Tribuna:

Grandeza y miseria de la tercera emigración

La primera emigración rusa la formaron los opositores del zarismo, que, a finales del siglo pasado y a comienzos del presente, fraguaban desde París, Zurich, Berlín y Nueva York la caída de los Romanoff. Desde liberales de centro hasta comunistas de la más severa ortodoxia como Lenin y Bujarin, cada cual con su fórmula salvadora, se escondían de las manos invisibles pero implacables, de la Okhrana y soñaban con una nueva Rusia. Lo que aquello dio de sí ya lo conocemos, para desventura nuestra y de la gran nación rusa.La segunda emigración, más pintoresca, pero también más patética, la c...

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La primera emigración rusa la formaron los opositores del zarismo, que, a finales del siglo pasado y a comienzos del presente, fraguaban desde París, Zurich, Berlín y Nueva York la caída de los Romanoff. Desde liberales de centro hasta comunistas de la más severa ortodoxia como Lenin y Bujarin, cada cual con su fórmula salvadora, se escondían de las manos invisibles pero implacables, de la Okhrana y soñaban con una nueva Rusia. Lo que aquello dio de sí ya lo conocemos, para desventura nuestra y de la gran nación rusa.La segunda emigración, más pintoresca, pero también más patética, la constituyeron los grandes burgueses y miembros de la nobleza y el Ejército del zar, que lloraban en los cabarés de París, Berlín y Estambul la nostalgia de un mundo que había naufragado para siempre y que ellos jamás pudieron, ni quisieron, conservar sacrificando, para su prolongación, su egoísmo mundano, superficial y mezquino. Los príncipes conduciendo taxis en París y sirviendo en las mesas de los restaurantes de la Rive Droite, atestados de americanos de la generación perdida, son la estampa convencional y usada hasta el cansancio de esta segunda emigración.

La tercera emigración, a mi juicio la de más profunda y perdurable influencia en la historia del espíritu y en el destino de nuestra civilización, está compuesta por quienes han opuesto un no rotundo y sin ambages a la asfixiante y gris burocracia soviética, cuya principal preocupación ha sido uniformar y nivelar, al límite de la más obsecuente insignificancia, toda expresión del pensamiento y de la sensibilidad en un país que habiendo llegado muy tarde a la historia europea, cuenta, sin embargo, con una de las tradiciones literarias y artísticas más intensas y notables jamás conocidas. Es preciso reconocer que la disidencia rusa de los últimos treinta años constituye una de las más altas hazañas del espíritu y una de las pocas señales de esperanza en esta mezcla de supermercado y gulag en que se va convirtiendo nuestro mundo.

Porque la grandeza de un Soljenitsyn, de un Amalrik, de un Pliuchtch, de un Bukovski, de un Roy Medvedev, de un Grigorenko y de todos los que como ellos han salido de la URSS después de pasar por el infierno de Siberia y de las clínicas de readaptación psiquiátrica, es que su voz no se ha limitado a denunciar y a condenar el atroz sacrificio, la mutilación irreparable que sufre su pueblo, sino también, y en qué forma, la hipócrita tartufería de un estéril paraíso que convierte al hombre en productor y consumidor inagotable de objetos y satisfacciones que no solamente le son superfluos, sino que le someten a una esclavitud tan castrante y cretinizadora como la que le ofrece el marxismo-leninismo.

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Creo haber leído la mayoría de los testimonios que se han publicado en Occidente sobre el mundo de la disidencia en la URSS. Sería inútil y tedioso hacer siquiera un somero recuento de todos ellos. Quisiera, sí, aludir a los que me parece que tienen una mayor trascendencia por su valor literario y por la fecundidad de su denuncia.

En primer término está, sin lugar a dudas, la obra de Alejandro Soljenitsyn. El autor de El pabellón de Cáncer, Archipiélago Goulag, El primer círculo y Agosto de 1914 es el genuino y cabal continuador de la gran tradición de las letras rusas y su obra empalma, naturalmente con la de los grandes nombres del siglo pasado y también con la de Bunin, Biely y Paustowski. Se puede estar de acuerdo o no con su febril y apocalíptica visión de nuestro destino o con su orientación religiosa, que brota de las más antiguas fuentes de la ortodoxia eslava. Pero es imposible negar la soberbia fluidez de su estilo narrativo y la honestidad desgarradora de su testimonio. De mí sé decir que comulgo plenamente con sus ideas y con su visión de nuestra inevitable decadencia.

