Tribuna:

Un pensador de la sociedad

Jürgen Habermas es hoy una de las máximas referencias teóricas en el saber de la sociedad, y su notoriedad ha desbordado el gueto científico académico para alcanzar a nivel mundial a esas zonas del establishment sociocultural que corresponden a lo que llamamos el área de la mid-cult. El profesado hermetismo de casi todas sus publicaciones, la escasa utilización directa que ha hecho de los medios de masas, su condición de miembro de la Academia alemana que vive y escribe en la República Federal de Alemania, su instalación en una cierta perspectiva marxista, confieren a esa relevan...

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Jürgen Habermas es hoy una de las máximas referencias teóricas en el saber de la sociedad, y su notoriedad ha desbordado el gueto científico académico para alcanzar a nivel mundial a esas zonas del establishment sociocultural que corresponden a lo que llamamos el área de la mid-cult. El profesado hermetismo de casi todas sus publicaciones, la escasa utilización directa que ha hecho de los medios de masas, su condición de miembro de la Academia alemana que vive y escribe en la República Federal de Alemania, su instalación en una cierta perspectiva marxista, confieren a esa relevancia una significación muy especial para el estudio de las relaciones entre supuestos, contenido y funciones de los procesos mitogenéticos en la vida pública contemporánea.Habermas es y se quiere miembro de la Escuela de Francfort, cuyos dos instrumentos decisivos fueron el Instituto de Investigación Social y la revista del mismo nombre, y los principales miembros y colaboradores de la primera generación, Horkheimer, Pollock, Adorno, Lowenthal y Marcuse.

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El Instituto, que fue fundado en 1924 y tuvo como director a partir de 1931 a Horkheimer, se situaba en el ámbito del marxismo centroeuropeo de los años veinte, a sumiendo su problemática y propósitos, pero con una voluntad más radicalizada aún de diferenciación del marxismo soviético.

La insistencia en el carácter adogmático de sus expresiones teóricas, la reivindicación de la dimensión filosófica del pensamiento de Marx, la transdisciplinariedad de su andadura analítica, la impugnación del substancialismo materialista y del cientifismo positivista, la consagración de la praxis como categoría central, la presencia determinante de la historia, el protagonismo de los movimientos sociales, son algunos de sus rasgos fundantes.

El saber del saber

Frente a la neutralización del sujeto en el proceso cognoscitivo, frente a la teoría pura del conocimiento, Habermas, al igual que Horkheimer, instala al hombre concreto, resultado de la (su) historia, en el corazón del acto de conocimiento y decreta la indisociación de conocimiento y acción, de conocer y ser. Pero mientras Horkheimer, en su escrito-manifiesto de 1937 (Teoría tradicional y teoría crítica), se encara con Descartes e impugna al dualismo teoría versus práctica, Habermas elige como antagonistas, según nos recuerda Ladmiral, la teoría clásica de Platón y Aristóteles y la teoría pura de Husserl, que quieren ignorar la función que la actividad teórica cumple dentro de la práctica social global en la que tiene lugar. Contra esta falsa asepsia cognoscitiva, Habermas afirma que sin interés no cabe conocimiento, y alza su construcción de los intereses del conocer.

El interés técnico que corresponde a las ciencias científico-naturales y tiene como objeto la naturaleza y el manejo instrumental de la misma -el interés práctico propio de las ciencias del hombre y de la sociedad, que nuestro autor califica de hermenéuticas que se proponen hacer posible que los hombres se comprendan entre sí en base a la intersubjetividad y a la interacción- y el interés emancipativo que fundaría las ciencias críticas, y que tiene la autorreflexión como vehículo y el psicoanálisis como ámbito de su manifestación específica.

La reflexión sobre los intereses que apoyándose en Fichte Habermas desarrolla en Conocimiento e interés, en una de esas construcciones arqueológicas tan osadas como estimulantes que le caracterizan, acaba perfundiendo los intereses técnico y práctico de interés emancipativo, haciéndolos igualmente participar en la auto constitución histórica del hombre. Esta antropología epistemológica del conocimiento nos propone constitutivos más trascendentales que son la base de toda certeza teórica y que explican la fórmula de Habermas: la teoría del conocimiento como teoría de la sociedad.

Pero este saber del saber como crítica de la perspectiva positivista del conocimiento tiene como complemento en Habermas su crítica de la práctica científica actual, su debelación del progreso científico y técnico corno acumulación indefinida y como pócima mágica curalotodo.

