Tribuna:

El bandujo de los demás

La economía política es ciencia rara y antojadiza. Digo lo que queda dicho desde la perspectiva del lego, aunque me reconforta la evidencia de que hasta el más indocumentado de los hombres dispone de datos suficientes para dar por buena la conocida sentencia que asegura que los economistas y los militares son unos profesionales a los que se educa casi a la perfección para encararse con una crisis que ya ha pasado. A lo que dicen algunos estudiosos también son peritos, los economistas y los militares, en el raro arte de producir los condicionamientos precisos para que pueda hacer eclosión la cr...

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La economía política es ciencia rara y antojadiza. Digo lo que queda dicho desde la perspectiva del lego, aunque me reconforta la evidencia de que hasta el más indocumentado de los hombres dispone de datos suficientes para dar por buena la conocida sentencia que asegura que los economistas y los militares son unos profesionales a los que se educa casi a la perfección para encararse con una crisis que ya ha pasado. A lo que dicen algunos estudiosos también son peritos, los economistas y los militares, en el raro arte de producir los condicionamientos precisos para que pueda hacer eclosión la crisis, que, sin su esfuerzo, no se hubiera causado.Los economistas vinculados al partido que gobierna España nos han dejado dicho últimamente y por boca tan ilustre como la del Ministerio de Industria y Energía, que los males que venimos padeciendo -y muy concretamente la crisis industrial y el paro- se pueden resolver a medio plazo echando a algunos obreros a la calle.

Es una medida no poco paradójica, al menos de cara a la idea de reducir el número de parados, aunque me imagino que vendrá respaldada por muy sabias interpretaciones de curvas de tendencia, tablas de varias entradas y demás arbitrios de tal guisa, que consiguen hacer de la economía, si no una ciencia en el sentido en que lo es la física, algo al menos más serio que la parapsicología o el tarot.

Los legos nos esforzamos por comprender que la solución de nuestros males económicos no es ni evidente ni sencilla, y ya estamos empezando a hacerlo. Por encima de los programas electorales de los partidos políticos se sitúa un pragmatismo económico que permite muy escasas alegrías al Gobierno de turno bajo la amenaza de que todo siga igual, es decir, algo peor cada día. Aun así, no acabo de entender la filosofía profunda de las medidas económicas que, al ser pregonadas como inevitables, mucho me temo que se nos acabarán imponiendo.

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En el mes de diciembre del año pasado coincidí en Caracas con el profesor Hayek, premio Nobel de Economía si no me falla la memoria. En ocasión de una conferencia de prensa a la que no asistí, pero de cuyo desarrollo pude enterarme por la lectura de los periódicos y el testimonio de muy cultos amigos, Hayek dijo algo bastante parecido a que contaba con la solución para la crisis mundial en que nos encontramos; supongo que, de ser cierto, justificaría de sobras el que a Hayek se le volviera a honrar con los laureles del premio por excelencia. La idea que Hayek tenía era la de provocar un paro obrero ingente, del orden de la mitad de la población activa, sobre poco más o menos, lo que, a su juicio, resolvería la situación crítica en un tiempo milagroso. Para uso de gobiernos más tímidos en la aplicación de medidas liberales, Hayek proponía también un paro más modesto (¿un 30%, por ejemplo?) durante algo más de tiempo. Para el ilustre economista, la política gubernamental de intentar mantener el paro en términos realmente moderados no significaba más cosa que prolongar indefinidamente la crisis.

Supongo que ni los economistas del Gobierno comulgan con tan liberales ideas ni tampoco entra en sus criterios de planificación el elevar a cantidades monstruosas, aunque por breve tiempo, la situación de desempleo, pero el proyecto de reconversión industrial por el camino de una fuerte reducción de la plantilla es, al menos tácticamente, algo que sintoniza bien con la idea de Hayek. Insisto en que mi formación como economista no me permite añadir comentario alguno a tan sesudas y abundantemente justificadas afirmaciones, y declaro que tan sólo querría recordar que los modelos, tanto los económicos como los políticos, sociológicos, históricos o del cariz que fueren, siempre y por definición dejan cosas de lado. ¿No estaremos olvidando una pieza clave para lo que no es sino el esqueleto de la convivencia entre españoles?

No se puede hablar de cifras de paro como si se tratase no más que de un aséptico dato estadístico a considerar a la hora de prevenir el almanaque del año. El paro no es indefinidamente elástico y en su condición entra todo un mundo de consideraciones extraeconómicas o, si se prefiere, paraeconómicas, que incluye situaciones como la desesperación, la pérdida del hábito de trabajo, la tragedia de unos subsidios insuficientes e incluso inexistentes, la delincuencia ceñida y vinculada a la miseria y demás evidencias de análogo talante que son hoy, y por desgracia, de una absoluta realidad que jamás se niega a quien quiera verla. Un paro real, un paro sin apoyo de la economía golfa y que alcanzara hasta tres o incluso cinco de cada diez 10, podría no significar la base para una reactivación, sino, sencillamente, la quiebra de una sociedad que nos ha costado mucho construir y no poco defender contra todo tipo de aventuras y milagrerías, de odios y de violencias.Supongo que si la reactivación industrial exige que más hombres se queden sin comer debemos ser capaces de contestar a la pregunta que plantee cuál es el límite del que no se puede pasar bajo pena de quiebra social irreversible. Recuérdese que con las cosas de comer no se juega y que el estómago del prójimo, el bandujo de los demás, es sagrado. Y si los resultados no son todo lo brillantes que los estadísticos hubieran deseado, pensemos que quizá haya razones de índole política que justifiquen el dejarlos, pese a todo, tal como están. La medicina nos ha enseñado hace ya mucho tiempo que, a veces, la única forma de salvar a un enfermo sea la de mutilarlo hasta la paradoja. No cometamos la torpeza de algunos ilustres cirujanos cuando aseguran que la operación fue técnicamente perfecta, aunque, como incidente secundario, el paciente tuvo la poca delicadeza de morirse.© Camilo José Cela, 1983.

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