Tribuna:

La realidad manipulada

Una cosa son las tremendas condiciones históricas de Polonia -que fueron tema de esta columna la semana anterior- y otra cosa bien distinta, indigna e indignante, ha sido el manejo político de la información occidental. Una infamia mayor, no sólo contra la nación polaca, que está tratando de enderezar su destino con tantas dificultades y sacrificios, sino también contra la opinión pública de las democracias capitalistas, que en estas tres semanas ha estado a merced de una histeria informativa con muy pocos precedentes, y con muy pocas excepciones.Apenas ahora se empieza a saber a duras penas q...

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Una cosa son las tremendas condiciones históricas de Polonia -que fueron tema de esta columna la semana anterior- y otra cosa bien distinta, indigna e indignante, ha sido el manejo político de la información occidental. Una infamia mayor, no sólo contra la nación polaca, que está tratando de enderezar su destino con tantas dificultades y sacrificios, sino también contra la opinión pública de las democracias capitalistas, que en estas tres semanas ha estado a merced de una histeria informativa con muy pocos precedentes, y con muy pocas excepciones.Apenas ahora se empieza a saber a duras penas qué sucedió de veras en Polonia, pero ya nadie pobrá borrar el escándalo de una Prensa hablada, televisada y escrita, que no parecía desear nada más que un cataclismo universal. Este frenesí estuvo en muchos casos contra la corriente de los propios Gobiernos occidentales, que por una vez dieron muestras de una prudencia afortunada. No es para menos. Después de la crisis de octubre de 1962, que el historiador inglés Hugh Thomas consideró como la más grave de la comedia humana, esta de Polonia no necesitaba sino un paso en falso, por mínimo que fuera, para acabar con lo poco que ya le va quedando a este mundo.

La culpa, por supuesto, está bien repartida. Si el Gobierno polaco no hubiera atrancado sus puertas por dentro, como en efecto lo hizo, no hubiera sido tan fácil distorsionar la verdad. Esto prueba una vez más que lo único más peligroso que una mala información es la falta absoluta de información. Pero ha bastado con que se abran las primeras grietas en la cortina de hierro del general Wojciech Witold Jaruzelski para que se compruebe hasta qué punto puede ser diabólica una realidad manipulada.

Yo estaba en París este lúgubre domingo de invierno, cuando un amigo me llamó por teléfono para decirme, sin aviso previo, que las tropas soviéticas habían invadido Polonia. Lo primero que me vino a la mente fue la comprobación de una casualidad: también en las dos ocasiones anteriores en que algo semejante había ocurrido yo me encontraba en París, en circunstancias siempre diferentes. La primera vez, en 1956, cuando era un corresponsal varado, fue el drama de Hungría. Mi reacción, pienso ahora, fue la correcta: me eché a la calle dispuesto a viajar a Viena de cualquier modo para meterme de contrabando en Budapest, como lo estaban haciendo tantos otros periodistas del mundo, y escribir en caliente el reportaje de mi vida. La segunda vez, en septiembre de 1968, encendí medio dormido el receptor de radio de la mesa de noche, como obedeciendo a un presagio, y escuché la noticia: las tropas del Pacto de Varsovia estaban entrando en Checoslovaquia. Mi reacción, pienso ahora, fue la correcta: escribí una nota de repudio por la interrupción brutal de una tentativa de liberalización que merecía una suerte mejor. Esta vez, pienso ahora, también mí reacción fije la correcta: sentí un terror irresistible por el destino de tantos hombres y mujeres inocentes que habían esperado ese domingo para ser felices, sin pensar que era un día señalado para la muerte. En realidad, desde que empezó esta crisis, yo pensaba que una intervención soviética no era posible, a menos que Polonia pretendiera abandonar el Pacto de Varsovia, y pensaba además que aquella determinación inconcebible sería el pretexto que Estados Unidos deseaba para lanzarse a una aventura loca en el Caribe. Aquel domingo aciago -de acuerdo con la noticia que un amigo me acababa de dar por teléfono- lo imposible había ocurrido. De modo que me levanté pensando en el Caribe, aquel mundo remoto y amado donde todavía seguía siendo la noche anterior, una noche de sábado caliente y bulliciosa, como todas las nuestras.

