Reportaje:

Recuerdo de los veranos madrileños de Ramón J. Sender y su esposa, Amparo Barayón

En los primeros años de la década de los 30, mi padre Ramón y mi madre Amparo veraneaban en una villa preciosa de dos pisos, en San Rafael. Allí, con parientes y amigos, conocieron sus más felices momentos sentados bajo el castaño que ocultaba el jardín de la carretera. Es la última casa del pueblo antes de donde empiezan los prados y los bosques.Visité la villa el 24 de julio, casi 46 años después del día en que Amparo y Ramón se despidieron para siempre al lado de los árboles. La guerra invadió de repente su paraíso. Ella fue, en doce angustiosas etapas, al martirio. El se marchó exiliado, l...

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En los primeros años de la década de los 30, mi padre Ramón y mi madre Amparo veraneaban en una villa preciosa de dos pisos, en San Rafael. Allí, con parientes y amigos, conocieron sus más felices momentos sentados bajo el castaño que ocultaba el jardín de la carretera. Es la última casa del pueblo antes de donde empiezan los prados y los bosques.Visité la villa el 24 de julio, casi 46 años después del día en que Amparo y Ramón se despidieron para siempre al lado de los árboles. La guerra invadió de repente su paraíso. Ella fue, en doce angustiosas etapas, al martirio. El se marchó exiliado, llevando de las manos a dos niños desamparados.

Hoy la casa parece que ha estado deshabitada desde aquel día, cuando el terror ahuyentó de todos los hogares a sus moradores. El jardín está tupido de tal forma que tenía que abrirme paso de la maleza de zarzamora hasta la puerta. Dentro de la casa, el suelo estaba lleno de escombros.

No puedo describir con qué emoción he subido esas escaleras en ruinas, poniendo cada peldaño a prueba. ¡Qué terrible ironía si un techo hundido me enterrara!. Arriba estaba nuestro apartamento. Busqué cosas familiares en la oscuridad. En el pasillo había un tocador hecho pedazos, que casi reconocí. Recordaba los chillidos y las llamadas de las golondrinas en las cornisas y el olor de la jara silvestre de los prados. En el dormitorio más grande estaba el somier oxidado de una cama de matrimonio, tal vez la misma cama donde durmieron juntos Amparo y Ramón.

Sueño con la casa renovada, con las pinturas de mi padre expuestas en las paredes, con sus manuscritos sobre el escritorio y con su vieja biblioteca, que tal vez exista aún en algún sótano de Madrid.

Tal vez alguna organización literaria de España pueda comprar la propiedad y crear en esta villa un pequeño museo conmemorando a Ramón J. Sender y a la mujer que él amó. Para mí, Ramón y Amparo simbolizan España no solamente porque son mis padres, sino también por su personalidad. Mi madre era profundamente católica y, a la vez, independiente y liberada, una mujer para después de su época.

El ardiente anarquista

Era una madre ideal y famosa en Zamora por su corazón abierto hacia la gente pobre. Papá fue, sin embargo, el ardiente anarquista de Aragón que desdeñaba la ceremonia, el sentimentalismo y el romanticismo desde el punto de vista de una persona realista. Pero hay que reconocer las paradojas en las profundidades de mi padre. La música (aun la Marcha Real) le conmovió hasta el punto de llorar. Su amor por su España perdida y su Amparo perdida quemaban su alma.

Ramón y Amparo también simbolizaban su patria en otros aspectos. Amparo era de la región más alta de Castilla; él, de la frontera aragonesa-catalana. Se conocieron en el centro de España, Madrid. San Rafael era su retiro veraniego forestal, donde iban para olvidarse de las nubes tempestuosas que venían atravesando Europa. ¡Qué ironía que en ese pueblo se hiciera la línea fronteriza entre las dos zonas!

Algún día espero regresar a ver la casa tal como Amparo la conoció, llena de flores, amigos y libros. Por supuesto, quisiera ayudar con cualquier propósito de conmemoración. Tengo algunas pinturas, la máquina de escribir de mi padre y ahora también la radio de Amparo.

Pienso que sería algo consolador dar a Ramón J. Sender un poco de amparo y revivir a Amparo en España otra vez.

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