Por la altanera y arisca inconformidad como supo dar cuenta de su experiencia de disidente dentro de su patria y como criticó la ceguera y la santurronería ñoña de las democracias occidentales frente a la URSS, debo reconocer mi predilección por la obra de Andrei Amalrik. El más ruso de todos, a mi juicio, el más Karamzof, que dio a su prosa ese ritmo, ese escalofrío, esa premiosa respiración del que no puede más y está resuelto a todo, es el autor del Viaje involuntario a Siberia, Diario de un provocador y ¿Sobrevivirá Rusia en 1984? Por cierto, que acabo de terminar su estudio sobre Rasputín, que quedó inconcluso al morir Amalrik, el año pasado, cuando se dirigía a Madrid para abogar por la causa de los disidentes soviéticos. Esta obra es un ejemplo de examen histórico sereno, inteligente y esclarecedor sobre una época y un personaje en donde la leyenda y la pasión partidista han hecho su agosto hasta distorsionar, ocultar y mutilar la verdad, haciéndola irreconocible. Es admirable la habilidad, la malicia y la lucidez como se mueve Amalrik por la enmarañada espesura de los años que vieron caer el zarismo y nacer la dictadura del proletariado.

Debo también confesar mi debilidad por un pequeño libro de Viktor Nockrassov, que lleva por título, en la versión francesa, Carnets dun badaud (Carnés de un mirón podría ser la más cercana, aunque insuficiente, traducción). Allí relata el gran cuentista, que recibió el Premio Stalin por sus historias sobre Estalingrado, su experiencia con la KGB y las serviles figuras de la Asociación ole Escritores que conspiraron contra él hasta enviarle al exilio. Revive sus años de estudiante de arquitectura en Kiev, sus recuerdos de la ciudad santa de Ucrania que ama entrañablemente y que ve cómo va cambiando de rostro y perdiendo toda huella de su grandeza pasada en aras de un funcionalismo imbécil. Con una leve sonrisa, en donde se mezclan la ironía y la ternura, Nekrassov nos narra su calvario sin jamás alzar la voz ni caer en lamentaciones vanas. Hay mucho de Turgeniev, de Chejov y también de Babel en la tersa andadura de su prosa directa y sin énfasis.

Por último, no puedo dejar de mencionar las Memorias del general Piotr Grigorenko, el defensor de las minorías de Crimea y de Ucrania, liquidadas en un genocidio estúpido por un centralismo burocrático, cuyo cinismo sólo es comparable a su inconsciencia inaudita. Este soldado, que al final de una gloriosa carrera resuelve comenzar de nuevo, esta vez del lado de los engañados y ofendidos, es uno de los ejemplos más conmovedores de dignidad humana. Sus recuerdos son una maravilla de claridad, de honestidad y de perspicacia sin tapujos. Las casi mil páginas de estas Memorias constituyen, a la vez, un documento invaluable y una galería de retratos y lugares que hacen de su lectura un placer inolvidable.

La enumeración de mis preferencias ha sido fragmentaria y a todas luces insuficiente, como toda empresa de esta clase. Que da sólo indicar a la atención de mis lectores la importancia de este acervo de verdad y de esperanza que constituye la obra escrita de los disidentes rusos. Vale preguntarse ahora cuál ha sido la respuesta de Occidente a esta empresa desesperada y espléndida. Escuchemos lo que sobre el particular tiene que decir el gran poeta Josip Brodski, exiliado en Estados Unidos desde los años sesenta y una de las más conmovedoras y lúcidas figuras de la tercera emigración: "Yo diría que lo que contribuye a la incapacidad de los intelectuales occidentales para comprender la disidencia es una nostalgia burguesa del orden. Un miedo a la libertad. El individualismo, y aun cuando confine con lo excéntrico, es la única forma existente de defensa contra la reglamentación. Si uno percibe erróneamente este fenómeno, corre el peligro de caer, y éste es un peligro que se siente en Europa, en el totalitarismo, en la muerte de todo individualismo. Me sorprende mucho la prisa de la gente, sobre todo de los intelectuales, en formar grupos o agrupaciones, cualesquiera que ellas sean. El fascismo no es propiedad sólo de la derecha. Hay fascismo de izquierda. El irrespeto a la literatura, por ejemplo, es común tanto al nazismo como al comunismo. Debo decir que no creo en los movimientos de masas ni en los movimientos populares. Creo en los movimientos individuales. Lo que me asombra y asusta en los intelectuales de Occidente es su considerable falta de individualismo".

En estas palabras, Brodski toca el punto medular del callejón sin salida en que se halla la disidencia rusa. Occidente le ofrece, con otros nombres y otras metas, la misma muerte del individuo en aras de una burocracia niveladora y cretinizante. Lo dicho: o el gulag o el supermarket y el estéril erotismo de Playboy. Malos tiempos, en verdad, para quien sueñe aún con salvar al hombre.

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