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Las informaciones eran entonces tan confusas, y dirigidas con tanta perversidad, que se necesitaron varias horas para darse cuenta de que la intervención soviética no había ocurrido. Pero tanto en la radio como en la televisión quedaba flotando la duda de que hubiera soldados soviéticos disfrazados con uniformes polacos y confundidos con la tropa local. Muy pronto se estableció como un hecho indiscutible que el número de detenidos en los allanamientos nocturnos era de 50.000, que todos habían sido enviados a campos de concentración del mar Báltico, a treinta grados bajo cero y con dos metros de nieve en este invierno implacable, y que los dirigentes del sindicato Solidaridad eran víctimas de torturas infames. Fue muy poco lo que no se dijo sobre la suerte de Lech Walesa: que había sido enviado a Siberia, que el Gobierno militar lo mantenía como rehén para rnantener la resistencia popular, que había sufrido un infárto cardiaco y se temía que hubiera rnuerto. Un infarto en el que nadie creía, por supuesto, y en el que nadie hubiera creído, tal vez con razón. Se dijo también que el arzobispo primado de Polonia, monseñor Josef Glemp, había sido arrestado; que un dirigente de Solidaridad se había suicidado, y que Tadeusz Mazowiecki, jefe de redacción del semanario de Solidaridad y uno de los principales consejeros de Walesa, había muerto en prisión como consecuencia de las torturas. Sobre este último, uno de sus antiguos compañeros, residente en París, escribió en L'Express de hace dos semanas une elegía tan conmovedora como precipitada. Hoy se sabe que todas estas noticias no sólo eran falsas, sino algo peor: inventadas.

Me conrnovió de un modo especial el embajador de Polonia en Francia, que se prestó a una entrevista de televisión en directo tan pronto como tuvo noticias de primera mano sobre la situación de su país. Su imagen fue la de un hombre brillante, de una serenidad a toda prueba y de una buena educación sin un solo resquicio, que respondió en un francés perfecto a las preguntas más impertinentes que he escuchado jamás. "¿Qué diferencia haría usted entre el general Jaruzelski y el general Pinochet?", fue una de ellas. Siempre he creído que no hay grosería más detestable que la que abusa de la buena educación del adversario. Este fue el caso. Por fortuna, el resultado fue al revés: muchos televidentes que empezaron el programa con una posición contraria a la del embajador terminaron de parte suya. Ese mismo día, en una entrevista por radio, a un viajero escandinavo recién llegado de Polonia le preguntaron si había oído decir que a los prisioneros polacos los estaban deportando a Siberia. El viajero, sorprendido, contestó que no, que no lo había oído decir. Pero desde aquel día quedó flotando en el aire la impresión de que algo de cierto había en la pregunta si el periodista se había atrevido a hacerla.

Con todo, la comprobación más amarga que me quedará de esta experiencia es que la opinión pública europea, que es capaz de llegar a estos extremos frenéticos por la suerte de un país europeo, apenas si se conmueve en estos tiemp os por la suerte de nuestros países remotos. El escándalo de la ley marcial en Polonia es apenas una prueba entre otras tantas. En realidad, esa medida de excepción, que corresponde al estado de sitio, está vigente en Colombia desde hace treinta años casi continuos, y a su sombra se han consumado más arbitrariedades, y se han aplicado torturas más atroces, y cometido más crímenes oficiales que todos los que sin duda quedarán de la ley marcial de Polonia. Sin embargo, aun los europeos mejor informados se atreven todavía a celebrar que Colombia sea no sólo una de las últimas democracias de América Latina, sino la más antigua.

Hace unos días, la señora Danielle Mitterrand, la esposa del presidente de Francia, estaba ,onsternada en privado por un documental que había visto sobre la masacre de El Salvador. La señora Mitterrand es presidenta del comité francés de solidaridad con ese país desdichado, del cual muy pocos franceses saben dónde queda, y en el cual se cometieron más de 15.000 crímenes oficiales en el año que acaba de pasar. Es decir, un promedio de cuarenta muertos por día. Me consta que los dirigentes de la Internacional Socialista, con el poder o sin él, tienen un gran interés por la suerte de América Latina. Me consta, por incontables conversaciones privadas, que el presidente Mitterrand comparte la consternación de su esposa por el estado de postración de nuestros países. Pero no creo que ni él ni ella, ni la Internacional Socialista en pleno, lograran movilizar a la opinión pública europea en favor de una causa nuestra, y menos en la forma casi epiléptica en que lo han conseguido en favor de Polonia los desenfrenados medios de información de la Europa occidental. Hace un mes se hicieron en París dos manifestaciones. Una de los artistas argentinos por más de 10.000 desaparecidos en su país, y otra por la masacre sin término de El Salvador. En ambas sólo se vieron los latinoamericanos residentes en Francia, sus escasos amigos europeos y nuestros eternos compadres españoles. "Es natural", me dijo sin inmutarse un periodista francés: "hace ya mucho tiempo que la América Latina dejó de ser noticia en Europa".

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