Tribuna:La guerra de las Malvinas, un año despúes

De 'gesta' militar a aventura desastrosa

"¿Que qué ha pasado? Que le dimos con todo a los ingleses, que echamos al mar a los piratas". Era la mañana del 3 de abril de 1982, y el taxista que me llevaba desde el aeropuerto internacional de Eceiza hasta el centro de Buenos Aires se sentía orgulloso de la histórica victoria conseguida por su país el día anterior, al ocupar las Malvinas. Argentina era una fiesta aquella mañana otoñal.Banderas celestes y blancas colgaban ya de los balcones. Apenas unas horas antes, miles de personas se habían manifestado ante la Casa Rosada para expresar su apoyo a la decisión de la Junta Militar, e...

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"¿Que qué ha pasado? Que le dimos con todo a los ingleses, que echamos al mar a los piratas". Era la mañana del 3 de abril de 1982, y el taxista que me llevaba desde el aeropuerto internacional de Eceiza hasta el centro de Buenos Aires se sentía orgulloso de la histórica victoria conseguida por su país el día anterior, al ocupar las Malvinas. Argentina era una fiesta aquella mañana otoñal.Banderas celestes y blancas colgaban ya de los balcones. Apenas unas horas antes, miles de personas se habían manifestado ante la Casa Rosada para expresar su apoyo a la decisión de la Junta Militar, encabezada por el tenieme general Leopoldo Fortunato Galtieri. Éste, un militar de historial más bien gris y, según las malas lenguas, aficionado a la botella, no daba crédito a sus ojos al ver a toda aquella gente aplaudiéndole. El general Alfredo Saint Jean, ministro del Interior con ambiciones políticas propias, le dijo aquella tarde, en el balcón: "Disfrute, mi general, disfrute".

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Eran días de vino y rosas. Nadie podía imaginar entonces que el Reino Unido, una ex potencia colonial con graves problemas económicos, iba a enviar una flota de guerra para recuperar unas islas yermas, con más ovejas que habitantes. El orgullo argentino estaba a salvo.

Los medios de comunicación, los semiproscritos partidos políticos y las centrales sindicales se unieron al carro de los presuntos vencedores. Había que ver aquellas crónicas, aquellos editoriales, que calificaban de gesta la invasión por sorpresa de las islas a cargo de cientos de soldados argentinos y la rendición de unas docenas de royal marines británicos, no sin antes haber causado un muerto y varios heridos a los atacantes.

Saúl Ubaldini, líder de una de las ramas de la poderosa central sindical CGT, viajó a las Malvinas, junto con una representación de políticos. La televisión le mostraba comprando recuerdos en una tienda de Port Stanley, la capital de las islas, que, tras algunas vacilaciones, fue rebautizada finalmente con el nombre de Puerto Argentino. Quizá los desarrollistas del MIR fueron los únicos que discretamente se opusieron a lo que entonces era una hazaña bélica y más tarde sería una desastrosa aventura. Las señoras de clase acomodada donaban algunas de sus joyas para la causa, y los más populares presentadores detelevisión hacían programas especiales para recaudar fondos. "Al fin estamos unidos, aunque sea por los milicos", decía algún ingenuo.

Por muchas listas que se confeccionaron, muchas esperas junto al teléfono del hotel, muchos impresos rellenados, fue imposible para los centenares de corresponsales extranjeres llegados a Buenos Aires el viajar a las Malvinas. Ni siquiera cuando el entonces exultante general Galtieri visitó las islas, vestido con traje de campaña, y exhortó a sus hombres a defenderlas hasta la muerte. Sólo un escogido equipo de la televisión argentina y algun que otro fotógrafo pudieron votar en los aviones militares a las Malvinas.

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El indudable sentimiento nacional argentino de que el archipiélago era tierra usurpada por los británicos propició todo tipo de patrioterismos. Hasta Mario Firmenich, el líder guerrillero exiliado en Cuba, se ofreció para defender las Malvinas En el viejo café Tortoni, en los restaurantes del barrio Norte y en la peatonal calle de Florida, todo el mundo festejaba el acontecimiento. Exegetas de ocasión razonaban que sólo un Gobierno de hecho, como la dictadura militar, pudo tomar tan acertada medida.

La Juna Militar argentina, responsable de miles de asesinatos políticos y del hundimiento económico de uno de los países más ricos del mundo, parecía así justificar su existencia. El proceso de reorganización nacional, eufemismo con el que se autodenominaba la dictadura, no sólo había acabado drásticamente con la guerrilla de Tucumán, con los terroristas urbanos, sino que ahora recuperaba la integridad nacional. Mientras tanto, pese a las idas y venidas del general Alexander Haig, a la sazón secretario de Estado norteamericano, y de los inútiles intentos mediadores que desde la ONU hacía Pérez de Cuéllar, la flota británica navegaba hacia el Atlántico sur.

La hecatombe

Después vino la hecatombe. Los primeros combates, el hundimiento del buque-insignia de la Armada argentina -el crucero General Belgrano- y los razonamientos de estrategas de tres al cuarto, militares y civiles, que pretendían explicar cómo era imposible que una fuerza expedicionaria compuesta por soldados mercenarios ocupara esas islas, defendidas por miles de aguerridos y bien pertrechados soldados argentinos.

Mientras tanto, cada jueves, las Madres de la Plaza de Mayo continuaban su dramática protesta alrededor del obelisco de la plaza. Exaltados jóvenes las insultaban y las llamaban locas. Ellas seguían preguntando por la suerte de cerca de 30.000 desaparecidos: sus hijos, maridos o nietos. En varias ocasiones lucieron una escalofriante pancarta: "Las Malvinas son nuestras; los desaparecidos, también".

Cuando, el 14 de junio, las tropas del general Mario Benjamín Menéndez se rindieron incondicionalmente a los británicos, en una de las más humillantes derrotas de la historia militar moderna, una losa de plomo cayó sobre Argentina. Gases lacrimógenos y disparos al aire disolvieron aquella trágica noche a los manifestantes que gritaban: "¡No se rindan!" Galtieri fue destituido por sus compañeros de armas, al igual que Nicanor Costa Méndez, el renqueante ministro de Asuntos Exteriores, que tan torpemente llevó las negociaciones. El sentimiento popular se volvió más contra Estados Unidos que contra los británicos. Satélites espías, armas ultrasofisticadas. Todo había contribuido a la derrrota argentina en esta primera guerra entre el desarrollado Norte y el desamparado Sur.

El resto de la historia está aún por escribirse. La dictadura argentina tiene que explicar esa desafortunada aventura, el porqué de los miles de jóvenes muertos, las torturas y los malos tratos que aplicaron a los reclutas en las Malvinas unos oficiales que no dieron precisamente ejemplo de valor ni de profesionalidad cuando llegó la hora de la verdad. El general Menéndez, que se había destacado como represor de la guerrilla de Tucumán, pasará sin duda a los manuales de estrategia militar como ejemplo de cómo no hay que defender una posición. Ahora, destituido en el ejército, conspira con sus compañeros de armas en los cafés de Buenos Aires. Y tras siete años de una desastrosa gestión política, militar y económica; tras crear una auténtica frustración nacional con su grotesca aventura, los dictadores argentinos tratan de negociar su impunidad y recurren a la única solución posible: devolver el poder a los civiles.

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