Tribuna

Polonia: "Por nuestra libertad y la vuestra"

Para los que en 1968 abandonamos la política sin ira, aunque no sin amargura, los tanques en Praga aquel agosto parecían marcar la última frontera de lo monstruoso. Algo más de diez años después, preciso es reconocer que nuestros veinte años desencantados estaban, a pesar de todo, llenos de euforia y de inocencia. Hemos vivido para ver la guerra entre países socialistas, el genocidio camboyano y la desmitificación de la revolución cultural. Pero hete aquí que, cuando nos creíamos curados de espanto, la década de los ochenta nos depara un nuevo salto cualitativo: golpe de Estado en Polonia.La v...

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Para los que en 1968 abandonamos la política sin ira, aunque no sin amargura, los tanques en Praga aquel agosto parecían marcar la última frontera de lo monstruoso. Algo más de diez años después, preciso es reconocer que nuestros veinte años desencantados estaban, a pesar de todo, llenos de euforia y de inocencia. Hemos vivido para ver la guerra entre países socialistas, el genocidio camboyano y la desmitificación de la revolución cultural. Pero hete aquí que, cuando nos creíamos curados de espanto, la década de los ochenta nos depara un nuevo salto cualitativo: golpe de Estado en Polonia.La verdad es que, para un observador que llegaba a Polonia desde el tardofranquismo, la primera sorpresa era constatar la extensión y profundidad del descontento popular. En las reuniones de universitarios, la canción protesta era tan inevitable como el vodka y los canapés. Había referencias al trasero de la madre de Lenin -irreverentes, por supuesto-, al socialismo como camelo superlativo, a la burguesía roja como nueva clase opresora y a la invasión de Checoslovaquia. Al día siguiente, el maduro. investigador de la Academia de Ciencias se quejaba de que debía abandonar todos los días el trabajo a las once para tratar de conseguir unas salchichas o un pedazo de queso. Por la tarde, la chica del colmado te pedía tal medicina que sólo. podía comprarse con divisas. Y es que el modelo polaco, por sobre ejercer la inevitable represión selectiva contra la vanguardia cultural, estudiantil, sindical y obrera, sometía al conjunto de la población a unas privaciones propias de posguerra catastrófica. De esa manera, lo que el PCE soñó y nunco consiguió, la huelga general revolucionaria, ha terminado por producirse en un país socialista. Resultado final: el Ejército popular organiza un brumario para impedir un octubre.

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¿Cómo se ha llegado a esto? ¿Por qué? Por tres razones fundamentales. Porque el poder del Estado ha sido absoluto. Porque la gestión del Estado se encomendó a un partido único, sin arraigo popular y además desmochado por purgas, represiones y guerras. Y porque la causa y garantía de todo ese paradigma político-social era un enemigo histórico aborrecido.

Esa fría respuesta enmascara una realidad difícilmente transmitible: la de la vida cotidiana en Varsovia. Semáforos apagados y tráfico controlado por policía cuando había congreso del partido, para que los coches de la Nomenklatura no esperasen; funcionarios que justificaban el olvido del escritor Marek Hlasko porque "se había comprometido demasiado con la realidad de su tiempo"; periodistas que se emborrachaban con los zlotys cobrados por haber firmado artículos en realidad escritos por la redacción de Polytika; comunistas que medio en broma se referían al franquismo como "el fascismo de rostro humano"; militantes del POUP antisemitas y hasta snobs. Una ciudad, en fin, con una estratificación social urbanística tan rigurosa como la de París, Madrid o Londres.

Pongo punto final a este mínimo catálógo de despropósitos y me parece volver a oír las voces, de mis viejos amigos, su desesperada petición de principio: "¿Por qué calláis?" "¿Por qué no contáis lo que nos pasa?" Gritos amplificados por los años y el silencio. "¿Porque, como en los tiempos del Parlamento mudo, cuando los representantes del pueblo soberano fueron convocados por el mando ruso para oír, sin poder replicar, el mando que imponía en Varsovia un orden extranjero, toda Polonia es hoy un inmenso plebiscito sin votos, una nacion amordazada.

Nadie puede sorprenderse de que el polaco sea un pueblo acostumbrado a expresarse con elipsis y símbolos. Recuerdo haber pensado algo así una noche de San Juan, sobre la barbacana de la ciudad vieja, mientras veía pasar, abajo y a lo lejos, los miles de puntitos de luz, las velas encendidas que ese día se dejan flotar sobre el Vístula. Ese fuego minúsculo y tembloroso, me decía yo, esa silplica al azar del agua y del viento, tras su apanencia patética no tiene nada de frágil. Es la misma luz que guarda, junto a crisantemos blancos, lo más último e irrenunciable de la nación, la memoria ya inatacable, ya eternidad: las tumbas de sus héroes y mártires. Esa lumbre casi furtiva, esa mínima y aguda chispa, es la que brilla en cada polaco, la que no pudieron apagar desmembraciones, matanzas, invasiones o guerras. La que vivía en Kosciusko y Lazowski, la que llevó a Mieroslawski a Sicilia, a Bem a Hungría y la Dabrowski a Brunete. El destello que ha acompañado la lucha por la liberación de los pueblos, el avance de la historia. Nunca el eslogan de la revolución polaca tuvo tanta actualidad: "Za nasza i wasza wolnosc" ("Por nuestra libertad y la vuestra").

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José A. Zorrilla es diplomático. Ex primer secretario de embajada en la representación consular y comercial de España en Varsovia.

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