto, en penoso estado de conservación, por cierto.

Con asombro nos preguntábamos cómo era posible que todavía hoy día se permita entrar en un museo con grandes bolsos colgando del hombro, cuando obtuvimos otro y sorprendente dato confirmador de la desidia: un guía, acompañando a un grupo de visitantes, se permitió señalar un detalle del mismo cuadro apoyando una mano en la tela y dando en ella afirmativas y persuasivas palmadas. Mientras tanto, el vigilante de la sala permanecía sentado contemplando la escena. Frente a este panorama, y sin temor de ser tachados de alarmistas, es de suponer que únicamente cuando el grave e irreparable accidente surja nos percataremos al fin del peligro que la imprevisión y la permisividad suponen para la integridad fisica de las obras presentadas.

Desconchados en la pintura

Hace unos meses, con motivo de una filmación para la televisión francesa, tuvimos oportunidad de contemplar, bajo luz privilegiada, las pinturas negras de Goya. La sorpresa fue grande al observar diversos desconchados de la película pictórica que dejaban ver incluso la blancura de la tela del soporte a la que fueron transportadas en el pasado. En uno de los casos, precisamente en El aquelarre, había depositado en el marco un diminuto fragmento que podría provenir -no me atrevo a asegurarlo con certeza- de una de las abiertas heridas. En otro de los deseascarillados podía todavía contemplarse, enganchada en la escamada pintura, una enorme pelusa como proveniente de un plumero o de un trapo. Lejos de mi intención el suponer que el equipo de limpieza anda a plumerazos con las pinturas, especialmente cuando están cuarteadas, prefiriendo imaginar que fue el azar quien enganchó el flotante elemento.

Hablé con una persona responsable, quien me afirmó que era conocido el mal estado de las pinturas y que los responsables del museo, como era lógico, estaban al corriente del problema. El hecho es grave, pues estas obras fueron restauradas y barnizadas hace aljunos años, cabiendo suponer la improcedencia de dicha acción al observar la prontitud de la aparición del velo azulado en los negros (propio del mal barnizado), el paulatino cuarteamiento y, lo que es más grave, el progresivo desprendimiento de la película pictórica.

Este último fenómeno se percibe con evidencia no solamente en la hermosa pintura c itada, sino también en otras muchas, especialmente en La lectura, en La romena de San Isidro y en el Duelo a garrotazos, es decir, en algunas de las más importantes. En estos días de intenso calor, la temperatura en estas salas era sofocante, monstruosa la aglomeración de visitantes y el ruido y la polución de la ciudad penetraban a través de una entreabierta ventana cuyos ventanos impedían el paso de la luz. El guardián permanecía también sentado. Resultó imposible contemplar, a contraluz, El coloso, mientras que las dos grandes pinturas históricas, y especialmente el Dos de Mayo, que estaba mitad en la penumbra mitad con luz, quedaban prácticamente anuladas. Todo parecía tan incongruente y demencial que cualquier comparación con otros museos resultaba innecesaria. Sinceramente, no recuerdo haber contemplado semejante situación de abandono en ningún otro museo del mundo.

Lo más escandaloso de todo es simplemente el hecho de que las pinturas negras, en este caso presentadas sin estar protegidas por barrera alguna, permanezcan todavía expuestas sin vigilancia frente a un público masivo, mostrando obscenamente sus cuarteamientos y heridas, sin que ninguna medida preventiva -al menos su momentánea retirada- perimitan de nuevo su presentación bajo garantías suficientes de acondicionamiento.

Porque se trata nada más y nada menos que de una obra maestra, del conjunto más poderoso del arte español, de uno de los hechos más insólitos del arte universal. Se trata de las obras que Goya pintó para sí mismo, para poblar su casa, las únicas de tal envergadura que un hombre del pasado, anticipándose a nuestra época, realizó en libertad, sin imposiciones ni condicionamientos restrictivos, sin censura ni reservas, atento a sus fantasmas.

La fragilidad de estas pinturas tiene su origen en el traslado desde el muro en el que fueron pintadas a la tela, y en unos momentos en que gsta técnica no era todavía suficientemenie dominada, pero cabe pensar que no solamente la reciente restauración tiene la culpa de su situación actual, sino que también las condiciones climatológicas de la sala, el ambiente sobrecargado creado por el público, la polución de la ciudad y la acciónvandálica de las uñas frente al tentador cuarteamiento hayan contribuido en gran medida a su trágica degradación. De ahí la urgencia de su retirada y la necesidad de consulta a los más eminentes restauradores internacionales antes de decidir una acción terapéutica, que en manos inexpertas no podría conducir más que a su aniquilamiento.

Patética desaténción oficial

¿Qué hacer frente a este panorama, frente al silencio de la Prensa, la beatería reinante y la ausencia de respuesta por parte de los responsables? Por un lado contemplamos la presencia de un lejano abandono, fruto del maltrato y de una patética y secular desatención oficial. Véase si no el lamentable estado de la obra niaestra de El Bosco, las veladas superficies -cenicientas y empobrecidas, como privadas de sustancia- de Velázquez, la situación de los Tintoretto y Tiziano, que debido a limpiezas abusivas perdieron ya parte de sus transparencias.

Por otro lado observamos los errores de una rernodelación, la desmedida confianza otorgada a la dictadura caprichosa de los decoradores, y lo que es más grave, la desconfianza y el pánico surgidos frente al trabajo de los restauradores y al empleo de ciertas técnicas que podrían alterar irremediablemente obras que pertenecen al patrimonio no ya solamente de un país, sino de toda la humanidad. En este sentido habría que llamar la atención, una vez más, sobre el abuso del planchado, técnica mediante la cual toda vibración del pincel queda aplastada para acabar por ofrecernos un aspecto perlado, de viejo cromo plano, destruyéndose de esta forma gran parte de su expresividad.

En una interesante y ecuánime entrevista, el actual director del Museo del Prado, Alfonso E. Pérez Sánchez (Lápiz, verano de 1983), se refería con benevolencia a una declaración del autor de esta crónica. Ciertamente, que puede resultar sorprendente, en voz de quien confiesa hallar en el Prado algunas de sus emociones más intensas, la práctica abrupta de la crítica en pos de una verdad que siendo propia lo es también de muchos. Los artistas podemos aceptar la patente de corso que la liberalidad nos otorga, pero no por ello debemos dejar de opinar razonadamente, desde una apasionada objetividad, sobre aquello que permaneciendo relativamente fuera de nuestro propio universo se refiere esencialmente a los problemas de la sociedad.

La situación del Prado pertenece a este tipo de problemas, y el motivo de esta crónica indignada no obedece más que a un deseo de mejora y a la necesidad de plantear una toma de conciencia colectiva frente a lo que supone nuestra gran pinacoteca y a cuanto en ella se realiza. No creo que el actual director del museo, a través de sus recientes y esperanzadoras declaraciones, y autor del folleto Pasado, presente y futuro del Museo del Prado, en donde nos presentaba un espeluznante panorama, contradiga muchas de nuestras afirmaciones. Por supuesto que todos los museos del mundo tienen sus defectos -quien escribe es buen viajero y amante de museos-, pero lo cierto es que es precisamente ahora, en estos momentos, cuando se realizan por primera vez en la historia reciente reformas importantes que pueden configurar definitivamente su aspecto.

El Museo del Prado nunca fue el mejor del mundo (todos los grandes museos son diferentes e incompletos) pero sí el más intenso y el más triste. Ahora es el más frívolo, pareciendo como si el esfuerzo renovador fuera dirigido a apagar su sobrecogedora intensidad.

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