La cientifización del saber y la tecnificación de la ciencia han cancelado las esferas de autonomía de ciencia y técnica y han llevado a la pérdida de la dimensión formativo-cultural (Bildung) del saber.

Insertas en el sistema industrial de producción de masa, tienen que aceptar sus pautas de parcelización de los objetivos y de integración técnico-económica, y someterse a la intervención del Estado y de las grandes empresas en la fijación de sus tareas y en la organización de su trabajo. En EE UU, como nos recordaba ya en La técnica y la ciencia como ideología, el Departamento de Defensa, la NASA y las grandes corporaciones controlan, por vía comanditaria, la casi totalidad de la investigación científica.

Con la desmesura propia de los grandes proyectos teóricos, Habermas se propone construir una teoría de la evolución social que, más allá de la historia de la progresiva dominación de la naturaleza por el hombre y del desarrollo de las formas y modos de vivir que tienen los hombres en sociedad, nos ilustre en el esclarecimiento de su interrelación a propósito de aquello que los soporta.

El saber de la sociedad

El decurso habermasiano por la realidad social y política tiene dos grandes polos: el de la diferenciación entre lo público y lo privado, que acomete tempranamente en El cambio estructural del espacio público, y el de la sociedad capitalista tardía o avanzada, que analiza en Problemas de la legitimidad. La dimensión de lo público es el arma de que se sirve el mundo burgués de los siglos XVII y XVIII para oponerse al poder absoluto del Estado absoluto y a su práctica del silencio y del secreto. La creación de un ámbito público permite la mediación institucional (Prensa, elecciones, Parlamento, etcétera) entre Estado y sociedad, y a su través, la creación de una opinión pública en tomo a los temas colectivos. Pero este modelo liberal, aparte de marginar la opinión popular, no funciona en el Estado social de la democracia de masa, en el que la manipulación de la opinión ha producido una refeudalización de lo público y ha transformado el debate en consenso plebiscitario.

Habermas, en buen miembro de la Escuela de Francfort y antes de que se decantara la crisis económica de 1973, centra su indagación sobre el capitalismo último en la categoría de crisis. Según él, la crisis no sólo no ha desaparecido, sino que ha multiplicado su presencia, conservando su dimensión económica, pero anexionando los ámbitos de la racionalidad, la legitimación y la motivación. La crisis de legitimación, capital para Habermas en la situación actual, abre los problemas de la vida en común de los hombres. Las patentes insuficiencias de la perspectiva empirista, del decisionismo, de las apelaciones a la pura legalidad remiten a la razón única capaz de determinar los intereses universalizables.

De esta manera, la militancia por la razón parte y desemboca como práctica teórica (la verdad) y como práctica-práctica (la transformación de la sociedad) en la intersubjetividad inseparable de esa comunidad ideal de diálogo, cuya anticipación permite la autoconstitución del sujeto humano desde la intervención técnica en la naturaleza, la intervención práctica en la sociedad y la intervención emancipatoria que desde sí mismo se extiende a las demás.

Hay quien reprocha a Habermas que su práctica crítica no rebasa casi nunca el ámbito científico-cultural y universitario, y su compromiso público alcanza difícilmente lo propiamente político. La dimensión explícitamente política y revolucionaria del marxismo que encontramos en Horkheimer no aflora ni en su vida ni en su obra, cuya voluntad impugnadora de la realidad social se contrae, con pocas excepciones, a la crítica ideológica.

Esta reserva, este propósito de manos, políticamente, limpias que le sitúan en los antípodas de un Sartre, por ejemplo, es lo que, según algunos, explica que cuando, en los años sesenta, la política se le mete en casa, en la academia. Habermas se sienta a disgusto y surjan sus enfrentamientos y malentendidos con el movimiento estudiantil. Este ejercicio de distanciamiento respecto de la vida colectiva cotidiana tendrá como ilustración culminante el abandono de la Universidad a los 41 años, y su retiro al Instituto Max Planck y al idílico pueblo de Stamberg, que tanto recuerdan la instalación de Jaspers en Basilea y su desarraigamiento efectivo de la historia real de la Alemania de la posguerra.

Pero ¿no quedamos que sólo la muerte convierte la vida en destino? Suspendamos, pues, el juicio.

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