Tribuna

Aprended de mí o pasiones de un renegado

La tarde, hace siete años, en que mi hijo de diez huyó del televisor donde un toro vomitaba a pinchazos hasta las pezuñas, y se echó de boca en su cama a llorar calladamente, el contumaz espectador y defensor de las corridas que uno hasta entonces había sido se apagó tan aprisa como la imagen misma de la pantalla, barrida de golpe por una imbécil, aunque, en esos momentos, misericordiosa cuña publicitaria.En el acto, aquel fulminante rechazo o revelación me dejó en cueros vivos de argumentos, de sutilezas, casi hasta de saberes taurinos. Mis razones de gaditano y de Chiclana de la Frontera (u...

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La tarde, hace siete años, en que mi hijo de diez huyó del televisor donde un toro vomitaba a pinchazos hasta las pezuñas, y se echó de boca en su cama a llorar calladamente, el contumaz espectador y defensor de las corridas que uno hasta entonces había sido se apagó tan aprisa como la imagen misma de la pantalla, barrida de golpe por una imbécil, aunque, en esos momentos, misericordiosa cuña publicitaria.En el acto, aquel fulminante rechazo o revelación me dejó en cueros vivos de argumentos, de sutilezas, casi hasta de saberes taurinos. Mis razones de gaditano y de Chiclana de la Frontera (una de las cepas fundamentales, con Ronda y Sevilla, del toreo clásico) se me desplomaron arrastrando en su batacazo al «foulard soberbio» con que Manuel Machado quiso drenar las carniceras efusiones de los picadores, los «no es tan bárbaro» de Heminway y de Orteoa, el sorprendente elogio a los toros de Rousseau, tan suizo y tan humanista él: todo el largo cortejo tauromáquico de aprobaciones y piropos, nacionales y extranjeros, que yo había revistado ufananiente en Triunfo, en Indice, en el Larousse...

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No acababa de entender cómo podía sentirme, en cuestión de minutos, del brazo de «los otros», de un Eugen lo Noël, de una presidenta de la Protectora de Animales en Copenhague o en Glasgow, del Borges y el Bioy Casares y el Mallea que, saltando sobre su repugnancia sobre el tema, habían escogido en Buenos Aires, para el propio La Nación siete relatos taunnos de mi libro La gran temporada.

Chiquero y gusanera

El sombrío chiquero que tino llevaba dentro pasó a convertirse en contrita gusanera de recuerdos con algún raro, insuficiente chispazo áureo, y de delanterista de grada, así anisado y ocurrentón, uno se convirtió, taurinamente hablando, como en ensayista escandinavo con cabillos medio metafísicos y derecho a desmayo ante la vista de la sangre, mientras que las cabezas de los bureles dejaban a mis ojos de ser totémicos, altivos y feroces misterios para convertirse en inocentes, tiernos rostros de bebés hirsutos y con cuernos, arreados, noventa de cada cien veces, a un final sucio de muchas suciedades, aburrido y cruento. Lo que más me sorprendió fue casi no sentir sorpresa de mi propio cambiazo. ha sido como si lo estuviera esperando, me dije, y como si lo de mi chico no fuera más que la gota que ha desbordado el vaso. Vaya: y tan andaluz y castizote uno.

Pero de entonces acá no he visto más que una novillada -y eso porque me acompañó Carmen Martín Gaite-; con la presentación en Las Ventas de Pepeluisito Vázquez. Por el padre fui a verlo. Por una memoria juvenil de la torerísima música del padre, música e toreo como de Mozart, suave y hondo, diverso, aadnimante, igual que, en muy diferentes claves, los toreos de un Joaquín Cagancho, un Rafael Ortega o un Antonio Bienvenida, tan por encima ellos, en sus tardes grandes, de las de tal cual presunto prodigio de hoy, excluyendo si acaso al Paula. Y es que, desde Fuentes, la llamada fiesta nacional siempre anduvo necesitada de brujos entre inseguros y geniales, y cuando no los tiene se los imagina.

Deserción

Pero no estábamos en esto, sino en que, si apenas me sorprendieron entonces mi deserción y mi reniego, más me ha sorprendido ahora mi inesperada apetencia, con este San Isidro 81, de asomarse alguna corrida. Me expliqué el capricho mediante el argumento de que todos somos cíclicos, imprevislbles, y acepté la contradicción; tal vez quería probarme, cotejar mi pasado taurino. Por el aquel de la imprevisibilidad (tan llanamente dada por nuestro pueblo con el que nadie diga «de este agua no beberé»), tampoco, sé ahora si he de tornar a verme en un tendido o, más, si incluso volveré a las andadas, ya que, mire usted, bien mirado no hay quien sepa ni dónde está en pie. Pero lo que són las dos isidradas vistas estos días -la de ayer, una de ellas-, no han hecho más que reforzar mi antitaurinismo. Como en aquella tarde de la tele y el niño, he podido refrendar en las corridas el impasable, arrollador predominio de la burricie general sobre la estética casual, de la nionotonía sobre las sorpresa de lo irrelevante sobre lo especial, a no ser que también consideremos especial el sonrojante numerito de los toros rodando por el suelo y sin poder levantarse, vergüenza existente desde las droguerías heroínicas de los máximamente cochanibrosos tiempos de El Cordobés y que en los inicios de esta teniporada, según los medios de difusión, parecía haberse enmendado, y ni hablar. Aplaudí a calzón depuesto el espléndido anatema antitaurino dado hace unos días en estas páginas por Manuel Vicent y ponderé la acusación de anacronismo formulada horas después, también en EL PAÍS, por Canogar. Me eché dos whiskies para que se me fuera el cabreo. Y eso es todo. Sigue aquí un renegado pero de los de aúpa, con un camino de Damasco largo y bien puesto: san Pablo, antes y después de.

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